“¿Se puede encontrar un comun denominador en el trabajo y el pensamiento de Ursula K. Le Guin?”, se preguntó alguna vez Theodore Sturgeon, uno de los autores más clásicos de la ciencia ficción y también uno de sus primeros renovadores. “Problemente no, pero hay ciertas notas en sus orquestaciones que aparecen de manera repetida y con fuerza. Un miedo cauteloso sobre la deriva de la democracia hacia la dictadura. Celebraciones del coraje, la fortaleza, el riesgo. Lenguaje, no sólo amado y con forma, sino también investigado en todos sus aspectos: llamemos a eso, tal vez, comunicación. Pero por sobre todo, en terminos casi sobrenaturales, Le Guin examina, ataca, desabrocha, desmonta y expone nuestras nociones de realidad.”
Autor del eterno Más que humano, su particular oda gestáltica, Sturgeon fue algo así como uno de los eslabones perdidos entre los primeros autores de la ciencia ficción, mas interesados –fanatizados– por la ciencia, y los renovadores del género a partir de la segunda mitad del siglo pasado, interesados mas en la otra parte de la etiqueta, la ficción. O, como dijo alguna vez J. G. Ballard, en dejar de lado el espacio exterior para preocuparse por el espacio interior. Nudista, rebelde e iconoclasta, Sturgeon incluso fue el primero en plantearse a los géneros sexuales como una construcción cultural en su olvidada novela Venus mas X, por lo que Le Guin la consideraba como la única precursora de lo que ella intentó hacer en La mano izquierda de la oscuridad.
El punteo que Sturgeon hace de los intereses de Le Guin, en realidad, también suena como un resumen de esas dos vertientes de un universo –el de la ciencia ficción– que ella leyó durante su infancia, y pasados los 30 años descubrió cómo el único patio de juegos donde desarrollar eso a lo que supo que se dedicaría desde que tenía 6 años, la escritura. Lo resumió de esta manera: cuando envió a una editorial su primera novela, recibió de regreso una elogiosa carta de rechazo y por sus primeros poemas publicados le dieron ejemplares a modo de pago; mientras que por su primer cuento de ciencia ficción recibió un cheque a la vuelta del correo. Y la seguridad de que había editores, revistas y también lectores esperando más historias.
Celebrando la valentía y al mismo tiempo cuestionándosela –esa particular dialéctica entre la vieja y la nueva guardia– en sus cuentos y novelas, Le Guin comenzó escribiendo como un hombre hasta que se dió cuenta que eso tampoco importaba. Pero no importaba porque la ciencia ficción era un reino que, como los que exploraba en sus historias, estaba ubicado en los márgenes, donde las reglas habituales no se aplicaban. O, como más de una vez confesó Le Guin, se aplicaban sólo si servían a sus intereses. Y sino, se las ignoraba. Algo que ella supo hacer con ganas, siguiendo las huellas de los que habían caminado por ese camino antes que ella. Como Ray Bradbury, por ejemplo, que se había atrevido a romantizar Marte. O Sturgeon mismo. A su lado había paranoicos como Philip K. Dick, expertos gubernamentales en guerra psicológica como Cordwainer Smith, o mujeres expertas en inteligencia militar que escribían bajo un seudónimo masculino, como James Tiptree Jr. Había lugar para todos los que quisieran atreverse a explorar esos limites, y Le Guin –que entre sus 20 y 30 años llegó a completar cuatro o cinco novelas que nunca encontraron editor– no dejó pasar la oportunidad.
Para los que comenzamos nuestra educación literaria con la colección Minotauro, dos de las novelas más desconcertantes fueron La intersección de Einstein, de Samuel R. Delany, y La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin. Como no lo consignaba la información que venía con el libro y no había una foto del autor, recién mucho tiempo después supimos que Delany era negro y luego, gracias a internet, el detalle de que era gay. Pero si lo hubiésemos sabido entonces, lejos de alejarnos de su obra esos detalles no sólo nos hubiesen acercado aún mas sino que la hubiésemos podido descifrar mejor. Porque eso fue lo que hicimos con la de Le Guin, que confesó en su momento haber pensado que el mundo eminentemente masculino de la ciencia ficción se iba a enojar con lo que intentó hacer con La mano izquierda... y en cambio descubrió que la celebraron. Fueron algunas feministas las que se enojaron con ella, por no haber sido más valiente.
A partir de entonces, Le Guin intentó serlo y siempre fue un poco más lejos: con Los desposeídos se atrevió a una utopía anarquista, con El nombre del mundo es bosque cargó contra la guerra de Vietnam. Y cuando regresó a Terramar, con Tehanu, lo hizo para poner a una mujer como protagonista. Lo más fascinante es que terminó convirtiéndose en la encarnación del espíritu de la ciencia ficción, tomándose tan en serio las posibilidades del medio, que –como escribió John Clute en su obituario para The Guardian– al final de su carrera esa responsabilidad terminó pesándole demasiado a su obra. Pero justamente eso fue lo que le permitió defender hasta el fin las posibilidades transformadoras y revolucionarias del género, criticando sus vertientes apocalípticas respecto al cambio climático o dedicadas a los zombies, que parecen resumir lo que hoy se entiende como ciencia ficción. “Creo que tenemos miedo de lo que realmente está pasando”, explicó hasta el final de sus días. “Y en estos relatos lo que experimentamos claramente no es real, así que podemos disfrutar de toda esa violencia y destrucción sin necesidad de enfrentar lo que realmente estamos haciendo con nuestro futuro y con el planeta.”