Si tal como indica Lacan, la intervención analítica se orienta de forma tal de irrealizar el referente, propongo considerar que ‑habida cuenta de la transferencia de amor y saber que el paciente deposita en el Otro‑ la principal función del cuerpo del analista en la sesión es la de ausentarse, la de hacerse un hueco, la de no ser más que semblante. Incluso hoy que se practica el psicoanálisis por medios virtuales, basta verificar la sorpresa que experimenta el sujeto cuando ‑durante una sesión por Skype, por ejemplo‑ el practicante corre la pantalla del campo de visión, o deja ver una mano, un zapato o una lapicera. Es que de alguna manera se trata de hacerse objeto, una suerte de objeto vacío para que así tome cuerpo lo imposible de decir: esa incompatibilidad del deseo con la palabra a la que Lacan hace referencia en Dirección de la Cura. Desde esta perspectiva, así como la palabra del analista instala el sujeto supuesto saber que constituye la transferencia simbólica, su abstinencia habilita el "Otro supuesto gozar" de la transferencia real, el mismo que al Hombre de las Ratas lo hace levantarse por temor a que Freud ‑sereno y quieto allí en su asiento‑ le pegue, tal como en su fantasía amenazaba hacerlo el Capitán Cruel y antes, su propio padre.
Esta posición, que requiere de una presencia al solo efecto de hacerla sustraer, se hace sentir desde los más mínimos, aunque no por ello, menos significantes detalles. Desde correr la mirada cuando la persona se quita el saco o acomoda el portafolios, hasta evitar que el sujeto se vea mirado cuando el analista se in‑corpora (¡precisamente!) para atender un timbre; y desde la decisión de estrechar la mano o dar un beso hasta cortar la sesión cuando el impudor insinúa su sombra (por ejemplo, en el intento reiterado de la bulímica por contar todos los vómitos de la semana). De esta forma el cuerpo del analista juega una partida de presencias y ausencias cuyo propósito no es otro que el de propiciar un vacío para aquello que no tiene respuesta. De hecho, Lacan elige la frase "No es eso" para ilustrar ese hueco desde siempre insalvable que un análisis debe hacer presente, de forma tal de propiciar un cambio de posición ante una demanda pulsional que, por imposible de satisfacer, da lugar al síntoma.
Solo así resulta posible sostener la posición de testigo que el mismo Lacan describe al ubicar la presencia del analista como causa para un trabajo, cuya esencial condición radica en la transferencia de goce (léase angustia) que el paciente efectúa durante la sesión. No es para extrañarse entonces que la sola razón por la cual Freud inventó el uso del diván fuera su propia comodidad, si por ésta entendemos la manera de asimilar la carga que el cuerpo del analista recibe al asumir los múltiples roles que la subjetividad de cada paciente le asigna en el transcurso de una experiencia analítica. Por algo, al referirse a las consecuencias que la práctica puede deparar a un analista, el descubridor del inconsciente hace una directa referencia al cuerpo: "Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que moran, apenas contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado para la eventualidad de no salir indemne de esta lucha" (1)
(1) Sigmund Freud, "Fragmento de análisis de un caso de histeria" en Obras Completas, A.E. Tomo VII p. 96.
*Psicoanalista.