Un hombre muere durante toda la película. 

Dead Man (Jim Jarmusch, 1995) narra el violento e involuntario viaje espiritual de un contador llamado William Blake (Johnny Depp) por el lejano oeste norteamericano de fines del siglo XIX. Herido de muerte y perseguido bajo recompensa, hará este viaje de la mano de un indio autobautizado Nadie –como Odiseo ante Polifemo– que cree notar la presencia del poeta William Blake en el cuerpo del forastero. De camino se cruzarán con personajes excéntricos, incluyendo un Iggy Pop travestido y tres violentos cazarrecompensas. 

¿Está vivo o ya muerto Blake en su derrotero hacia el territorio desconocido y salvaje? Es un hombre, en su leve vitalidad, ya muerto. Y este carácter de sentencia resulta obvio desde el principio de la película, tanto por el título como por la mirada de los personajes que se cruzan con sus maneras atildadas y su llamativo traje a cuadros. El mismo maquinista del tren que lo conduce hasta el infierno se lo advierte, como un oráculo tiznado. Herido por azar o por amor, no le quedará más opción que escapar con un “metal del hombre blanco” clavado cerca del corazón.

El primer diálogo que mantiene con Nadie terminará de confirmar su situación:

–¿Mataste al hombre blanco que te mató?

–No estoy muerto.

–¿Qué nombre te dieron al nacer, estúpido hombre blanco?

–Blake… William Blake.

–¿Es esto una mentira? ¿O un truco de hombre blanco? –dice el indio dando un salto, asombrado por escuchar el nombre del poeta.

–No. Soy William Blake.

–Entonces eres un hombre muerto.

A la tensión entre lo (aún) vivo y lo (ya) muerto se suma todo lo que anudan poéticamente los nombres de los protagonistas. En Blake hay un poeta y pintor británico nacido en el siglo XVIII transmutado ahora a los bosques norteamericanos decimonónicos. También hay “un” Dickinson, que es quien dispara el tiro mortal del principio. Y Nadie, el nativo raptado de niño para ser exhibido como animal en ferias, estudioso de los blancos para escapar de ellos, crecido en Inglaterra y devoto de la poesía de Blake. Forzosamente hombre de dos mundos (un nadie), oficia aquí de chamán –o Virgilio– que acompaña y guía al protagonista mientras recita fragmentos líricos. Lo poético se enlaza con lo indígena y con la defensa ante sus perseguidores. “Esta arma reemplazará tu lengua”, escuchará Blake al principio de su viaje de escape y aprendizaje. Conducido por Nadie, irá así abandonando sus atributos occidentales –reemplazándolos por pintura de rostro, pieles de oso y collares–, mientras ejercita su inédito talento para matar una y otra vez. Como ejecutor y como moribundo, Blake entra así lenta y definitivamente en el terreno salvaje de la muerte, trocando el tren del inicio por la canoa del final.

Siempre me pareció uno de los mejores papeles de Depp, a quien para ese entonces ya seguía con fervor de estrella y bello antihéroe. Había compartido sus aventuras como policía infiltrado en una escuela secundaria (lo veía con mis hermanas, en malla después de la pileta, enamoradas en el calor del verano correntino), su joven manos de tijera encarnaba profundamente los desvelos de nuestras adolescencias, Gilbert Grape había sido imaginariamente novio amoroso y hermano mayor, y Ed Wood nos hacía idolatrar el cine clase B. 

Vi Dead Man unos años después de su estreno en un vhs que saqué de la videoteca de la Facultad de Sociales de la UBA. Iba cada semana a la videoteca con una lista de recomendados y probaba suerte. Muchas de las películas más importantes las vi así: en casa, en cintas prestadas y con textura de televisión, cerrando el círculo de aquellos rayos catódicos que nos había moldeado desde la infancia. De chica, nuestra tele tenía una programación muy reducida: con buen tiempo, sólo tres canales –no existía aún el cable en el pueblo– y para cambiar de uno a otro mi papá salía cada vez afuera a mover la pesada antena hacia alguna de las repetidoras (apuntando alternativamente a Las Toscas o Resistencia, mientras nosotras gritábamos “no, no, ahí sí, ahí, ¡te pasaste!”).

Delicada y precisa, en Dead Man conviven algo de este pasado de contemplación televisiva, el amor por los westerns, el respeto por los pueblos americanos, la poesía, las road movies, una particular estética de la violencia, el humor negro y la gracia del sinsentido, además de su magnífica fotografía en blanco y negro (guiño a los contrastes de los fotógrafos clásicos norteamericanos) y la banda sonora de Neil Young a partir de improvisaciones con guitarra eléctrica y fragmentos poéticos leídos por Depp.

Cosas, en fin, que nos acompañan en este mundo, mientras no estemos muertos.