Llueve desde hace días; el rumor del agua que cae es una música asimilada y muda. Los pies descalzos de Kaygua dejan sobre la losa de la nave huellas cargadas de selva. Entre las manos sostiene la espada de Ponce de Alvarado, reconocible por las iniciales doradas y la cruz que el feroz español mandó a engarzarle en la empuñadura. Arrastra la punta de la espada y el chirrido del metal sobre la piedra es como una prensa que se cierra y aplasta el estómago de los tres soldados. Es el sonido de la muerte, están convencidos; ignoran que el indio ya no tiene fuerzas para mantener el hierro en alto. Los tres sobrevivientes, heridos, refugiados detrás del altar, reclaman piedad y vida al dios que muere desde hace casi dos mil años, sobre ellos, en la cruz.

El indio también está herido. Lo pinchó en el pecho un capitán portugués cuya cabeza Kaygua arrojó al centro de la nave, antes de entrar. La herida se asemeja a la del dios de la cruz, casi en el mismo lugar, entre las costillas. Hasta el cabello se parece al de Cristo. Usa una vincha de tiento para mantener frente y ojos despejados, con puntas del cuero secas que se erectan como los espinos de la corona de Jesús. El color de su piel coincide con el barniz marrón de la figura venerada. Los rasgos de la cara, sin embargo, difieren: Kaygua tiene el rostro ancestral de su pueblo ‑feroz, fuerte e iracundo: es el rostro de un jefe guerrero‑; el dios de madera muestra el semblante del conquistador en una versión sacrificada y pura que el indio nunca, jamás, frente a frente, le conoció.

Kaygua cree que un dios no puede tener la cara de un hombre, porque un dios verdadero no puede ser apenas un hombre. El hombre blanco quería imponerle sus dioses y Kaygua escuchaba atento y fascinado por las historias de panes y peces, de hombres sanados y resucitados, de los santos mártires y sus milagros. Pero no les creía. El hombre blanco es estúpido, además de malvado; es incapaz de reconocer lo divino de la vida y de la tierra; y ahí están como ejemplo esos tres, llorándole de rodillas a una talla de madera cuando lo más lógico hubiera sido que le implorasen misericordia a él, que arrastra la espada aún sedienta de Ponce de Alvarado. La estupidez del blanco le resulta indigna; los oye implorar a nadie, llorar su cobardía. Mataron ellos mismos a los religiosos que trajeron al hombre en la cruz y ahora le imploran a ese dios la piedad que no tuvieron para con aquellos.

Debería matarlos para vengar también a los jesuitas que les enseñaron a defender lo suyo, como si no lo hubiera sabido, pero se compadece. O simplemente está muy cansado como para partir tres cabezas más. La raíz cristiana lo tiene contaminado, aunque no lo sepa; siente culpa, teme el castigo. Y comete el primer error desde que se levantó en armas contra el opresor: les perdona la vida.

Detiene los pasos poco antes de llegar al altar; desde donde está puede ver claramente la humanidad de los aterrados portugueses. Levanta la cabeza del capitán de Sousa y la deja sobre la bandeja de plata que los jesuitas usaban para sostener el Cádiz. Kaygua dice en español,  remarcando cada proclama con un golpe de puño sobre su pecho desnudo: ¡Nuestras tierras! ¡Nuestras vidas! ¡Nuestros dioses!

Los soldados lloran y piden misericordia, ahora sí a él, que los mira con desprecio. El jefe guaraní enfunda la espada de Alvarado y sale de la iglesia con paso apurado, porque ya no soporta ser testigo de la estupidez y la cobardía. Mira la cruz en lo alto del edificio; las enormes puertas de bronce ornamentadas con escenas de la tortura al que llaman dios; glorifican el sufrimiento y rehúyen del dolor, celebran la muerte y temen morir -piensa.

Ya entrando en la selva se pregunta cómo fue que los suyos permitieron que esos seres insignificantes lograran doblegarlos por tanto tiempo; qué vieron en el blanco sus padres, sus abuelos; por qué le temían si se cagaban en las patas cada vez que el indio les hacía frente, ava morotî tekaka.

En la Iglesia, los soldados están seguros de que Cristo escuchó sus ruegos y por Él y nada más que por Él siguen respirando, dolidos y cansados. Dios obró un milagro, habrán de llamarlo el Milagro de las Misiones. Y es preciso recompensarlo; en su Santo Nombre habrán de terminar el trabajo encomendado por el rey.

Al amparo de la noche, que tardó una eternidad en llegar, los tres abandonan la iglesia y se internan en la selva en dirección contraria al campamento de Kaygua. Deben dar un rodeo largo para llegar al río; avanzan convencidos de que Dios está de su lado y ningún mal podrá interponerse a ellos. Pero Dios ha de haber estado durmiendo aquella noche, porque una yarará mordió a dos de ellos, que mueren poco antes del amanecer. El tercer soldado encuentra un fuerte portugués ya entrada la noche; está muy desangrado. Alcanza a relatar su versión de lo sucedido en lo alto de las misiones. Acusa a los indios: todos muertos, blasfeman contra Cristo y destruyen su templo, el jefe ostenta como trofeo la espada del español Alvarado. Y luego de indicar en el mapa la posición exacta del asentamiento de Kaygua, muere.

Hay que recuperar el territorio. Hay que vengar al Señor.

Los portugueses envían un emisario al emplazamiento español con el relato de lo ocurrido, haciendo hincapié en las señas dorada de la espada de Alvarado.

Por las tierras de Kaygua pasa la línea de frontera que imaginaron a cañonazos entre ambos invasores. A los pocos días acuerdan, planifican y emprenden una expedición conjunta que consta de 400 soldados (200 portugueses, 150 españoles y el resto indios y mestizos convertidos) armados con cañones, fusiles y lanzas. 

Cuando advierte el regreso del conquistador, es tarde para escapar; los proyectiles destrozan chozas y vidas; los hombres corren en busca de las armas y las mujeres en busca de un refugio para ellas y sus hijos; no hay tiempo para nada; a la descarga de los cañones sigue una lluvia de balas de fusil en una cacería brutal y despiadada. Los hombres, malheridos, todavía pretenden batallar contra el ejército del blanco; es entonces cuando avanzan los indios y mestizos al servicio del invasor, lanza en mano, para ultimar en lucha cuerpo a cuerpo a los últimos rebeldes.

Los soldados tienen la orden de matar a todo hombre, pasando por cada mujer, cada anciano, cada niño, cada bebé. Clavan lanzas en el pecho de los agonizantes y los inertes. Uno por uno rematan a los que se animaron a cuestionar la autoridad del hombre blanco nacido en Cristo.

Kaygua está inmóvil semienterrado en el barro del cráter provocado por la bala del cañón que le arrancó las piernas; todavía respira, todavía siente, todavía huele, todavía ve. Y ve al soldado indio ‑que lleva en la piel su mismo color, en la sangre su misma historia y humillación- que levanta la lanza y se la hunde en el pecho para mayor gloria del Señor.

El capitán De Moraes recupera la espada de Ponce de Alvarado, la reconoce por las iniciales de oro y la cruz en el puño. Limpia de sangre la hoja y la contempla admirado. Es un gran espada, piensa. La enfunda y mira a sus soldados recorriendo, atentos a cualquier signo de vida indio, la tierra sembrada de muertos. Están en pie los portugueses, los españoles y también los indios y mestizos del ejército español; pero De Moraes sólo ve a los blancos. Y siente orgullo del futuro de esta tierra de la que alguien dirá, cientos de años después, que sus únicos hijos son los civilizados descendientes del europeo conquistador. Camina tras los pasos de sus soldados. Mira extasiado el extenso territorio que ocupaba el asentamiento de Kaygua. Tropieza con el cadáver de una madre guaraní que sostiene un bebé inerte entre los brazos. Los aparta de un puntapié. Mira más allá de los campos de yerba mate, la selva, el río, la maravillosa creación. Cierra los ojos, complacido, y le da las gracias a la inmensa generosidad de Dios.