No hay que ver fracasos donde no los hay.
La actual administración de la economía, al igual que la de José A. Martínez de Hoz en la segunda mitad de la década del 70 o la de Domingo F. Cavallo en los ‘90, se propuso la “modernización” de la economía argentina. No son elucubraciones opositoras, sino que así lo reconocen taxativamente intelectuales orgánicos del macrismo.
Para la racionalidad oligárquica, “modernidad” significa ejes bien concretos: apertura unidireccional, desregulación generalizada, condiciones favorables para el capital financiero y una silenciosa dolarización. Estas medidas se combinan con la resubordinación al poder financiero global vía del megaendeudamiento externo, a la vez necesario para sostener la macroeconomía del modelo. El objetivo general también es preciso: el aumento de la tasa de ganancia y la retracción de la participación del salario en el ingreso.
Una de las características centrales de las citadas medidas, como bien lo sabía el abogado Martínez de Hoz, es su difícil reversión. Los posibles gobiernos populares de la tercera década del siglo deberán enfrentar un crítico panorama de deuda, la herencia que siempre dejan los austeros gobiernos neoliberales. En el futuro será muy complicado pensar en el financiamiento externo como herramienta para el desarrollo. Este punto hará a los gobiernos populares extremadamente vulnerables al descontento de los sectores de la población que, bajo los regímenes de endeudamiento estructural, disfrutan de dólares abundantes para el turismo e importaciones de bienes de consumo. Los futuros gobiernos también heredarán una estructura superconcentrada de medios de comunicación, es decir, del aparato de legitimación de las políticas oligárquicas y una colonización más profunda de su hermano mellizo, el partido judicial. Para una superación en ambas materias, deuda y medios de comunicación más partido judicial, serían necesarias políticas radicales, las que provocarían una fuerte inestabilidad política dados los poderes reales afectados, locales y globales.
A pesar de las notorias debilidades en el uso de sujeto y predicado de la máxima autoridad política del país, el macrismo ejecuta un preciso plan de gobierno mientras, por la vía de la doctrina Bullrich, entretiene la discusión política. La “modernización” económica que propone es el regreso a la normalidad imperial para los países dependientes. En este camino, los cambios provocados en los primeros dos años presentan altos niveles de irreversibilidad porque consolidan el lugar que el poder económico, global y local, hegemónico y auxiliar, desean para el país en el mundo. No es casual que Mauricio Macri haya retirado la palabra “patriotismo” de su fórmula de jura, una acción por cierto inconstitucional, pero que no pareció afectar a los presuntos repúblicos y constitucionalistas.
Acerquemos nuevamente la lupa a la manifestación presente del núcleo de medidas económicas. Luego del fracaso discursivo (enfatícese “discursivo”) en materia de lucha contra la inflación, comenzando por aquello de que era “lo más fácil de combatir” y siguiendo con el esquema de metas de inflación –el show de los grafiquitos descendentes del siempre sonriente presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger– el Gobierno reconoció de facto que frenar los ajustes salariales constituye la clave principal para contener las subas generalizadas de precios, una confesión que corrió en paralelo con afirmaciones del FMI en el mismo sentido.
El reconocimiento encierra dos problemas. Primero es una contradicción lógica. Mientras se afirma que bajar la inflación resulta clave para mejorar el poder adquisitivo del salario, se sostiene que debe frenarse el poder adquisitivo del salario para controlar la inflación. Segundo es una capitulación teórica. Luego de machacar durante dos años que la inflación era un fenómeno de demanda que se controlaría regulando la liquidez del sistema financiero vía la tasa de interés de referencia –lo que generó la exquisita combinación soñada por los poderes financieros de altas tasas en pesos corriendo por delante de un dólar que no alcanza a los precios internos– ahora se afirma que no, que en realidad la clave está donde siempre estuvo, en los precios relativos: dólar, tarifas y, por supuesto, salarios. Pero dado que las tarifas benefician al capital y el dólar juega para la lógica financiera, todos los cañones apuntan al salario.
Cada vez resulta más evidente que las metas de inflación siempre fueron en realidad metas salariales, un número ficcional para jugar en las paritarias. No hay fracaso allí, hay un plan. No debe olvidarse, sin embargo, que para que esto haya sido posible fue necesaria una dirigencia sindical dispuesta a mirar hacia otro lado. Dirigentes que recién hoy parecen despertarse frente a la amenaza personal antes que frente al progresivo empobrecimiento y pérdida de derechos de los trabajadores.
Mientras todo esto ocurre en la cotidianeidad de la lucha de clases, el gobierno no descuida sus restantes ejes. A pesar de generar récords históricos de déficit externo, financiado con deuda, la apertura persiste porque se mantienen los objetivos. El modelo es el chileno, un país sin industria salvo la vinculada a las materias primas y que importe todo lo demás. La desregulación avanza por decreto, otra vez sin quejas de los repúblicos y siempre sin gritar ni declamar. También comenzaron las privatizaciones y la liquidación de empresas públicas. Por ejemplo, con las low cost se espera vaciar el mercado de Aerolíneas Argentinas, se desmantela Fabricaciones Militares y Yacimientos Carboníferos Fiscales, a la vez que se avanza sobre partes del sistema eléctrico y también sobre la infraestructura pública que se construirá a través de los regímenes de Participación Público Privada. La frutilla del postre es el nuevo aliento a una dolarización de hecho vía la completa desregulación de la compraventa de divisas que llegará a las peluquerías, el sueño húmedo de eliminar la política monetaria, el principal instrumento de soberanía de los Estados para movilizar los recursos sociales.