Se supone que Donald Trump es nacionalista, se sospecha que es proteccionista, se repite que quiere crear empleo y refundar la base industrial de Estados Unidos. Esto último apela a los nostálgicos y los de cierta edad, que recuerdan –recordamos– cosas como electrodomésticos norteamericanos de excelente calidad, por no hablar de fantasmas como los Packard. Hace muchos años que en Estados Unidos se dedican a crear marcas y productos, que se fabrican en tierras lejanas.

Pero el centro del problema no es uno de modelos económicos de vasta escala, sino del implícito pacto social que rige Estados Unidos, uno de esos que no se confiesan. El empleado americano casi no tiene vacaciones, pena por tener cobertura médica, puede ser echado por capricho y con lo puesto, y envidia hasta las lágrimas las licencias médicas de un europeo o, por caso, de un argentino. Raramente tiene casa propia, excepto que viva en una ciudad pequeña, en un pueblo o en el campo, y en general lo que tiene es una hipoteca a largo plazo. Sus ahorros reales son los llamados IRA, las cuentas privadas de ahorro para la jubilación, ya que es rarísima la empresa que tenga su sistema, como era común en tiempos de los tíos. Sólo el despreciado Estado nacional te paga una jubilación sin más vueltas.

Lo que obtiene a cambio de tanta inestabilidad el empleado americano es disfrutar de la más curiosa distorsión que ofrece la economía de su país, los frutos del trabajo esclavo. Esto es fácilmente observable para el turista más casual, que gasta más en comer una semana en Nueva York o Miami que lo que gasta en comprar una laptop de primera marca. Una buena hamburguesa puede costar lo mismo que una camisa de las buenas, la entrada a un musical lo mismo que un traje, un viaje en taxi lo que una valija. Una manera fácil de espantar argentinos es contarles lo que cuesta en Estados Unidos una carie, un par de anteojos recetados, una visita del plomero, una clase particular. Una buena unidad de medida es traducir las cuentas a televisores HDTV de muchas pulgadas.

La explicación de esta distorsión es que las hamburguesas, el plomero, el dentista son norteamericanos, no pueden ser importados y no tienen reemplazo real. Los artículos de consumo viajan el mundo desde países miserables, efectivamente colonizados por multinacionales, y son producidos o en fábricas robotizadas, de muy alta tecnología, o por talleres de servidumbre. Es mejor ni preguntarse, con la camisa en la mano, cuánto ganó el infeliz que la hizo: primero hay que descontar la remarcada del negocio en EE.UU., que paga sueldos, alquiler e impuestos del primer mundo, luego el costo de flete y distribución, luego los impuestos del tercer mundo de origen y la ganancia del fabricante, para llegar a una cifra marginal.

Esta receta es la que trata de mantener la paz social en el país de Trump, la pobreza con electrónicos de consumo, la vida en un sucucho con wifi y una I-Mac de primera donde no entra tanta ropa barata, los dientes cariados y el auto nuevo. La guerra de tarifas que parece plantearse el pintoresco monstruo despertó de inmediato una alarma, la de que suban los precios al consumidor. No es apenas por una cuestión de economistas, porque estos precios al consumidor tienen que ser bajos para que el consumidor no empiece a hacerse preguntas, a comparar.