Laura Rosso recuerda que cuando era chica e iban de visita a lo de unos amigos de sus padres, a poco de llegar había que cambiar el clima dentro del auto y ponerse serios, porque serían detenidos en un retén de uniformados que pedía documentación e inspeccionaba el interior del Peugeot 404 en el que viajaban. Era 1976 y la casa que visitaban estaba a pocos metros del chalet en el que funcionaba la Brigada de Investigaciones de Quilmes. “Mientras alguno de mis padres tocaba timbre, yo giraba la cabeza y miraba a la esquina –escribe Rosso–. ‘¿Qué habrá allí?’, pensaba. Estaba en primer grado de la escuela, nada sabía sobre los desaparecidos, los asesinatos y el robo de bebés. Enseguida el dueño de casa abría la puerta y decía: ‘¿Viste qué bien la policía?’”.
Quilmes, la Brigada que fue Pozo, el libro que esta periodista acaba de publicar, responde en detalle la pregunta de aquella pibita de seis años: ahí, en la esquina de Allison Bell y Garibaldi, funcionaba uno de los 700 centros clandestinos de detención (CDD) utilizados por las fuerzas represivas durante la última dictadura. En la provincia de Buenos Aires hubo unos 240; el Pozo de Quilmes fue una de las 29 dependencias policiales del conurbano que conformaron lo que se llamó “el circuito Camps”, en honor al jefe genocida de la bonaerense de entonces, Ramón Camps, quien tenía bajo su ala al comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, jefe de las brigadas de investigaciones provinciales, condenado a perpetua en diversas causas por crímenes de lesa humanidad (con reciente prisión domiciliaria sintonizada en tiempo Cambiemos, y escraches varios de repudio). En rigor, los diversos circuitos dentro de El circuito: los prisioneros, detenidos ilegalmente, sin saber ellos ni sus familias dónde estaban, eran rotados entre diversos CDD; a veces eran torturados en uno y “recuperados” en otro; a veces eran derivados a alguna dependencia en la que serían “blanqueados” como detenidos; a veces eran llevados a lugares que signaban, sin que alcanzaran a saberlo, sus ejecuciones. De ese infierno general que fue el Proceso, Rosso enfoca en una de sus cavernas. Su libro, el primero dedicado específicamente al Pozo de Quilmes, grafica las articulaciones del aparato represivo entre policía, ejército, servicios de inteligencia, esbirros del Plan Cóndor: la puesta en contexto y las relaciones entre el todo y la parte, una lógica que entrará en detalle al narrar acerca del chalet, de lo ocurrido allí, de torturadores y torturados, de mujeres que parieron mientras estaban detenidas, de bebés robados, de desaparecidos. Y también del reciente rescate del lugar como Sitio de Memoria.
Para su investigación Rosso (colaboradora de Las 12, licenciada en Artes Combinadas) reunió testimonios de diversos juicios (vital la Causa 605, centrada en el Pozo), rastreó materiales varios (la historia del chalet, por ejemplo), entrevistó a ex detenidos y también a integrantes del Colectivo Quilmes Memoria, Verdad y Justicia, protagonistas de la recuperación del lugar. “Yo tenía este proyecto en la cabeza desde hace mucho, pero la verdad es que la idea se cristalizó a partir de un seminario de crónicas de la memoria que dio María Eugenia Ludueña –cuenta Rosso–. Ese taller me ayudó a pensar cómo continuar, cómo humanizar los relatos y las experiencias que salí a buscar. Que las voces de los ex detenidos nos transportaran a ese espacio-tiempo de la desaparición, que es tan complejo de decir y de narrar. El libro se centra en los testimonios, en las voces de Cristina Gioglio, Alcides Chiesa, Norma Leanza, Nilda Eloy, Emilce Moler, Gustavo Calotti, Walter Docters, doce o quince personas entre todas las que estuvieron allí. Algunos tenían militancia, como Docters, que era del ERP y se había infiltrado en la policía bonaerense para buscar información; y otros, como Nilda Eloy, no la tenían, porque ella dice ‘como militante, me hicieron adentro’; la secuestraron porque creían erróneamente que se había casado con un ex novio al que buscaban. Moler y Calotti tenían 17 años y cayeron en el marco de La Noche de los Lápices: tenían una conciencia más revolucionaria, digamos, y estaban luchando por un mundo distinto”.
Según los datos recopilados por la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, se pudo identificar el paso por el Pozo de Quilmes de 220 personas, 57 de las cuales están desaparecidas; de otras 40 hay señales, apodos, caracterizaciones, pero se ignora sus nombres y apellidos. Rosso dedica un capítulo a esos datos, fechas de detención y de liberación, militancias, recorridos. También dedica otro capítulo a las seis embarazadas que, según Abuelas de Plaza de Mayo, estuvieron allí; sus partos fueron monitoreados por el médico de la policía bonaerense Jorge Antonio Bergés. En puente con el presente, Rosso se expande en la recuperación del sitio: “Porque es una resignificación, es tener la posibilidad de que ese lugar, hoy de memoria y derechos humanos, produzca nuevos entramados de sentido –dice–. Hasta hace seis o siete meses seguía siendo la DDI de Quilmes, donde había presos y seguía funcionando la policía bonaerense. Es importante aclarar: todavía hay una parte que no está desafectada, porque no se fueron del todo, pero en el transcurso de este año tendrían que dejar por completo el chalet. Por ley. Ya el sector en el que estaban los calabozos es parte del sitio de memoria, que está en semi funciones. Es un espacio que se metamorfosea sin perder de vista los hechos allí ocurridos, uno de esos sitios que se resignifica con actividades culturales y artísticas, talleres, pero que también da cuenta de lo que allí sucedió, porque entre otras cosas hay un recorrido conceptual respecto a las celdas que queda intacto. Por ejemplo Rubén Schell, el Polaco, que estuvo detenido ahí, que conoció esa geografía mientras estaba tabicado, que puede decir ‘acá había una escalera’, ‘acá había una puerta tapiada’, hoy vuelve a habitar ese espacio como miembro del Colectivo. Cosas como esta dan una sensación de decir ‘bueno, no nos han vencido’”.
Cuenta Rosso que trabajó dos años en el libro. “Sentí que tenía que hacerlo, que era yo la que lo tenía que hacer –dice–. Un impulso: no sabía cómo iba a ser, a dónde llegaría, pero estaba la determinación de hacerlo. Bueno, Quilmes es mi ciudad, y supongo que el territorio propio, que vengo caminando desde la infancia, tiene su peso. Siempre me sentí interpelada por los temas de memoria y derechos humanos”. Dedica el libro a Mora, su hija; cierta vocación y detalle para poner en contexto, para tender líneas entre pasado y presente, parece un signo fuerte de cara a los jóvenes de hoy, claves para entender aquel escenario, aquel tiempo, y su puesta en diálogo con la actualidad. “Eso fue una motivación –dice Rosso–. Mi hija, mis sobrinos, los hijos e hijas de mis amigos y amigas, la generación que tuvo la suerte de nacer en democracia, tiene que conocer lo que ocurrió, para que no se vuelva a repetir. Y no solo eso: también es parte de la historia reciente. Por suerte en las escuelas está, no sé de qué manera se dará, si más o menos profundamente. Pero fue una motivación, porque mientras lo escribía sobrevolaba la sensación de escribir pensando en ellos y ellas como lectores. Quería que fuera un libro que no aburriera, que no los mandara a dormir. Sí: un estímulo para hacer el libro fue que los jóvenes sepan, vean, conozcan y estén atentos y atentas”.