Ahora los hechos banales
Se confunden
Con los gritos anunciadores
De sueños verdaderos.
Bolaño
Los sábados a la tarde mi nona María nos llevaba a pasear. A conocer los caminos, como le gustaba decir. Solíamos escuchar la bocina del auto desde la otra cuadra y con mi hermano nos peleábamos para llegar primero y viajar en el asiento de adelante. Ese día nos sorprendió ver que mi nona había pasado a buscar a nuestros primos antes a que nosotros. Mi hermano y yo nos quedamos pasmados, estaqueados delante del Falcon amarillo, con el corazón que galopaba como un caballo, mirándolos, extrañados de nosotros mismos. Mi nona tenía las manos sobre el volante y golpeteaba los dedos como si estuviera tocando un piano. El motor del auto seguía en marcha pero nosotros no podíamos salir de nuestro asombro. Los dedos de mi hermano rozaron los míos. En tantos años era la primera vez que no podíamos elegir en qué lugar del auto íbamos a viajar. Cuando mi nona se cansó de esperar giró lacabeza y se nos quedó mirando. Detrás del vidrio su cara parecía distante, como si se estuviera alejando a cada segundo. Los reflejos del sol en la ventanilla le manchaban la cara y yo no podía saber si ella se estaba riendo o estaba molesta con nosotros. Luego sonrió y nos hizo un gesto con la cabeza, un gesto indescifrable, que yo no conocía, pero que nos obligaba a subir por la parte de atrás. "Ya la hiciste enojar", me dijo mi hermano antes de subir. Durante las primeras cuadras lo único que se escuchaba era el tema del Mundial que pasaban por la radio y que mi primo cantaba de principio a fin. Él me miró y me dijo que en la escuela le habían enseñado la letra. Mi primo vio dos mundiales en su vida y se cree que ya conoce toda la historia del mundo. A veces me cuenta cosas de cuando éramos chicos y para ubicarse en el tiempo menciona siempre un mundial. Para él todo es antes o después de un mundial. Cuando terminó la canción mi abuela se dio vuelta y por fin nos saludó. "Hola, hermosos", dijo. Mi hermano se levantó del asiento y le abrazó el cuello desde atrás. Mi prima, que iba adelante, haciéndose la señorita, se sumó al abrazo y entre los dos la rodearon y mi abuela se reía tanto que el auto hizo zigzag por la calle. No sé por qué, pero me acuerdo que pensé, ojalá choquemos despacito.
Mi abuela solía traer un paquete envuelto en papel blanco. Era grande y lo ponía en la parte de atrás, debajo del parabrisas, en la luneta. Ese día no había nada. Cuando me di cuenta empecé a buscarlo y mi prima me miraba desde adelante y se reía, como si supiera algo que yo no. "No vas a encontrar nada acá adentro", me dijo, y la miró a mi abuela, como si fueran ellas dos las únicas que estaban al tanto. Su complicidad me molestaba. "Por qué no trajiste nada hoy", le pregunté a mi abuela. Ella no contestó. Miraba hacia adelante y por el espejo retrovisor lanzaba miradas cortitas, como secretas, dirigidas a mí. Comenzábamos a salir del pueblo y la ruta se hacía más abierta, más luminosa. Empecé a sentir que mi abuela quería decirme algo con esas miradas. Lo decía con los ojos para no decirlo con palabras. Para que los demás no se enteraran. La complicidad ahora cambiaba. Entonces mi primo cayó en la cuenta de que esa tarde no habría tortas ni chocolates ni caramelos y se incorporó en el asiento, agarrándose con las manos del apoyacabeza, y le dijo a mi abuela que nos explicara eso. "Por qué no trajiste nada hoy", le preguntó, casi gritándole. Entonces mi abuela dio un volantazo y frenó el auto en la banquina. El polvo que levantó nos envolvió a todos. Por las ventanillas entró una nube marrón y gris y por unos segundos nos perdimos de vista. Lo primero que atiné a hacer fue agarrar del brazo a mi hermano, que se había golpeado contra el asiento delantero. Le busqué la cara y le corrí el pelo. Mi hermano se reía. Yo abrí grandes los ojos y cuando él se vio en ese reflejo se asustó. Entendió lo que había pasado y me apretó fuerte. Entre el polvo que volaba se dibujaban los rayos del sol, tenues y todas las cosas se volvieron amarillas. Cuando el polvo se asentó mi abuela se dio vuelta y nos fue mirando uno por uno. Un rayo negro le cruzaba por la cara. Yo alguna vez había visto esa expresión, pero en otra parte. Ella se sostenía con el brazo izquierdo sobre el apoyacabeza y nos atraía a cada uno de nosotros con sus ojos. Ninguno podía dejar de mirarla. Escondida detrás de sus anteojos se hacía más fuerte. Entonces mi primo no aguantó más y abrió la puerta del auto y salió corriendo. Mi abuela lo siguió con la mirada y lo dejó irse. Sus labios se partieron en una risa chiquita, como si fueran de papel. Se dio vuelta y agarró de nuevo el volante, con ambas manos. Ninguno de nosotros sabía qué hacer; hasta mi prima estaba asustada. Entonces mi abuela se bajó del auto y lo fue a buscar. Nos quedamos en silencio, pensando qué cosa había salido mal. Me di vuelta y pude ver a mi primo que volvía caminando de la mano de mi abuela. En un momento, antes de llegar al auto, ella le puso una mano sobre el pecho y frenó su marcha. Se agachó, le corrió los pelos de la cara y le besó la frente. Mi primo se reía. Entonces vi cómo mi abuela sacaba un paquete de su bolsillo y le abría la palma de la mano a mi primo y se lo dejaba ahí. Cuando subieron al auto mi primo era el mismo de siempre. Abrió la bolsita y sacó unos caramelos redondos, en forma de bolillones, y nos convidó a todos. Eran ricos y de muchos colores.
Mi abuela arrancó el auto y seguimos camino. En la radio pasaban un tema que a ella le gustaba mucho y entonces lo empezó a cantar y como cantaba tan bien yo me acordé de mi mamá y pensé que al otro día era domingo y que mi nona iba a cocinar ravioles con salsa y me fui olvidando de todo. Mi primo seguía repartiendo caramelos y el paisaje a nuestro lado se movía rápido. Los surcos de los campos alargaban el horizonte y algunos pájaros volaban cerca del auto. Yo le miraba la nuca a mi nona y me di cuenta de que algunos de sus pelos se estaban volviendo blancos. Me acerqué y respiré cerca de su nuca, haciendo fuerza con mi nariz. Ella se dio cuenta y cruzó el brazo hacia atrás y me acarició. Sus dedos eran gruesos y se movían lentos, como piedras debajo del agua. Ahí fue cuando sentí que podía preguntarle. "¿Adónde vamos?", le dije. "De visitas", contestó. "¿De verdad?", preguntó mi prima, exaltada. Se levantó del asiento y cambió de posición sus piernas, apoyando ahora las rodillas flexionadas sobre el tapizado, como si estuviera esperando que mi abuela le contara un cuento. "¿A quién vamos a visitar?", pregunté. "A tu nono -contestó- A los restos de tu nono".
El aire de la ruta me golpeaba la cara y de repente todo se hizo ajeno o extraño, como si no estuviera preparado para esa tarde. Como si el plan de ese sábado no estuviera bien y ya no hubiera marcha atrás. Me acordé de una noche en que mi primo se quedó a dormir en mi casa y mientras mirábamos la lluvia en el patio un trueno partió la oscuridad y él me abrazó muy fuerte.
De mi nono no recuerdo muchas cosas. A veces hasta su nombre está lejos, y cuando eso pasa yo ni siquiera sé quién fue. O cómo fue. Me gustaría que alguien me contara cosas suyas. Que me digan cómo era su voz, así puedo imaginarlo llamándome.
Antes de llegar al cementerio mi primo casi se muere. Esos caramelos que le había dado mi abuela eran tan ricos y él se metió dos en la boca. Me tocó el brazo y me dijo: "Mirá lo que hago". Se los tragó y enseguida su cara se puso de color rojo. Con la mano derecha se agarró de la ventanilla y con la otra se apretó una pierna. Con ambas hacía una fuerza terrible, porque las venas se le empezaron a hinchar y fue ahí cuando empezó a temblar. Se estaba ahogando. Yo me quedé unos segundos mirándole los ojos. Los tenía inflados y parecía un pescado. Le grité a mi abuela que lo ayudara, que el Leo se estaba ahogando. Ella se dio vuelta y enseguida paró el auto en la banquina, otra vez. Se bajó y abrió la puerta de mi lado. De un tirón me sacó afuera y se sentó al lado de mi primo. Le tiró la cabeza hacia atrás y me pidió que lo agarrara de las piernas, porque empezaba a temblar mucho. No dejes que se mueva, me pidió. Los ojos de mi primo se habían puesto blancos y mi prima le pedía a mi abuela que por favor lo ayudara. "Salvale la vida", le gritó. Mi abuela pasó su mano izquierda detrás de la cabeza de mi primo y le sostuvo la nuca. Con la derecha parecía no saber qué hacer, porque la tenía alzada a la altura de la boca pero estaba quieta, suspendida en el aire, como esperando. Entonces mi abuela vio algo y se quedó quieta. Dejó de moverse y pude ver cómo le chorreaban las gotas debajo de sus ojos. Los agujeros de la nariz se abrían grandes y fue como si estuviera esperando que alguien le diera indicaciones. Cuando abrió los ojos todos sus movimientos fueron muy rápidos y precisos. Sacó la mano izquierda que sostenía la cabeza de mi primo y le apretó los cachetes con sus dedos. Cuando él abrió la boca, ella metió el dedo índice de la otra mano adentro, y escarbó unos segundos. Mi primo tosió y enseguida recuperó el color. Cuando mi abuela sacó la mano de su boca tenía las dos bolitas enteras haciéndole equilibrio en la palma de la mano. Se empezó a reír y lo ayudó a mi primo a ponerse derecho. "Mirá bien esto -le dijo mientras hacía girar los caramelos delante de sus ojos- porque acá cabe toda tu vida, mocoso".
Cuando llegamos al cementerio mi abuela estacionó el auto debajo de unos árboles y nos pidió que nos quedáramos en silencio. Se escuchaba el canto de los pájaros y el viento que silbaba entre las hojas y los camiones que cruzaban la ruta. "Antes de entrar tienen que saber una cosa -dijo-. Todo lo que vean y escuchen hoy, tienen prohibido contárselo a sus padres. Si alguno lo hiciera, se va a quedar afuera para siempre de conocer los caminos".
Con mi primo nos miramos y nos reímos. Nos encantaba esa parte. Al llegar al portón de entrada mi nona golpeó las palmas, y como no asomaba nadie cruzó la mano por entre las rejas y corrió la traba. Caminamos un largo pasillo a cielo abierto, donde las tumbas estaban todas en el suelo. "¿Por qué en esta parte no hay casas?", preguntó mi hermano. "Porque acá la gente vive en la tierra -contestó mi nona- no necesitan paredes ni techos". Ella iba adelante nuestro, con mi prima que le pisaba los talones, y en eso vi que sacaba un manojo de llaves de su bolso. Lo apretó en la mano y cuando estábamos frente a una casita pintada de blanco nos dijo que ahí estábamos; no había que seguir más. Metió la llave en la cerradura y empujó una puerta de hierro oxidada y pesada. De adentro de la casita vino un fresco oscuro que me envolvió la cara. "Antes de entrar tengo que ir al baño", le dije. Ella me miró, sabiendo que yo solía hacer esas cosas. Que cuando algo estaba por pasar, yo siempre tenía que ir al baño. "Andá, entonces", me contestó, pero no demores y tampoco te distraigas. "Si escuchas el silbido, no lo sigas", me dijo. Me quedé mirándola. "¿Y si lo sigo qué va a pasar?", le grité. "Vas a tener miedo", me contestó. "Es un silbido que nos llama -siguió diciendo- pero que nos pierde. No le hagas caso. Andá y volvé rápido".
Doblé la callecita que llevaba hacia las galerías techadas y seguí unos metros. Al final había un cartel que decía "Ve despacio si llevas prisa". No entendí esa frase y me quedé ahí parado, mirando alrededor. Lo del baño era una excusa, una que siempre me había resultado. Pero ese día me sentía extraño. Me había quedado pensando en la voz de mi nono, que me gustaría recordarla o poder inventarla. Entonces escuché un susurro que me asustó. Sonaba como la última parte de mi nombre, pero algo diferente. Me quedé en silencio, rígido, detrás de una columna. Al ratito lo volví a escuchar, esta vez nítido y claro. Me estaba llamando, me decía adónde tenía que ir. Me asusté y no traté de entender lo que decía, solo sabía que lo había escuchado y me puse a llorar de una manera terrible que me cortaba la respiración. Sentí que estaba en una ciudad extraña y que me podían ver. Que podían saber lo que yo sentía. Quise llamar a mi nona pero mi voz ya no estaba. Tendría que haberle hecho caso, pensé, y me sentí tan triste que cerré los ojos. Ahora las luces de la tarde se alejaban y el silbido me habló al oído. "Ahora va a venir tu madre -me dijo- y la vas a tener que cuidar hasta que se duerma. Después te podés ir". Cuando abrí los ojos mi prima me miraba desde la curva del camino, detrás de unos arbustos. El viento le golpeaba la cara y le movía los pelos. Parecía reírse. Sentí que se acercaba y me daba la mano. Tenés que volver con nosotros, me dijo, y su voz sonaba como si fuera parte de mi estómago, como si estuviera dentro de mí.
Cuando llegamos a la casita mi hermano y mi primo estaban alrededor de mi nona. En el piso había un cajoncito pequeño, como si fuera de un niño. La oscuridad no dejaba ver de qué color era y entre las piernas de mi nona pude ver cómo el cajón tenía una tapa que lo cerraba. Mi prima le tocó la mano y ella se dio vuelta. "Acá lo traje", dijo. Yo me sentía muy débil y sé que la tristeza que sentía les llegaba a todos. Mi nona me miró desde muy arriba y me habló: "Te dije que no le hicieras caso. Andá con tu prima y volvé al auto que en un rato nos vamos". Antes de salir me di vuelta y me quedé mirándolos. Mi primo y mi hermano tenían los brazos estirados al costado del cuerpo, sin moverlos. Mi nona se agachó y levantó la tapa del cajón. Metió su mano y escarbó. Cuando la sacó sostenía algo fino y largo, de un color blancuzco. Sentí que mi prima me tiraba de la mano para irnos. "¿Qué está haciendo?", le pregunté. "Les está enseñando algo -dijo ella- algo de lo que realmente somos".
Me agarré fuerte de su mano y salimos afuera. El vestido de mi prima tenía flores y le llegaba hasta las rodillas. Antes de llegar a la entrada se dio vuelta y me miró la boca. Se quedó un rato así y movía la cabeza para los costados. Después sus ojos se encontraron con los míos y entonces ahí me habló: "Acordate de lo que dijo María, y ni se te ocurra contarles a tus papás lo que hicimos hoy".