Los hacedores de dijes fabrican palabras. Como otras piezas de joyería, los dijes son ideogramas condensados en unos pocos gramos de metal: cada pieza dice algo único, intransferible. Un dije de un perro refiere siempre a un perro particular. Uno de un niño es siempre de este o aquel niño. El dije no conoce la generalidad ni la sospecha. Para Valentín Demarco, los dijes fueron algo así como un capricho, una vía al reino de la evasión.
Demarco se propuso, en su última muestra en la galería Isla Flotante, pensar en una vía de escape del arte contemporáneo. Y recurrió, como dios manda, a una técnica arcaica, un poco virreinal y desvencijada: los ex voto, un tipo especial de dije, que él mismo se puso a fabricar en su taller.
Demarco, nacido en Olavarría en 1986, antes que por los dijes se había interesado por la platería criolla, que no tenía una reivindicación tan marcada desde la escena inicial de Jauja, la película de Lisandro Alonso en la que un militar bien empilchado y cubierto de collares se masturba, vestido y mojado, a la orilla del mar argentino.
De gauchos, escultores y eclipses
Demarco había estado pensando en los cruces entre la cultura criolla y el arte contemporáneo desde sus años de mocedad. “Dan Flavin, radiografía de la Pampa”, “Cimarrón y self-disclosure”, “Cautivas”, son los títulos de algunas de las ideas de un artista que se ha cansado de fotografiar “chongos a caballo” y que ha incluido en una muestra una impresión de la página de Facebook de Molina Campos, entre otras pequeñas formas de sincretismo que juegan con lo curioso y lo aparentemente incompatible. Relación abierta, así el título de su muestra, continúa su empeño por incluir el pago chico y su idiosincrasia tradicional dentro de una cultura internacionalista y ansiosa, como es la del arte. El producto vehemente de esta actitud son los dijes: de repente todo el arte contemporáneo, con su monumentalidad, su fijación con las soldaduras metálicas y los perfiles industriales de hierro queda reducido al trabajo artesanal del orfebre.
Mediante la joyería, la orfebrería y otras labores similares, Demarco se acerca casi sin querer a la articulación que tuvo el trabajo manual entre los artistas argentinos de la década de 1990. De hecho, la artesanía es tan definitoria de aquella década como su ausencia lo fue de la década siguiente. No casualmente, una de las escultoras más significativas del arte de la década del 2000, Luciana Lamothe, dejó las manos libres cuando comenzó a trabajar, pisando papeles en la calle con la pura fuerza de sus pies, y hoy trabaja principalmente con estructuras metálicas industriales, del tipo de los andamios. La manualidad, y la colindante artesanía, quedaron totalmente fuera de agenda.
Los artistas de los noventa más recordados, en cambio, como Omar Schiliro o Feliciano Centurión, hicieron su principal tema de la yuxtaposición del camp criollo y algún tipo de artesanía: el bordado, la bijou o el bricolage en general. Reivindicaron al artista como costurera inocente y sufrida, que llora mientras cose y escucha la novela en la tele. Se identificaron con tías y abuelas, las convirtieron en los referentes centrales del arte avanzado del momento, en desmedro de los artistas que llenaban revistas como Artforum o Flash art, y que privilegiaban el cerebro sobre el sentimiento, y por lo tanto el diseño sobre la manualidad.
¿Valentin Demarco reivindica esta tradición local, canonizada pero simultáneamente ausente de las lides internacionales del arte contemporáneo, cuando reduce su escala a los dos centímetros de alto de cada dije? Sí a medias. De aquel arte de los noventa, Demarco recibe el estímulo camp del chiquitaje y la manualidad (él mismo hace sus dijes, con abnegada paciencia en lugar de diseñarlos y mandarlos a fabricar) y el nacionalismo estético bizarro, que también es camp. Por supuesto que los dijes que dispuso en Isla Flotante son milimétricos, decepcionantes para la expectativa de tamaño que siente un visitante al entrar en una galería de arte contemporáneo. Pero también son un trabajo seriado, coherente, investigado, impersonal, nítidamente dispuesto en una grilla, etc.: todas cosas típicas del arte contemporáneo.
Esta ambigüedad de Valentín Demarco sobre referencias tan próximas toca la puerta en un momento especial. Hoy en día parece que el arte argentino está en un eclipse, y cierta artesanalidad vuelve a ser la cara fulgurante de la luna. Artistas como Emilio Bianchic, Fátima Pecci Carou o Guzmán Paz, que son coetáneos de Demarco, todos vuelven de una u otra forma al camino manual y menor del berretín sin escala y con un dejo de secreto. El artista prodigioso y de gran tamaño, bien claro en sus propósitos y contundente en su realización se retira como un faraón con sueño, y en su lugar aparece nuevamente el artista como costurera. No hay casi artistas menores de treinta que traten de hacer otra cosa; las instalaciones grandes, el trabajo tercerizado o las esculturas con muchas exigencias de producción quedaron fechadas. La obsesión con la gran empresa de la generación anterior cedió lugar, nuevamente, a un artista modoso y aparentemente cándido. Los pañuelos que completan la muestra en Isla Flotante mencionan a Bouguereau pero en realidad recuerdan, si recuerdan algo, a Feliciano Centurión, que pasó su vida breve bordando y pintando sobre frazadas.
El canon y el twerking
Pero si algún inocente está pensando que por su giro en la escala y por remitirse al trabajo manual Demarco abandona pretensiones de espectacularidad, o incluso de fruición con el éxito, él mismo ofrece una respuesta contundente. Además de los dijes y los pañuelos, Demarco filmó para la muestra un auténtico videoclip como reggaetonero, donde se lo ve cantando un tema de su autoría, acompañado de chicas que hacen twerking. El video es un compendio de los clichés del género, desde los gestos del cantante con sus manitos hasta la construcción de un plano poblado, cargado de sudor y chicas que se menean en silencio, y en parte fue filmado en la misma galería. Pero la letra parece insinuar una guerra por el canon, una especie de sed por la notoriedad: “Tú eres de ahora, yo no soy de nadie (…) Yo soy total, como Wagner o Beyoncé. / Tú estás pasado, yo voy pa’l bronce.” El tono de desafío típico del género parece recaer en una guerra por la consagración, que el olavarriense cultor de temas gauchos nos da en español neutro: “Pero óyeme bien / deberás saber / aquí solo baila / quien va a trascender”. El estribillo es concluyente (“entrando en la historia / ay, yo no te ví en la lista / ni creo que te den el password / ya no hay lugar en la pista”) y el final es vindicativo (“el tiempo se guarda el derecho de admisión / la permanencia es mía y de esta canción”).
Esta obsesión por el “lugar en la pista” resulta llamativa en una muestra que trata sobre pedir deseos, y deseos bien literales. El dije, después de todo, es un símbolo unitario, al que Demarco le da la estructura de un enunciado directo. Y se trata en verdad de un tipo especial de dije: el ex voto, una pieza que, en tiempos inmemoriales, los creyentes llevaban a la iglesia tras tramitar un pedido con un santo. Pedían que no les cortaran una pierna, si habían tenido un accidente, o que no los desalojaran de su casa, si habían faltado a una deuda; y si las autoridades del cielo les cumplían el pedido, devolvían el favor llevando a la iglesia una pequeña pieza metálica con el símbolo respectivo: la pierna o la casa.
Los dijes de De Marco por eso parecen, también, demandar o agradecer objetos directos, como si suplieran una falta. Vemos a un musculoso en la típica selfie frente al espejo, logos de empresas y otros atributos de la cultura joven. “Dame Facebook”, “dame bola”, “dame músculos” podrían ser los pedidos que sus dijes rubrican: son formas de canalizar la ansiedad y el narcisismo. Pero son referencias literales (y muy contemporáneas) de parte de un artista cuyo pretendido negocio es mirar hacia la tradición y abrazar nuevamente la cultura campera como elemento intraducible y propio, como si buscara gemas en un mar donde todo es traducible. De qué forma este intento pone a Demarco en el camino del reggaeton más machista y de los tics empresariales de la cultura joven no es un misterio, ya que esos tics, en verdad, están desde el principio. En desmedro de lo que haría pensar un tema como el ex voto, Demarco no se interioriza con sus dijes en lo raro o lo milagroso, y se limita a racontar la experiencia genérica de un joven que consume, trabaja en su figura y visita las redes sociales. Y que tiene sueños con “estar en la pista”.
Por supuesto que Demarco no es el único artista que trata de decir algo sobre la ansiedad juvenil que alimenta el reinado de marcas como Facebook o Starbucks. Sus dijes-logos, exceptuando que los elabora él mismo, no son diferentes de las referencias a las marcas de los mexicanos Déborah Delmar o Joaquín Segura, que siguieron el trazo grueso de Minerva Cuevas. Todos ellos usan referencias directas para caracterizar el mundo empresario, el mundo cultural de los jóvenes o el mundo del consumo, algo en lo que el arte contemporáneo viene adoctrinando a su público hace incontables décadas. Demarco parte de la misma información, y utiliza la misma estrategia, pero la trasviste de artesanía, como si diera a las piezas un bañado de nacionalidad por encima de la superficie pulida del significante directo, interocéanico y traducible del consumo joven global. De ahí que su obra forme un maridaje difícil entre un contenido con un aspecto contemporáneo, irónico y nítido, y unas referencias a temáticas locales que lo hacen inmediatamente comparable con L.F. Benedit. A veces lo que produce rechazo o ganas de escapar también causa fascinación. Y Relación abierta, aunque su título suene optimista, es un sintomático diagnóstico de la ansiedad cultural que puede experimentar, de forma muy genérica, un joven artista.u