Otra vez tuvo el mismo sueño. Era un abismo inmenso que se abría bajo sus pies mientras ella iba caminando y caía y caía y no había por donde treparse por más que sus piernas y sus brazos y sus manos y sus pies hicieran lo imposible por tratar de zafarse y subir, subir, a como sea, desafiando las paredes verticales casi lisas de tan imposibles de trepar, con casi inexistentes salientes en las rugosas superficies, tan sólo lisas, lisas, tan lisas y tan desesperantes como el mismo sueño, hediondo, patético, que la acosaba cada vez que trataba de dormirse.
Y sus ojos no paraban de ver hacia abajo, hacia abajo, hacia el fondo del abismo inmenso en donde las paredes se abrían y veían los mares inmensos de lava líquida e hirviente, dorada, cada vez más dorada e inmensamente amarilla que reptaba serpenteante en el fondo del abismo, cada vez más cercano, iluminando con su luz los ojos despavoridos de Gabriela que cada vez lo tenía más cerca, más cerca, mientras la horizontal superficie de la madre tierra se iba alejando más cada vez y mientras sus manos y sus pies y sus brazos y sus piernas no encontraban ninguna saliente, ninguna roca, ninguna piedra, ningún agujero, nada que sobresalga a la vertical lisa como para poder asirse, agarrarse, desesperadamente, vorazmente, como quien se trepa aterradoramente por esta Vida tratando de clamar algo de atención por su nimia existencia.
Y cada noche que llegaba era lo mismo, primero el acostarse, tarde, cansada de dar vueltas, después las ovejitas, blancas y negras, que no terminaban nunca de pasar por encima de la cerca mientras ella las contaba y las contaba y las contaba hasta no acabar nunca jamás, después las hormigas, blancas, negras, coloradas y de todos los tamaños, que ella contaba con paciencia infinita, a la media luz de la pieza, enroscada bajo las sábanas, después, la multitud de cucarachas que pasaban, algunas, bajo su cama o por las paredes o las que ella se imaginaba y también contaba, una a una, en una serie infinita, con la inmensa paciencia que tienen, saben, los que se autoconocen ya como condenados antiguos, a los que no es válido interponer ningún recurso, ninguno.
Luego, la mente en blanco, el vacío, el hacer nada que venía a esa hora, casi a la madrugada, y después, mucho después, cuando ya casi no le quedaba ninguna otra, el cabeceo, el cerrar los ojos, y la oscuridad de la mente en la negrura que la envolvía aproximándose al sueño, rodéandola con todas sus garras y pretendiendo dominarla; pero era ahí, justo ahí, cuando del negro de la nada de la noche y de su mente entredormida empezaba a colarse su sueño, este maldito puto sueño que le venía todas las noches, como por arrastre, sin saber ni cuándo ni cómo ni por qué ni por dónde empezó a aparecer, como si nada, como si fuera natural y a medida que ella se iba acostumbrando, se iba apareciendo cada vez más, incluso hasta dos o tres veces en la misma noche, de tal forma que cuando ella terminaba de caer en el vacío abismal de la lava líquida y candente se despertara, así, así, de golpe, a los gritos, desesperada, traspirada de un sudor frío que le empapaba la piel por doquier y con el corazón hecho añicos, que le saltaba de brinco en brinco cual un potro salvaje, y la angustia en el pecho, en la garganta, en el aire que le faltaba por todas las partes y otra vez, el techo, el techo blanco de la pieza, la habitación en penumbras, la soledad, el miedo, el garrón de no poder dormirse una vez más, otra vez, por este mismo maldito puto sueño que se advenía cada vez que ella lograba dormirse con el firme y tenaz objetivo de no dejarla dormir, otra vez, la pesadilla, la pesadilla reincidente y maldita que la angustiaba todas las noches en donde nunca terminaba de morirse del todo pero tampoco nunca terminaba de salvarse de la muerte.
Y el ajetreo del día no la cansaba, por más que fuera y volviera, estudiara y trabajara, hiciera el quehacer cotidiano que lleva el trajín y el más trajín de las cosas domésticas, lo que la cansaba era la noche, la noche desesperante y larga, tan larga, que Gabriela no sabía cómo hacer ni de qué disfrazarse para que cada noche no viniera y pasara, por fin, de largo, sin más, sin nada, sin poder dormir pero también sin el sueño, sin el puto maldito sueño de pesadilla que parecía habérsele encarnado en el fondo del alma o en el fondo de la mente, qué se yo, pero ese puto sueño de angustia que se repetía y se repetía apenas ella lograba entredormirse entre las sábanas... Y entonces era vuelta otra vez, como si nada, una vez que hubiera pasado el despertar furioso y desesperado, lleno de gritos, sudores y lágrimas, otra vez, como si nada, tratar de conciliar el sueño, dejar la mente en blanco, como la página, sin nada, sin pensar en nada, sin acordarse de nada, ni de lo del día ni de lo de la noche, ni de lo de la salud ni de lo de la enfermedad, ni de lo del trabajo, ni de lo del placer, ni de lo del deseo, ni de lo de la culpa, de nada, en fin, de nada, nada, como si fuera una tábula rasa que sirviera nada más que para dormirse, para reponer energías, como dicen las viejas, y estar como nueva al día siguiente, sin la noche pegada en la cara ni las marcas de la almohada grabadas en las mejillas.
Y cada noche que volvía era lo mismo, siempre, hacer sacrificios imposibles para poder dormirse y entonces, una vez que ella entraba en los avatares del dormir mismo, siempre, otra vez, otra vez el mismo sueño. Era un abismo inmenso que se abría bajo sus pies mientras ella iba caminando y caía y caía y no había por dónde treparse por más que sus piernas y sus brazos y sus manos y sus pies hicieran lo imposible por tratar de zafarse y subir, subir, a como sea, desafiando las paredes verticales casi lisas de tan imposibles de trepar, con casi inexistentes salientes en las rugosas superficies, tan sólo lisas, lisas, tan lisas y tan desesperantes como el mismo sueño, hediondo, patético, que la acosaba cada vez que trataba de dormirse.