El cuento por su autor

O la lengua la uso uno, o la lengua es usada por dos. O por varios. Pero, digamos, que en esas dos posiciones estriba la historia de la lingüística moderna. Y, de ahí, a la literatura. O viceversa: la literatura es también una forma de reflexión que a veces apunta más al hueso que cualquier otro discurso con formación más abusivamente científica. 

Mijaíl Bajtín, cuya historia ya forma parte de cierta doxa para cualquiera que haya pasado por algún pasillo de alguna facultad de Humanidades, criticó duramente esta idea de la lengua como un sistema abstracto. Usado por una especie de hablante ideal que armaba oraciones exactas, lógicamente coherentes. Ese modelo sigue imperando, mal o bien, en la manera en la que se reflexiona sobre la lengua en el Secundario, ese espacio que todavía se debate entre el adoctrinamiento y la formación de pensamiento crítico. Bajtín decía que la unidad mínima de la lengua es dialógica: la lengua es siempre algo hablado realmente, tangiblemente, construido por alguien que no es un hablante primero o adánico, sino que retoma una cadena de cosas que se dijeron antes y apunta a ser respondido por un hablante posterior. Estas cosas, que se escribieron en la primera mitad del siglo XX, aún hoy resultan totalmente novedosas, en un mundo que se entrega a la tecnificación del saber. Lo vemos todos los días: si alguien no tiene un fundamento científico para lo que dice, está hablando de más. Por eso está bueno hablar de más, y siempre es más interesante la charla sin fundamento que la exposición. 

La literatura habla de más. Dice más, dice tanto de más que, a veces, consuela saber que es literatura, y que no por eso habría que hacerle caso. Total, es ficción. Sobra. Por eso me gustó pensar que este breve cuento se sostiene en un momento de ocio entre dos personas pobres que hablan, porque pueden. Porque todavía pueden. Porque sobran y hablan de más. Y, en ese sentido, tiene mucho de Rulfo y de Saer: de haberlos leído, claro. De interesarme por las cosas que ellos cuentan. Un diálogo entre gente que no tiene nada, o tiene muy poco. De ahí, a la larga, salen las mejores cosas.


 

Carne de caballo

 

Por Fernando Bogado

 

–Mirá qué boludo el perro con el agua.

–Sí, mirá. 

–¿Pensará que es un animal? Mirá cómo abre la boca. Es cachorrito, 

pobre. 

–Yo conozco perros grandes que siguen haciendo la misma pelotudez. 

–¿Vos decís? 

–Sí. El Chaco, por ejemplo. Era un perro que tenía, mezcla de ovejero y no sé qué más. Callejero. Callejero de nacimiento y de calle. Salía todo el día. Le abría la puerta a la mañana y recién a la noche venía. Estaba todo el día afuera. De un lado para el otro. Vos sabes que lo conocían todos. Era más el perro del barrio que perro mío. Salvaje, pero bueno. Llegaba mansito y cansado, a la noche. Se tiraba a dormir y al otro día de vuelta. 

–Mirá qué lindo. Yo siempre fui de perros. Nunca me gustaron los gatos, son ariscos, no se dejan acariciar. Y aparte no los entiendo. 

–Los gatos son de hacer la suya, ese es el tema. 

–Eso mismo. Eso es lo que no sigo. Siempre haciendo las suyas. Un perro es compañía. Un gato es como un ser humano más. Un perro es un perro. Te cuida y respeta hasta cuando no le das de comer. Yo por eso siempre prefiero los perros. No tenés para comer y ellos se arreglan, hacen la suya pero te acompañan. Y si estás mal, se preocupan. Por eso hay más gatos abandonados que perros. ¿Para qué vas a querer un bicho al que no le importa nada de lo que te pase? Es cosa lógica, según mi entender. 

–Sabés que tenés razón. Vas por cualquier hospital y encontrás gatos dejados, ariscos y muertos de hambre, que sólo se hacen los cariñosos para ver si le soltás algo para comer. Eso con los perros no pasa. Será por eso que, cuando se ve un perro muerto de hambre, te agarra más lástima que con un gato. 

–Pero seguro, Sánchez. Eran otros tiempos, pero tuve una piecita que alquilaba en el hotel de Obligado y Lamadrid. Resulta ser que el de la piecita de al lado tenía un gato que maullaba todas las noches. Y era cosa que casi gritaba, como si fuese el llanto de un bebé. Y me daba piel de gallina. Ni se podía dormir. Era como un bebé llorando, y llorando, todas las noches. Me fui del hotel de tan harto que estaba del asunto. Imaginate, todavía tenía que ir a trabajar, bien de temprano, y si no dormía no rendía. Y siempre fui muy responsable, y eso del gato y de no poder cerrar un ojo a mí no me iba. Por eso no quiero a los gatos. Son bestias salvajes, los que tienen gatos tienen que ser muy especiales para andar con ese tipo de bichos. 

–Y es que el gato, no sé si sabés, no reconoce la mano del que le da de comer. Ven la comida. Eso no pasa con los perros. El perro ve al dueño, está atento a esas cosas. 

–Miralo al perro. Cómo juega. 

–Sí, no. Qué lindo ser perro. Así uno va tranquilo y se entretiene. El hombre es el único animal que mata porque puede. No como los perros. Si un perro mata es porque está cuidando al dueño, está pasando por una situación de peligro. El hombre mata por diversión. 

–Por diversión misma, sí.

–Te digo más, yo sé de esas cosas. Vengo del sur, de Río Negro. San Antonio Oeste. Es un pueblo cerca de Las Grutas. Ahora es un balneario, lo están poniendo lindo, pero cuando yo vivía allá no había nada. Hasta tal punto que había cachos de tierra que se disputaban entre los paisanos. 

–¿Se la disputaban? 

–Sí, así como le digo. A punta de cuchillo. Había duelos y esas cosas, pero yo estaba ajeno a todo eso. A mí nunca me interesó tener tierra. Siempre fui medio solitario. Desde que dejé San Antonio nunca volví. Fui de un lado al otro, haciendo lo que a mí me parecía. Y suelto, siempre suelto. 

–Así como se viene al mundo, sin nada. 

–Así mismo. Claro que hay veces que se lamenta. Ni tener una casa o familia… Bueno, ahora podría lamentarme, pero estoy charlando con usted. 

–Claro que la charla es buena, sí. Tranquilo, que hay sombra para rato y podemos charlar. 

–Cierto. Cuestión que le contaba que cuando vivía en San Antonio Oeste… 

–Mire cómo salta el perro… 

–... Qué lindo, sí. Bueno, en San Antonio Oeste yo solía cazar. Tenía una escopeta que era de mi abuelo… 

–¿Sabe de armas? 

–Sé lo que hay que saber, que es dispararlas. O aguantar entre tiro y tiro a que se enfríe el caño. Esas cosas de armas, pero más no. Nunca me gustaron. 

–A mí tampoco, me dan miedo. 

–A mí también. Mi abuelo decía que las armas las carga el diablo. Pero no por eso dejaba de salir a cazar. Igual, no por deporte. Había que salir a cazar. Yo he pasado noches sin comer porque mi abuelo no había podido cazar nada. Tuve que aprender a cazar para comer en el día, o en la semana, dependiendo el tamaño del bicho. 

–Claro, es cosa de sobrevivir. 

–Claro. Acá, en la ciudad, pocas veces he cazado. De vez en cuando voy para el lado del río y voy pidiendo los pescados que sacan algunos que están ahí por divertimento. Los destripo ahí y los cocino en un fueguito. Alguna que otra vez agarré alguna paloma para comer. Pero siempre rescato algo de comida de algún lado. 

–Claro, sí. Te comprendo. 

–Pero allá no. Allá no hay nada. Es sólo el horizonte y el hombre, y los animales que pueden llegar a pasar de momento a otro. 

–¿Qué cazaba? 

–Mulitas, la mayor parte de las veces. Por ahí algún jabalí que ande suelto, aunque ya en esa época era difícil de encontrarlos. Ahora, me imagino que el pobre bicho ni debe figurar en el campo. 

–Y, las cosas cambian. 

–Y sí. Resulta que una vez, hablando de perros, me pasó algo muy raro con uno de los bichos que tenía cuando vivía en lo de mi abuelo. 

–¿Y su padre? 

–Nunca lo conocí. Mi abuelo fue como mi padre, y mi abuela como mi madre. Mi padre me habrá tenido de jovencito y se habrá ido, o algo le habrá pasado, porque difícilmente tenga recuerdos de mi padre o mi madre. Desde que era niño, lo único que recuerdo es a mis abuelos. 

–Que lo habrán querido mucho. 

–No sé si me habrán querido, pero sí me dieron techo y comida. Y eso se agradece más que el amor, a la larga. 

–A la larga sí. Porque eso es una forma de amor, también. 

–Claro que lo es. Y, bueno, resulta que yo era pibe, tendría unos trece o catorce años, y era la segunda o la tercera vez que iba a cazar. Eso no me acuerdo, pero todo lo demás sí. Me acuerdo cuando salí a cazar por primera vez. La impresión de darle garrotazos a la primera mulita que cacé. 

–¿Cómo comían la mulita? 

–Mi abuela solía hacer mulita al horno. Le llevábamos el bicho, y ella le sacaba la carne del caparazón, los pelos, y cortaba la carne para meterla en el horno. Salía rica y, la verdad, por más simpático que me caía el bicho, el hambre siempre pudo más. 

–El hambre es parte de nuestra naturaleza. Hay que comer. 

–Sí, claro. Eso decía mi abuela siempre que miraba con cara rara la comida. Decía “hay que comer”, y me servía más, y me miraba con ojos como de furia. Y yo ahí comía. Pero las mañas se me fueron yendo con el tiempo. Ya después nunca tuve reparo con nada que venga sobre un plato ni nada de eso. 

–Me contaba, entonces. 

–Sí, me distraje pensando en mi abuela. Fue como mi madre. Bah, fue mi madre. Y mi abuelo mi padre, y esas cosas tienen su peso en la vida de uno. 

–Lo tiene. Si te cuento yo. 

–Ya me vas a contar, que tenemos tiempo. 

–Tiempo sobra. 

–Tiempo sobra, sí. Bueno, cuestión que ese día que le quería contar era mi segunda o mi tercera vez cazando solo. Mi abuelo tenía cada tanto sus achaques, y yo me tenía que hacer cargo de buscar comida. Por esa época, había barbaridad de mulitas en el campo. Y también otros bichos, como los jabalíes. Lo que son las cosas, nunca antes me había encontrado con un jabalí. Si lo hubiese encontrado con mi abuelo, seguro que la historia hubiese sido otra, pero no pasó. Era yo, yo sólo, con la escopeta del abuelo y el perro que me acompañaba. Duque. El perro era de mi abuela, pero siempre salía de caza con nosotros. Era un perro mansito. Se notaba que estaba como entrenado para cazar. El abuelo disparaba y Duque salía corriendo y agarraba al bicho y lo liquidaba si estaba herido pero no muerto. O lo marcaba, sentándose al lado. Esperando a que llegue mi abuelo. Cuidándolo que ningún otro bicho venga a llevárselo. Y también era útil para escarbar en los agujeros de las mulitas. 

–Sí, los perros son animales fieles. 

–Sí, muy fieles. Muy amigos y compañeros. El Duque era como un humano más ahí, como un hombre más que me ayudaba y me hacía compañía. Bueno, el día en cuestión salimos a cazar Duque y yo. Tenía un miedo que ni te cuento. Me daba mucho respeto tener el arma de mi abuelo. Tenía que ser cuidadoso de que nada se rompa. Además de no pegarme un tiro en un pie, por ejemplo, que era cosa que mi abuelo me había advertido y me había dado mucho miedo al contarme de un amigo que había perdido un pié por un disparo que se le escapó mientras caminaba con la escopeta apuntando al suelo. 

–Hay que ser cuidadoso con las armas. 

–Las carga el diablo, claro. 

–El perro de ahí sigue con el agua. Mirá como chapotea. Qué lindo. 

–Lindo bicho. Será cosa de que a lo lejos, ese día, que era de mañana, porque se salía muy temprano a la mañana a cazar, como para sorprender a los animales antes de que sea más tarde y todo se anime un poco. A lo lejos, digo, vi como una sombra que venía rápido para mi lado. 

–No me diga que era el jabalí. 

–El jabalí mismo que le cuento. Ese jabalí. Iba como rápido y después lento. Como si estuviese atacado de algo, iba y venía, a lo lejos. Se acercaba y después parecía que se alejaba. Toda una cosa muy rara. 

–Rarísima. 

–Sí, claro. Rarísima. Cuestión que me apoyo en el suelo como para dispararle un tiro y llevarlo a mi casa para comerlo. Me pareció que iba a ser mejor que una mulita. Así que era cuestión de pegarle el tiro en el momento justo, en alguno de esos momentos en que el animal iba más lento o reposaba. 

–Se nota que tenías buena puntería. 

–Y todavía la tengo. Como te dije, con el arma sólo se disparar. Todo lo demás me parece que son cosas que le interesan a la gente que no dispara su arma, que la tiene sólo como algo de colección. 

–Puede ser. 

–Te aseguro que es. Me apoyo firme en el suelo, con el Duque al lado. Apunto, a lo lejos. Miro con atención. No sé si seré yo o qué, pero de lejos la bestia estaba quieta como si yo no estuviese ahí. 

–¿No te miró ni nada? ¿No se dio cuenta de que andabas por ahí?

–No, para nada. No me vio, ni parecía que notaba que estaba ahí. Por ahí estaba acostumbrado a ver personas por la zona, no sé. Los animales se asustan de lo que no conocen, como algunas personas. Me apoyé firme. Apunté y disparé. 

–¿Le dio? 

–Ahí está la cosa. No le dí. Siempre confié en mi puntería, pero esa vez me falló. Y ahí el animal se da cuenta de que estoy con ganas de cazarlo con la escopeta, y arranca en dirección hacia mí. 

–Qué barbaridad. 

–Yo no lo podía creer. Del miedo, me quedé como petrificado, viendo cómo el bicho arremetía con todo hacia mí. Es una bestia imparable, el jabalí, cuando está enojado. Y ese jabalí estaba enojado. 

–No te puedo creer. ¿Y qué pasó? 

–Mirá si serán fieles los animales. El Duque, que estaba al lado mío, salió como para parar al jabalí, y se puso justo en el medio del camino del bicho. Y plam. El jabalí lo agarra al Duque. 

–No, pobre animal, por dios. 

–Pobre animal. Lo revolea un poco y sale corriendo para el otro lado. Yo, duro. Una estatua. No me podía mover del miedo. Hasta que lo veo al Duque tirado al lado y medio que reacciono. Todo esto que te cuento duró segundos. Pero fue como ver todo como si fuese lento, paso por paso. Como si todo hubiese durado más. Lo que es la cabeza. 

–Traicionera, es la cabeza. 

–Traicionera, sí. Lo miro al Duque y miro cómo el jabalí se va para el horizonte, sale corriendo para allá. El Duque estaba tirado, con la lengua afuera. Todavía estaba respirando, pero tenía todas las tripas para afuera. 

–¿Las tripas? 

–Sí, todo para afuera. Todo el pasto lleno de sangre y el Duque apoyado en el pasto y la sangre con la lengua afuera y las tripas para cualquier lado. Tenía abierto el lomo de una punta a la otra. 

–No me diga. 

–Le digo, y le digo más. Mi abuelo, que vivió en San Antonio hasta que falleció de viejo, en su cama, de vaya uno a saber qué cosa. Mi abuelo, despierto, conocedor, llevaba siempre en el bolso aguja e hilo por si le llegaba a pasar algo en el medio del campo. 

–Claro, no hay nadie ahí para ayudarlo. 

–Qué va a haber. No hay nadie, ni un alma. Ni hospital, nada. No hay nada para ningún lado, mire por donde mire. Y ahí nomás había que cerrarse las heridas, para no sangrar. Y después pasarse alcohol o algo, una vez en la casa. Pero ahí, en el medio del campo, había que hacerse el médico y el enfermero de uno. 

–Como en la vida. 

–Más que en la vida. Había que estar más atento a cuidarse uno que a cualquier otra cosa. Entonces, rápido, saco el hilo y la aguja y me tiro al suelo para socorrerlo al Duque. 

–No me diga que usted se puso a coser al perro. 

–Sí, claro que lo hice. Era un amigo más, era un familiar. Tenía que salvar a Duque. Agarro aguja e hilo y empiezo a meterle las tripas adentro y a coserlo desde cerca de los huevos hasta el centro del lomo. 

–¿Y no lo mordió el perro? 

–Qué va a morder si apenas respiraba. Con la lengua afuera y todo lloraba y se quejaba, pero ni podía mover la cabeza. Y lo poco que la movió, yo la paraba con la rodilla, como haciendo muy poca presión en el cuello de Duque, como para que no reaccione mal y me muerda. 

–Qué va a morder, si el perro sabe. 

–Sí, pero la desesperación es traicionera. Andá a saber si saltaba con cualquier cosa y me mordía mientras trataba de salvarlo. Porque yo quería salvarlo, yo quería que el Duque salga de ahí vivo, me entiende. El animal se puso en el medio del camino para salvarme, y yo tenía que salvarlo. 

–¿Y qué pasó? 

–Lo cosí como pude. Había aprendido a zurcir ropa con mi abuela como para que me durara más, pero coser a un animal, coser a algo vivo, nunca antes lo había hecho. 

–¿Pudo coserlo? 

–Y, será cosa que, a mitad de estar cosiéndolo, el perro como que deja de respirar. 

–Se murió, pobrecito. 

–Se murió, sí. No resistió el dolor, o la sangre que perdió como que lo liquidó antes de que pueda recuperarse. 

–¿Y qué hiciste? 

–Y, terminé de coserlo. Medio que lloré un poco, por los nervios y el miedo, no me da vergüenza admitirlo, lloré ahí porque tenía miedo, porque no quería que Duque se muriera. Pero se me murió igual, y yo igual terminé de coserlo, y dejarlo cerradito, cerradito para después enterrarlo. 

–¿Lo enterró ahí mismo? 

–Hice un agujero, lo tiré y cerré el agujero. En el campo no se puede decir que todo dure mucho, así que no sé si después, a la noche, los bichos carroñeros se lo habrán comido al Duque o no, o lo habrán dejado en paz. 

–¿Y no viste después qué pasó con eso que hiciste? El agujero, digo, al otro día. La tumbita del Duque? 

–No, yo no lo vi. Lo habrá visto mi abuelo, que dos días después se arregló a la fuerza y salió a cazar porque no había nada para comer. 

–¿No lo acompañaste? 

–No, de la impresión, no salí a cazar por unos días. Le tenía miedo a todo, miedo a los puntitos en el horizonte, que me parecían que eran jabalíes que venían a comerme o algo de eso. La verdad es que no, no podía salir, no podía con la escopeta. Después tuve que animarme de vuelta, por temor a que la abuela me diese de golpes de nuevo, y cachetazo va, cachetazo viene, le tenía más miedo a quedarme adentro que a salir a ver cómo me iba afuera. Además, la abuela me pegaba con saña, y me decía que yo le había matado al Duque, que había sido porque era un inútil que al perro lo agarró el jabalí ese. Pero son cosas que ya pasaron, y por eso puedo hablar ahora de eso y recordarlo y hasta me da un poco de risa esa época de mi vida que ya pasó. Después los viejos se murieron, y no les guardo rencor, porque hicieron hasta donde pudieron conmigo. Pero a veces, uno nace en el día equivocado o con la estrella equivocada, y eso lo persigue a uno hasta la tumba. 

–Lo persigue, sí. 

–Me acuerdo que lo primero que trajo mi abuelo cuando volvió a cazar después de la muerte del Duque fue caballo. Carne de caballo. Cada tanto había algún que otro caballo viejo suelto por el campo, y a esos animales se los dejaba en paz, o se los usaba para alguna cosa fácil, pero nada de ensillarlo, porque eran ya de huesos frágiles y se lastimaban seguido. Y mi abuelo no tuvo mejor idea que pegarle un par de escopetazos a algunos caballos para comerlos, porque no había nada, y porque yo tenía miedo de salir de vuelta al campo. Es rica la carne de caballo, igual. 

–¿Es rica? 

–Sí, es sabrosa. Eso sí, muy roja. Como si le sobrase sangre al caballo. Roja, y dura, y con gusto raro, pero rica.