Pensándolo bien, creo que todavía no me voy a suicidar. Ni con la navaja del tío Nicanor que brilla en el fondo del botiquín ni con el cable eléctrico de la ducha que hace tiempo anda medio despelechado. No, al menos hoy no, esta noche no haré el experimento. Porque ahora el dolor, el siempre dolor -ese monstruo que me recorre por dentro y me azota con su punzante cola‑ ha aflojado un poco y, con él, con ese aflojamiento, se ha aplacado también mi inventiva para elegir cuál es la mejor o la peor manera de alejarme por siempre de esta casa.

Apenas salgo del baño, lo primero que veo en la vetusta pared del comedor son las sonrisas de mi familia -los primos, las tías, los abuelos‑ enmarcadas en la foto de casamiento de mi hermana Gregoria, dos años atrás, y juego a imaginar que me miran a mí como augurando una vida o una felicidad eterna. Pero no es más que una ilusión tonta, lo sé: a mí nunca me desean nada, por lo menos nada bueno; se la pasan llamándome chiquilina de mierda o chiquilina del carajo. Y todo por culpa de mis dolores -el dolor‑monstruo‑ o porque no madrugo como los demás o porque me escapo para poder leer o dibujar sola y pacífica.

Esto del monstruo que me castiga por dentro no es una fabulación mía sino algo que oí contar cuando era chica, cuando empecé la escuela y enseguida me aquerencié con los libros, algo tan raro en mi familia donde nunca a nadie se le dio por leer ni nada semejante, y por eso nomás me decían, me dicen, rara o colifata. Además yo me escondía en el altillo de los trastos o me escapaba al campo raso que se abre detrás del basural, y ahí me ponía a dibujar, que es -junto con la lectura- lo que más me gusta en la vida. La cuestión es que en ese entonces, cuando yo tendría seis o siete años, le oí contar a mi tía Eufrasia, que es la más chismosa y cuentera, la historia de los monstruos castigadores. Ella decía -y lo sigue diciendo una y otra vez‑ que a las niñas raras y perezosas se les mete un monstruo en el cuerpo, un dragón o una sierpe solitaria que las empuja a cometer maldades o cosas extrañas. Y ese cuento, cuando lo oí, me dejó temblando, se me afincó muy hondo en la mollera, y de tanto pensarlo parece que me fue creciendo en mis adentros una lombriz gigantesca o una víbora, que no es negra como muchos suponen sino rojiza como una llamarada y que rasguña la sangre y los huesos con sus chispazos de luz mala.

Pero el dolor, el dolor de verdad, no empezó en esa época sino más adelante, cuando me vinieron las primeras sangres. Me acuerdo que me ardía la frente y la panza y yo me miraba sangrar y sangrar por abajo y pensaba que al fin me había llegado el castigo, el monstruo o algo semejante. "Son cosas de mujeres y hay que aguantarlas", me decía mi abuela Saturnina, la gruñona. "Las mujeres están condenadas a parir y a vivir con dolor", repetía como una cantinela mi tía Eduvigis. Y yo no sabía a quién creerle más, porque en la escuela me habían enseñado que varones y mujeres somos todos parejos, amasados con la misma pasta de Dios. Y por entonces fue que ocurrió lo de mi tío Lorenzo, ese que siempre se pasea en calzoncillos, o en calzoncillos y camiseta cuando hace frío. Apenas él supo que yo andaba creciendo y menstruando, una siesta en que yo me retorcía de dolor se me metió en la cama y me tapó la boca y me dijo "Quietita, quietita, yo te viá curar, a arrancar los dolores", y como yo ya estaba en antecedentes con respecto al tío Lorenzo ("Es un degenerado", decían siempre en la familia) le encajé un rodillazo en el vientre y él no tuvo más remedio que aflojar la mano que me tapaba la boca y yo me eché a gritar y a pedir un socorro y todos en la casa acudieron corriendo y se llevaron al tío Lorenzo de una oreja o a los palos, y me retaban a mí también, chiquilina del carajo por andar publicando que me había hecho señorita y que me dolía la panza y la coronilla, y yo me tapaba la cabeza con la manta para no escucharlos. Por eso digo que lo de la igualdad de las mujeres y los varones es una mentira grande como un palacio, aunque tampoco me creo esa fábula de que estamos condenadas a sufrir la vida entera.

Ahí comenzaron mis dolores en serio, y también los miedos, porque tío Lorenzo andaba continuamente rondando, acechándome, y no bien yo lo veía me largaba a gritar y él salía a la carrera, y yo lo único que conseguía era que me dijeran "chiquilina de mierda dejanos dormir", sobre todo mis hermanas y mis primas que viven apiñadas en la misma pieza que yo.

Lo que ocurre en esta casa es que nadie entiende nada de mis gritos o quejidos, y menos que menos lo de los dolores andariegos ni mis monstruos intrusos. (Y no es fácil entenderlo: a veces el monstruo se me sube a la garganta y se me hinca en la frente o en la coronilla, y después baja y me martiriza la panza o los pies, y por eso me ato fuerte un cordel en la cabeza y en la barriga o en el gañote para aplastar al dolor monstruo y no dejarlo vagabundear ahí adentro de una punta a la otra). Dicen -incluso mi abuela Trinidad que anda siempre en babia y repite como una cotorra lo que chismorrean los demás‑ que yo soy una embustera, una farsante que nunca quiero trabajar, que no muevo un dedo en la cocina y que me paso el santo día adormilándome o lloriqueando o que me escapo con mis papeles y mis libros para hacer quién sabe qué tonteras. Cada vez que hay que lavar o secar los setecientos platos de toda la familia, mi prima Adelaida, que es la más odiosa, chilla: "Que se levante Margarita, que hoy le toca a Margarita"; y yo tengo que ponerme a fregar y raspar cacerolas aunque el dolor -el monstruo enfurecido‑ me carcome los brazos, las entrañas, las rodillas y la mollera.

El dolor amanece conmigo no bien me levanto. De noche normalmente se acalla o se adormece mientras todos los de mi casa sueñan o roncan tranquilos. Y yo, oyendo esos ronquidos y esa calma, me refugio con el farol en el desván lleno de cucarachas o en el retrete de atrás y siento que entro paso a paso en un reino feliz.

Esa es la hora en que me desquito con el dibujo o con los libros que saco en préstamo de la Biblioteca. Al principio, cuando era más chica e inocente, me animaba a dibujar de día, empeñada en retratar a muchos de la familia. Los copiaba del natural, como me habían enseñado en la escuela. Por ejemplo, al tío Hipólito encorvado escuchando la radio. O al abuelo Ruperto, dormitando en el sillón hamaca. O a mi tía Proserpina, amasando los fideos de la cena. Pero enseguida me echaban porque a nadie le gusta que lo estén mirando fijo largo rato. Y una vez me atreví a colgar uno de esos retratos al lado del cuadro del tatarabuelo Inocencio y todos se burlaron de mis garabatos porque decían que les dibujaba la nariz o la boca torcida y que para qué perdía el tiempo borroneando semejantes mamarrachos. Entonces renuncié a copiarlos del natural, a la luz del día, y me dediqué a hacer mis bocetos de noche, llevándome por mi pura imaginación. Y como nadie me veía, los trazaba más horribles que antes, como verdaderos esperpentos: en poses estrafalarias o, si no, acostados, duritos, como muertos, con las manos en cruz. Y dibujando así, con cierta rabia, sentía como que se aliviaban los azotes dolorosos del monstruo.

Un día, en la escuela, le confié a mi amiga Natividad lo de mis dolores y también lo del tío Lorenzo y eso de que mi familia me martiriza sin descanso con los gritos y los retos. Y ella me escuchó muy atenta y me contó el caso de su prima Clarisa que, como sufría mucho o andaba medio chiflada, una noche se fue al baño y se cortó las venas, y después, cuando ya estaba bien muerta y pálida como un papel, todos se lamentaban y se castigaban el pecho por no haber sido suficientemente caritativos con ella. Y ésa fue la primera vez que oí hablar del suicidio como algo verdadero, sin fantasías. Yo había leído en una novela la historia de una señora principal que se había echado debajo de un tren por su desconsuelo de amor, pero lo de la prima Clarisa me golpeó mucho más hondo porque había sucedido no en otro mundo como el de las novelas sino por acá a la vuelta. Y esa idea me quedó dando vueltas en la cabeza hasta que me decidí a hacer un ensayo. Pensé en la navaja brillante del tío Nicanor y una noche me encerré en el baño para practicar cuál era la mejor forma de hincarme las venas de la muñeca, pero en medio del experimento, y cuando ya me asomaban las primeras gotas rojas, entró de golpe mi hermanito Lucas que quería hacer pis y después de él aparecieron la prima Dorotea y Felisa y también el tío Isidoro que a cada rato están disputándose el baño, y yo traté de disimular porque sabía que apenas advirtieran la sangre empezarían a los alaridos y sería un fracaso eso del suicidio, y andarían gritando "Mirá el trabajo que nos da esta pendeja", y encima me obligarían a fregar la sangre con que había salpicado la pared y los ladrillos del piso.

Al cabo de eso, un mediodía mi tía Melchora me descubrió en el altillo trepada a un banquito y amarrando un lazo a la viga del techo (que era otro procedimiento que había aprendido en una novela), y la tía se largó a gritar como desaforada, y todos -los tíos, mis abuelas, mis primas‑  como si estuvieran esperándolo con ansias, corrieron a verme y cachetearme y arrancar la soga y me mandaron a la cama y sin comer siquiera.

A partir de ese día fue como si se confabularan para vigilarme. Mi mamá, no bien me veía, se largaba a llorar como si presintiera cosas malas y decía "Esta chica me va a matar de tantos disgustos". Y mi hermana Felisa ponía el dedo en la llaga, como quien dice, y alertaba a los demás: "Margarita se escapó al patio", "Margarita se metió debajo de la cama", y todos me miraban y curioseaban como si yo fuera un extraño pajarraco. Y mi tía Candelaria, que siempre ha sido algo agorera, no se cansaba de repetir "Yo dije que esta chica iba a acabar mal, yo lo sabía".

Y volví a consultarla a mi amiga Natividad sobre qué otro recurso, menos escandaloso, conocía ella, y me habló de las pastillas para dormirse, o barbitúricos, como les decía mi bisabuelo Jeremías, que era español y tenía un pote lleno al lado de la cama. Aunque Natividad sabía, de buena fuente, que un frasco como ése no mata ni a un ratón, sólo te adormece como piedra, y qué bochorno sería -pensé yo‑ que en vez de abrir los ojos en las puertas del cielo -o del limbo, no sé bien‑ despertara como siempre en mi cama o en una roñosa camilla de hospital, y encima del ineludible dolor tuviera que aguantar los reproches de mis hermanas o de mis tías porque "esta pendeja de mierda no nos deja un momento en reposo, hay que andar corriendo día y noche detrás de ella".

Entonces yo sola vislumbré que un recurso eficaz, un asunto instantáneo, era el de la corriente eléctrica. Y eso hasta podría parecer un accidente y los diarios de la mañana dirían "Una joven y promisoria dibujante en la flor de la vida sucumbió extrañamente electrocutada etcétera etcétera". Lo de "extrañamente" aludiría a que, para evitar la patada de la descarga eléctrica que salvaba de la muerte (como ya les había sucedido al tío Melitón y a mi hermana Olimpia cuando se bañaban), yo me había sujetado las manos con un alambre al cable despelechado para darle más eficacia.

En realidad, soy bastante ignorante en materia de suicidios y es posible que esté soltando una sarta de disparates. Y no sé, fuera de Natividad, a quién pedir consejo. A quién preguntarle, por ejemplo, si el veneno de las cucarachas o el de las hormigas es útil para morir o si sólo desencadena convulsiones, punzadas en las tripas, dolor y más dolor (como leí en una novela francesa en que la heroína se envenenaba), porque no sería provechoso para mí sumar más dolor al que yo traigo adentro. ¿Y cómo averiguar, a quién requerir instrucciones? ¿Acaso es posible preguntar en el dispensario "Doctora, ¿cómo se hace para suicidarse?", o pedir en la farmacia "¿Me puede dar algún veneno que mate sin sufrimiento?" ¿A quién recurrir? ¿A un curandero, o al dueño de las pompas fúnebres, o al guardián del cementerio?

Imagino, eso sí, cuál sería la muerte más hermosa o serena -ya que perecer de un súbito ataque es algo que les está vedado a los de mi familia: todos ellos y nuestros antecesores tienen o han tenido un corazón de elefante, suponiendo que los elefantes sean bichos de recio corazón, no lo sé con certeza‑ . Vuelvo atrás. Cuál sería la muerte más hermosa: peregrinar hasta la orilla de algún río, mar, laguna o cualquier corriente de agua profunda y cristalina y, esta vez sí, con el frasco de barbitúricos o como se llamen, tomar la cantidad que acepte deslizarse por mi gañote y, en estado semi somnoliento, casi paradisíaco, meterme en las aguas, las más  hondas, y dejarme flotar,  el cuerpo relajado, la mente en blanco -salvo el dolor‑ y entrar poco a poco en un plácido sueño, así, cuánta beatitud, así mecida por las olas o la suave corriente, y dormir de ese modo, sin ahogos ni retortijones, el último sueño, un bello sueño en que me transformo en pájaro, una gaviota tal vez que, rasando las aguas, ha apresado un pececillo imprudente, y otro, y otro más, y, con el buche lleno y el viento que la empuja, sube, sí, sube a los cielos, donde el guardián, huraño como todos los guardianes, me impedirá la entrada, porque no hay pasaje al paraíso para los doloridos suicidas, lo único que les espera es la atroz llamarada del infierno, donde los dolores ya no son dolores sino desesperación, gemidos, almas informes chamuscadas, y sería insensato querer librarse del dolor albergándose en la fábrica o usina de los sufrimientos, y, por más que yo jurara y perjurara que no había tenido antojos de suicidarme sino sólo dar un paseo acuático, remontarme al infinito sueño flotante de las algas o animalitos que inauguraron el mundo, nadie, ningún guardián, ningún demonio de larga cola bífida, ningún dios navegando feliz sobre una nube celeste, nadie, en fin, me creería, y por más que yo les contara que mi dolor, mi perpetuo padecimiento, mi tenaz monstruo, nadie me recibiría, nadie salvo el Gran Dios del Dolor que me clavará su tridente en el entrecejo o en el medio de la coronilla y quedaré condenada por los siglos de los siglos amén.    Por eso hoy, esta noche, tengo decidido que no voy a suicidarme. Y, aprovechando que el dolor, el siempre dolor, está en reposo, acobardado, y como además ya todos en la casa duermen, me escurro despacito y corro y corro por el campo pelado que se abre detrás del basural. Y llego así hasta la orilla de la charca turbia donde bañan a los caballos y los cerdos. Y aquí me detengo, jadeando, con el corazón batiente. Respiro fuerte para apaciguarme. Escudriño el horizonte, por los cuatro rumbos, y no se ve nada, pero miro hacia arriba y hay un cielo prodigioso, estrellado, casi azul, y de pronto aflora una luna tan intensa, tan reluciente, que se puede distinguir el revoltijo de la charca con sus bichitos y las pisadas de animales y también el curso mezquino de esta agua, las hediondas aguas, y me pongo a acechar si acaso salta del fondo algún pececito, aunque sé que donde todo es suciedad no hay vida buena, nada que crezca sanamente, lo sé, pero igual sigo atisbando y entonces saco de entre mis ropas el cuaderno y el estuche de los lápices que llevo conmigo a todas partes, y empiezo a dibujar, a trazar un paisaje, la naturaleza viva. Primero, el cielo ancho con sus estrellas, y en el medio pongo la luna que alumbra tanto, tan profundo, que ahora sí alcanzo a distinguir en la charca un enjambre de pececitos retozones, sí, aquí están, y los pinto de tonos verdes, amarillos, rosados, bien sanos y gordos, y van y vienen por las aguas claras, traslúcidas, saltarinas como las olas del mar que no conozco pero imagino, todo es posible y saludable en mi dibujo, y es como si en lugar de la charca hubiera brotado un paraíso dulce, florido, donde no existe la suciedad ni los dolores, ni tampoco los gritos ni los rezongos, y pinto de color plateado la luna, tan brillante que lanza hacia abajo un manojo espeso de luz, y es como un tul que cuelga del cielo, un río resplandeciente, como una escalera flotante por donde van subiendo, a los brincos, todos los pececitos y, junto con ellos, trepo también yo, con el corazón pacífico, sin ningún esfuerzo, voy subiendo animosa por el haz de los rayos celestiales, por el sendero diáfano que une la luna con los pececitos.