El mundo no se detuvo, ni siquiera se distrajo, con la muerte el pasado miércoles 24 del músico y poeta inglés Mark E Smith, líder durante cuatro décadas de la banda The Fall. De hecho, la muerte algunos días antes de la aparentemente olvidada cantante irlandesa Dolores O’Riordan fue cubierta en forma mucho más extensiva que la del mancusiano de 60 años. The Fall era, tal vez, la mayor banda de culto del mundo, pero era un culto reducido, algo elitista y concentrado en músicos y críticos. Hay una lógica moderna clara en la disparidad de atenciones; O’Riordan y sus Cranberries vendieron en su cenit decenas de millones de su par de discos exitosos, es probable que toda la extensísima discografía sumada de Mark E Smith no haya vendido ni un millón de copias. Por de pronto si se googlea el nombre “The Fall”, recién a la segunda página aparecerá algún sitio relacionado con la banda, estando la primera ocupada por la serie homónima de Netflix.
La única excepción, más allá de algunos medios especializados, fue la prensa inglesa, que lo despidió como lo que había sido, uno de los más intensos, complejos y talentosos creadores del rock disidente de finales del siglo pasado, y un letrista a la altura de los grandes poetas laureados del rock como Bob Dylan, Leonard Cohen o Lou Reed, pero más local, hermético y alejado de los esquemas de la lírica de canción pop. Hay una página llamada The Annotated Fall, que es un trabajo abierto para que sus fans aporten datos e interpretaciones para hacer una exégesis colectiva de las decenas de referencias culturales o históricas de sus centenares de canciones. Literalmente centenares, ya que tan sólo con The Fall –y dejando de lado sus proyectos paralelos como solista o en compañía de los electrónicos alemanes Mouse on Mars– Smith editó alrededor de treinta discos de estudio, numerosos simples no incluidos en ellos e innumerables álbumes en vivo. Por su banda pasaron más de sesenta músicos, algunos de los cuales –como su ex esposa Brix Smith o el guitarrista Marc Riley– dejaron su impronta en el sonido de la banda ocupando un rol nada secundario junto al cantante, pero, como él había definido una vez: “Yo y tu abuela con unos bongos, es The Fall”.
Y lo que era The Fall ya estaba totalmente definido cuando en 1976 un grupo de jóvenes literatos de Manchester decidieron armar una banda luego de haber visto en vivo a los Sex Pistols y haber llegado a la conclusión de que no tenían por qué ser músicos muy dúctiles para formar un grupo. La voz cantante de estos chicos era un joven distintivamente feo, de clase obrera y que trabajaba en una carnicería pero era un ávido lector, llamado Mark Edward Smith, que además de la pasión por la literatura estaba fascinado con bandas extrañas y poco populares como Can, Captain Beefheart, Frank Zappa & The Mothers o The Velvet Underground. Inspirados en las bandas alemanas de krautrock –aunque con la tosquedad del punk inglés– The Fall (nombre inspirado en la tercer novela de Albert Camus), declaraban adorar la repetición y lo demostraban en sus canciones, basadas generalmente en un groove o un riff circular, sobre el que Smith entre hablaba y canturreaba sus letras, con una voz de anciano gruñón medio ebrio, al lado de la cual hasta Lou Reed parecía un cantante de ópera (no obstante lo cual esta capacidad limitada sería el rasgo más distintivo de The Fall y, como otras voces no convencionales, parecería armonizar de alguna forma con cualquier melodía).
Con estos recursos limitados, Smith y los suyos comenzaron a sacar discos febrilmente, con la inmediatez y simplicidad del punk pero con una elaboración intelectual que los separaba de este, en una combinación extremista de alta y baja cultura como pocas veces se haya visto en un formato popular. Tuvieron desde el principio como campeón al conocido Rey Midas de la radio británica John Peel, de quien se volvieron la banda favorita y que los invitó decenas de veces a realizar alguna de sus famosas Peel Sessions, sin conseguir volverlos realmente populares, algo que nunca pareció desvelarlos. Fue Peel el que los describió como “siempre son distintos, siempre son lo mismo”, lo cual se aplicaba tanto a la música como al personal de la banda. Siempre más rítmicos que melódicos y con su gusto por los riffs repetitivos, lo experimental y el rockabilly todo el tiempo presente, Smith y The Fall comenzaron siendo un emblema –aunque más enérgico y sardónico– del after-punk, pero dejaron a su música informarse por el heavy metal, el pop new wave, el free jazz, el tecno y la música dance electrónica, con una unidad de sonido que hace que uno de sus temas punk de 1978 pueda ser escuchado junto a una de sus composiciones electrónicas de veinte años más tarde y parezcan pertenecer al mismo disco. Algo todavía más notable si se tiene en cuenta que el volátil carácter de Smith convirtió al grupo en una puerta giratoria en la que casi ningún disco fue grabado por una formación idéntica.
Durante la última década el deterioro físico de Smith –quien al contrario de muchos rockeros de mediana edad, parecía incluso más viejo de lo que era– era evidente y sus últimas actuaciones las realizó sentado en una silla de ruedas. Bebedor y fumador compulsivo (además de un consumidor habitual de anfetaminas durante décadas), la suya no fue exactamente una muerte inesperada y no planteó grandes interrogantes la causa de lo que parece haber sido un colapso orgánico general. Los recuerdos y mensajes de sus colegas fueron más admirados que amorosos, evocando con humor integrantes de Suede o de Pavement, alguno de los destratos públicos a los que Smith los había sometido en alguna de sus incendiarias declaraciones. Pero incluso con esta personalidad contradictoria y difícil, todos recordaron a Smith como una figura genial, que les había abierto el horizonte de las posibilidades expresivas y culturales del rock, y que había sido un ejemplo de intransigencia y personalidad pura.
Ahora, algo raro para los que venimos siguiendo a la banda desde hace décadas, no habrá más discos nuevos de The Fall, pero para nosotros o para quienes vayan descubriendo su encanto esquivo e inigualable, quedan una cantidad enorme de discos con los que seguir deslumbrándose. Son siempre iguales, siempre distintos y siguen pareciendo como algo que fue hecho afuera de los calendarios y en guerra eterna contra la estupidez.