A Damián Tolesano.
"Quizá solo la metáfora puede dar una suerte de eternidad al estilo..."
Marcel Proust.
"Doble es del sueño, la puerta". Virgilio.
£El Sr. Z subió al colectivo y al sentarse rápidamente se quedó entre dormido; soñó que se encontraba con Martín, muerto en un accidente de autos, que a él siempre le había parecido un suicidio encubierto. Soñó que le decía: Martín ¡no puede ser, qué extraña manera de volver! Cuando despertó se dio cuenta de que se había pasado. Rápidamente descendió en Grandoli y Ayolas, lo cual era todavía más extraño. Se sentía un poco desconcertado y para colmo una neblina envolvía levemente el lugar. Hacía muchos años que no cruzaba 27 de febrero, tanto como la mitad de los años de su vida septuagenaria. Más allá del sueño que lo alejaba de su casa, el Sr. Z tuvo la impresión de que ingresaba en una zona del pasado; lo cual dicho de este modo parece referenciar un hecho real, puesto que, en su juventud, había trabajado en una fábrica muy cerca de allí, que pertenecía a la familia de Martín. Esa contactación de su sueño con un resto del pasado, con Martín en un ámbito que de algún modo habían compartido, intensificaba su asombro y una especie de vaguedad que lo impulsó a corroborar su situación. Había pensado en esperar al colectivo que lo regresara a su parada habitual, pero se dio a caminar hasta Seguí donde encontró el edificio de la fábrica en la que había trabajado. La hora de la siesta suele ser perturbadora si se tienen ciertos hábitos que son interrumpidos por una circunstancia coyuntural. Miró el deterioro de las paredes, la torre del tanque de agua, el lugar evidentemente abandonado y sintió un dejo de tristeza. Pensó en lo absurdo de ese sentimiento que contrastaba con la sensación constante en ese pasado, de haber sido un extranjero. En cambio, ahora, detenido en el tiempo de una esquina subalterna, y gracias a la duración de los instantes intemporales que recomponen el esporádico retorno de una vida extinta, se percataba de que algunos de sus compañeros de entonces, Gorosito, Molina, Armendáriz, Mansilla, Maldonado... Los rostros y los nombres, pese a los muchos años y la ausencia, retornaban a su intimidad. Recordó con beneplácito, como ellos, con razones sencillas demolieron sus prejuicios de entonces, recordó con la fuerza de múltiples imágenes lo que habían compartido y ese recuerdo, originado en el tiempo de un deseo inmortal, abolía el tiempo de una muerte indiferente, aplastada por la mirada de lo invisible donde surge el misterio de la belleza. Esos recuerdos lo cercaban, cuando un joven que pasó a su lado dijo en voz alta: Doble es del sueño la puerta. Quiso preguntarle como conocía ese verso, pero otro hombre que descendió de un automóvil, señalando hacia el edificio, le preguntó: ¿Esa es la fábrica? Iba a responder: Sí, pero, titubeó unos instantes y respondió: No. El hombre lo miró sorprendido ¡Ah ¿no?! Entonces, ¿cuál es? No sé, respondió. Usted ¿Qué busca? El hombre lo miró seriamente: ¿Usted no es de la administración? No, no, balbuceó... El hombre se dirigió a su coche y mirando seguramente el reloj en su muñeca se acomodó, previsiblemente, en una espera. El Sr. Z quedó perturbado. Su oficio le permitía distinguir una metonimia habitual en el habla de la gente, pero esta vez, en el contexto de sus emociones y de su conocimiento del barrio, no pudo admitirla; sintió que hubiese sido como admitir que la fábrica era el edificio, el terreno, y no la vivencia de los obreros, el trabajo que producía un objeto elaborado. Por supuesto, abolido ese pequeño mundo por las contingencias de las épocas, solo quedaba un viejo edificio en un espacio que ahora se llenaría... ¡vaya a saber de qué! Sintió que la realidad física del edificio no definía lo que le había dado su sentido a su tiempo y a su hora y una especie de derelicción lo instó a tomar una decisión. El Sr. Z había pasado la mayor parte de su vida dando clases de lógica, siempre sintiendo que esas clases eran su mayor posesión. Por eso, pese a su jubilación, había seguido dando clases y ahora comprendía algo ilógico en ese propósito, algo que intentaba contrarrestar el paso del tiempo. "Debería haber dejado en su momento -se dijo-, cualquier momento se sucede a cada instante hasta la última proposición enunciada y cada uno de ellos no es más que un punto en la oración, que impone el silencio a la proposición consignada".
La hora de la siesta suele ser perturbadora si se tienen ciertos hábitos que son interrumpidos por una circunstancia coyuntural; un poco perdido por la extraña pululación de sombras que alentaba su extrañamiento y su soledad advirtió que el proceso poderoso del día lentamente iba progresando y que la gente comenzaba a salir de sus casas. Le complació notar que no lo notaban, que solamente era uno más que espera, en la parada, el colectivo que lo trasladará a alguna parte. Por un momento, tuvo la extraña impresión de que a sus espaldas, el barrio se iba modificando y un gran espacio vacío prologaba el espacio de la villa tal como era antes. Trató de ignorar la visión con la certeza de que era una ilusión de sus sentidos, un poco afectados por sus emociones encontradas, pero volvió a girar su cabeza y vio como antaño que la gente se arremolinaba alrededor de dos hombres que se disponían a pelear. Uno, muy pequeño, con una barreta y otro, mucho más grande con un puñal. Asombrado volvió a ignorar la escena, a la que había asistido un sábado a la mañana a la salida de la fábrica. El hombre mayor trastabillaba con la barreta y el más chico arrebatándole el cuchillo se lo hundía en el pecho. Ahora no precisó darse vuelta, el recuerdo le impactó en el pecho donde apoyó su mano, como si el que sufriese la mortal herida fuese él. Pero, en realidad algo le pasaba, porque sintió que se iba desmoronando y vio los rostros de algunos transeúntes que se arremolinaban alrededor y le hablaban pero él ya no podía contestarles. Una muchacha rogó: "¡Dios mío, ¡ayudalo?". El Sr. Z quiso decirle que su Dios era una hoja en blanco en la que trataba de escribir, pero no pudo. Las imágenes y los sonidos se iban diluyendo. Cuando el colectivo llegó a su última parada, el conductor comprobó que el Sr. Z recostado en el asiento, seguía soñando.