Cuando en la tarde del miércoles 27 de enero, faltando poco para las seis y luego de casi nueve horas y media de sesión, los tres magistrados que integran el Tribunal Federal Regional con sede en Porto Alegre –la cámara de segunda instancia– no solo confirmaron la condena del ex presidente Lula da Silva sino que aumentaron la pena de nueve años y medio a doce años y un mes, redondeaban algo más que una farsa grotesca y abyecta: cerraban el golpe perfecto.
Con la condena, Lula quedó inhabilitado –las posibilidades de lograr alguna autorización judicial son ínfimas– para disputar las elecciones presidenciales de octubre, en que era (¿es?) favorito absoluto.
Con eso, el trío abrió anchas, nefastas y oscuras alamedas por donde tratarán de transitar los candidatos del actual gobierno, corrupto e ilegítimo, nacido a raíz de ese mismo golpe que empezó el 12 de diciembre de 2015 y cerró su primera fase a fines de agosto de 2016.
El único objetivo del golpe que defenestró a la presidenta Dilma Rousseff –y sus más de 54 millones de electores– en un largo y arduo proceso, cuyo final estaba cantado desde el inicio, nunca ha sido otro que impedir que Lula volviese a ser presidente. Y a la vez permitir que el legado de 13 años de gobierno de su partido de los trabajadores, el PT, pudiese ser destrozado por una pandilla de corruptos y, una vez limpiado el terreno, se eligiese en 2018 –ahora, octubre– alguien de total confianza de los dueños del país.
Brasil tiene varios y tenebrosos antecedentes. Basta con recordar el del fallecido líder de la derecha Carlos Lacerda, que en la elección presidencial de 1954, cuando fue electo Getulio Vargas, acuñó una frase altamente aclaradora: “No debe ser candidato. Si lo es, no debe ganar. Si gana, no puede asumir. Y si asume, debemos impedirle gobernar”.
Los tres magistrados de Porto Alegre optaron por acordar distancias e ir directo al grano: sin una única y miserable prueba, sin siquiera un indicio claro, condenaron a Lula , que no debía y no deberá ser candidato. Siquiera tuvieron la preocupación de disfrazarlo: los tres votos se completaban, como en un juego de encajes iniciado por el juez de primera instancia Sergio Moro.
Todo eso es, por cierto, un escándalo abrumador. Las instancias superiores de la Justicia brasileña ignoraron, se omitieron, frente a un sinfín de manipulaciones arbitrarias, acciones autoritarias y hasta ilegales de Moro, el paladín justiciero de Curitiba. Y peor: también se omitieron frente a denuncias claras y contundentes de manipulaciones llevadas a cabo por los fiscales que actúan en el mismo caso, indicando que presionaron por todos los medios a los investigados. Si no incriminaban a Lula da Silva, ni pensar en alcanzar los beneficios de la “delación premiada”, o sea, de reducción de las sentencias a cambio de denuncias.
Y más: fueron insinuadas serias evidencias contra la señora del señor juez, la abogada Rosángela Moro, socia de otro causídico, Carlos Zucolotto, a su vez acusado de intentar intermediar denuncias al ex presidente a cambio de drásticas reducciones en las multas que serían aplicadas a empresas acusadas de corrupción. El autor de los disparos contra la señora esposa del señor juez y su socio fue Rodrigo Tacla Durán, uno de los operadores de soborno de la constructora Odebrecht.
Tacla Durán dispone de recibos, comprobantes de depósitos, transcripciones de conversaciones. Puede, desde luego, que nada sea cierto. Pero sigue pairando una pregunta: ¿por qué nada se investigó? ¿Por qué la simple palabra de un delator contra Lula da Silva se transforma en prueba irrefutable, y la de Tacla Durán no es siquiera oída?
En resumen: la farsa es tediosa, ofensiva, indignante. Y no hubo ni hay cómo enfrentarla y derrotarla. El golpe urdido por un hampón provinciano, un ladronzuelo habitual, el senador Aécio Neves, derrotado por Dilma en 2014, fue muy bien trazado. Contó con pleno y muy eficaz apoyo de un Congreso que abriga la legislatura de peor estatura ética y moral desde la retomada de la democracia en 1985; con el total y eufórico respaldo de los grandes medios hegemónicos de comunicación; con la contribución decisiva de un juez que actúa como acusador y de fiscales que se creen emisarios de divinidades misteriosas; y con la omisión de los instrumentos de control de la Justicia, a empezar por el Supremo Tribunal Federal, corte suprema de un país sometido a su inacción o cobardía.
Buen ejemplo ocurrió el jueves 28, cuando un juez también de primera instancia, despreciable en sus ganas de lucimiento, llamado Ricardo Leite, y que actúa en Brasilia, mandó aprehender el pasaporte de Lula da Silva. O sea, la dictadura togada instalada en Brasil desconoce límites.
La sentencia final emitida por los tres verdugos que actuaron en plena armonía con el provinciano juez acusador permite que Lula da Silva sea llevado a la cárcel cuando se rechace su recurso.
Difícilmente lo detendrán. Primero, porque podrían explotar brotes de convulsión social en varias partes del país.
Y, segundo: ¿para qué?
Al fin y al cabo, el golpe se dio para expulsar el PT del poder e impedir que Lula da Silva fuese electo una vez más. Misión cumplida ¿para qué buscar más confusión?
La historia quizá no se acordará de ellos, de sus nombres y trayectorias insignificantes. De su farsa, sí. Esos seres moralmente ínfimos cometieron algo grandioso. Tenebrosamente grandioso. Asquerosamente grandioso.
Y eso no será olvidado.