¡Colapsé! El plan de la sección Fan es hablar de una obra, y yo soy fan de muestras antológicas, de libros gordos de esos que Argentina tiene bien pocos, de los exhaustivos de algún autor. Me enamoro de los conjuntos de las obras en los lugares que están, de los procesos y de las vidas de los artistas, todo en combo. 

En qué momento, alguna vez, me distraje, subyugada en una sola obra. Después nada, ni tu vida en tu cuerpo vuelve a ser la misma. Quise estrenar el sentimiento hacia una sola obra, confiando en que la memoria haría todo.

De artista vivo o artista muerto. De amigo, conocido o desconocido. De argentino, latinoamericano, europeo, africano o chino.

Había estado en museos en Europa, Vincent me robó el corazón. 

Aunque para Fan encontré un recuerdo más cercano.

Pisando los 80, la vitalidad del arte en Rosario estaba concentrada en el Atelier Van Dyck, Maipú 662, entre Santa Fe y San Lorenzo. Cerca, una escuela de artes y los bares más lindos de la Chicago Argentina: llenos de marineras y marineros. Por entonces, quien me educaba no formalmente era la Galería Van Dyck. Luego de que apareció este recuerdo, empecé a tirar del hilo, queriendo tener fechas exactas y nombres de obras, llamé a la dueña de la galería preguntando sobre el material de esos años. ¿Saben qué? Fue donado a un caudaloso fondo de archivos en Buenos Aires.

En esa muestra de Delfo Locatelli (Rosario, 1949-2015), hubo un cuadro que parecía invitarme a subir a él para tener una experiencia ¿mística? Me cautivó algo del orden de quiero que sientas lo que yo siento. El cristo era Crista. Toda la imagen estaba afectada por un orden común, el de la geometría. El hombre en la cruz era una mujer. La cruz estaba ocupada por una mujer. Alrededor de esta escena plana y diagramática, había personas de ojos bajos entrecerrados. La sensación de que ella bajaría de la cruz y otro subiría, así hasta el fin del mundo y el principio de otro mundo: con esa promesa el pintor autodidacta traía esta imagen. Una persona rebatida, daba la impresión que iban y venían. Cierta historia del arte dice que rebaten los ingenuos, los niños y los locos. Todos tienen cierta carita en el cuadro, menos el círculo de Crista que está vacío. No busco un rostro allí. Ese círculo es perfecto, es una cuenta de un rosario desparramado. 

El espacio es azul celeste y vuela. Restos de ladrillos en mínima proporción parecen hacernos recordar alguna condición de civilización en el espacio entre mental y de cielo próximo. Los colores van del amarillo al violeta, pasando por todo el arco iris. No hay arco iris como forma, es que la ortogonalidad o la capacidad del ángulo construye ese mundo. Cada forma de esta pintura está redibujada por líneas rojas. Como si hubiera querido la forma seguir avanzando hacia nosotros, el autor entonces detiene el efecto de movimiento con líneas negras finas que se superponen al rojo. No estoy segura de si fueron primero las rojas o las negras. Las líneas son vigorosas, prometen no ya una traducción del tema, en su imposibilidad entramos al cuadro como idea.

Es una idea mental, de una Crista en el madero, bajo un cielo y sobre un cielo, donde estamos todos, tú que lees, yo que escribo, él que pintó. 

El material son ceritas derretidas, o sea el “óleo de los pobres”, aquellas ceritas escolares que se funden con una fuente de calor. En este caso, Delfo se fabricó su mesa de cristal con tubos fluorescentes debajo. La espátula en su gesto es un aliado, extiende la materia pudiendo controlarla.  El papel es el soporte, y la cerita no termina de cubrirlo. La técnica es  finalmente, aquella que precedió al óleo: la encáustica. Pero en vez de fabricarla desde sus materias primas Delfo lo hacía desde la escolaridad exquisita,  para “bajar” su condición de lector intelectual.

Para decir algo más de esta pintura, paso a enumerar las otras que estaban en la sala. Un paisaje de la costa del Río Paraná. Un retrato de Patoruzú. Un retrato de Superman. Un escritor leyendo sobre una mesa. Un mapa político de Argentina. Dos formas separadas y de dos colores, en dos pasos, se juntan. Una piedra filosofal. Una pintura expresionista abstracta. Un círculo cuadriculado en un espacio cuadriculado, de dúo de colores, y sobre ellos la palabra MEMORY. Un autorretrato. Un barco en la isla.

Con el tiempo, el autor y yo nos hicimos amigos.

Un cuadro nada lejano, una figura del intelectual, subiendo y bajando.


Claudia del Río nació en Rosario, Argentina, en 1957 y ahí vive y trabaja: desde 1989 es docente en la Universidad Nacional. En los 80 formó parte de circuitos de performance, arte-correo y ediciones múltiples. En 2002 cofundó  el Club del Dibujo, un espacio de pensamiento y acción acerca del dibujo; desde el 2006 el proyecto Pieza Pizarrón –dispositivo de arte, teatro y pedagogía– se constituyó como formato itinerante. En 2007 inició RUSA: Residencia para Un Solo Artista, en su casa taller. Fue invitada como representante argentina a las Bienales de La Habana (Cuba), la del Mercosur en Porto Alegre (Brasil), la de Medellín (Colombia) y la de Salto (Uruguay); y a muchas residencias internacionales.  Publicó Litoral y Cocacola (Iván Rosado, 2012) y Pieza Pizarrón (Club del Dibujo, 2013), e Ikebana política (Iván Rosado, 2016).