Toda la sala está oscura. Un cuadrado en el piso, formado por líneas blancas, marca el límite con el público. Dentro, cuelgan del techo doce exoesqueletos. Un cable de acero los sostiene a un metro del piso. Enredado en él baja otro cable que alimenta al equipo como un cordón umbilical eléctrico. Doce personas, vestidas iguales, se calzan los trajes. Se prenden las luces, suena música tecno industrial y los exoesqueletos empiezan a moverse al mismo tiempo.
Aunque la escena parece salida de la película Edge of Tomorrow, en realidad se trata de una performance en el Centro Cultural San Martín. Inferno es el título de esta obra que llevan adelante Louis-Philippe Demers y Bill Vorn, dos artistas canadienses que se plantean explorar la relación entre humanos y máquinas usando los últimos avances en tecnología.
El exoesqueleto pertenece a ese terreno difuso entre realidad y ciencia ficción. Su primera aparición se dio en la novela Starship Troopers, de Robert A. Heinlein, publicada en 1959. En esa historia, son el arma principal de los marines espaciales. Esa unión primigenia de soldado y exoesqueleto se repite en las obras que influenció Heinlein: Warhammer 40.000, Iron Man y Fallout.
Pero ese vínculo excedió la ficción. El programa de investigación de nuevas tecnologías del departamento de defensa de Estados Unidos (Darpa) es el principal financista de las investigaciones de este campo. Y si en algún momento se los consideró una quimera tecnológica, los avances de la última década en capacidad de procesamiento, materiales y baterías los volvieron una realidad. Es más, aunque rudimentarios, ya tienen versiones comerciales con aplicaciones que varían desde asistir a operarios de maquinaria pesada hasta rehabilitar a pacientes discapacitados.
Las versiones usadas en el espectáculo del San Martín son sólo de las extremidades superiores; las piernas quedan libres. Y lo más impresionante es ver a una docena de personas ejecutar el mismo movimiento al mismo tiempo. Lo que no puede la voluntad humana lo puede una combinación de software, mecánica y electrónica.
Desde fuera, la atmósfera parece opresiva en parte por los movimientos iguales, la música y el humo. En cambio, los participantes afirman que la experiencia de calzarse el traje no les produce temor. “Aunque al principio es un poco raro, a los pocos minutos te acostumbrás”, sostienen. Pareciera que, una vez más, el contacto con la tecnología borra el temor a la misma.