Lo distintivo de Hablemos de amor, del italiano Sergio Rubini, es que, si se presta atención, ya en los títulos del comienzo hay un indicio muy claro de qué es lo que se verá a continuación. Entre las placas de las compañías que producen esta película, que llega a las pantallas locales con tres años de demora (se estrenó en Europa en 2015), hay una en particular que hace temer lo peor. En ella se ve un pequeño cuadrado azul sobre fondo negro, en el que con letras blancas puede leerse: Nuevo Teatro. En efecto, pasada la hora cuarenta que dura Hablemos de amor, todos los temores que estas dos palabras pudieran haber generado se habrán cumplido con precisión profética.
¡Teatro filmado, teatro filmado! Es la conclusión con algo de acusatorio que suele sacarse cuando una película reproduce el mecanismo de colocar a sus personajes en un living para hacerlos parlamentar de principio a fin. A pesar de que en este caso la escena se extienden a todos los ambientes del departamento romano en el que vive una pareja de escritores, incluida la terraza, la esencia es la misma. Y aunque es imposible no mencionarlo, bien podría ser un detalle menor si este espacio hubiera sido aprovechado cinematográficamente. Algo que no ocurre. Salvo en el plano secuencia con el que comienza, en el resto de la película la cámara se limita a estar ahí, como un espectador en su butaca, inmóvil incluso cuando se mueve. No hay mirada cinematográfica ni en la puesta ni en el encuadre ni en el movimiento. Entre los estrenos de esta semana se encuentra Vergel, de Kris Niklison, cuyas acciones también transcurren casi por completo dentro de un departamento y a la que se le pueden discutir muchas cosas, pero nunca su logrado trabajo de construcción cinematográfica. En Hablemos de amor no hay nada de eso. Lo que hay, en cambio, es un festival de excesos actorales.
Drama de parejas jugado desde la comedia, en el que la pareja que vive en el fatal departamento recibe la visita de sus mejores amigos, quienes no tienen mejor idea que ir discutir su divorcio en casa ajena, el film no solo resulta tosco desde lo cinematográfico, sino también limitado en términos dramáticos. Sus personajes recorren cuanto estereotipo exista: políticos, sociales, de edad, de género e incluso de nacionalidad. La forma en que los cuatro hablan a los gritos, como si no hubiera mejor detalle de color para retratar la “italianidad”, hace que Hablemos de amor se convierta pronto en un irritante y muy completo ejercicio de lugares comunes. Una película neurótica a la que el propio Rubini demuele en un intento de ironía final, haciendo que el más impresentable de sus personajes afirme que los neuróticos son los que “hacen avanzar al mundo”. La frase no parece un toque de humor autoconsciente.