“¿Sabes tú qué es la memoria? Estómago del alma, dijo erróneamente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un primero. No hay más que infinidad de repetidores. Solo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada”. Quien habla es José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador paraguayo entre 1814 y 1840. El “doctor Francia” se dirige a su fiel secretario Policarpo Patiño, quien escribe lo que él le confiesa, enloquecido por el hallazgo de un pasquín apócrifo en la catedral de Asunción, donde supuestamente exhorta al pueblo a colgar su cabeza de una pica el día de su muerte, y a asesinar a todos sus servidores civiles y militares. La edición conmemorativa de Yo el Supremo (Alfaguara), de Augusto Roa Bastos (1917-2005) –preparada especialmente con motivo del centenario del nacimiento del escritor paraguayo por la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale)–, incluye estudios monográficos y breves ensayos de los especialistas Darío Villanueva, Ramiro Domínguez, Beatriz Rodríguez Alcalá de González Oddone y Francisco Pérez-Maricevich, así como una sección final titulada “Otras revelaciones roabastianas”, con contribuciones de Susana Santos, Esther González Palacios, el uruguayo Wilfredo Penco, Roberto Ferro, Antonio Carmona y Milagros Ezquerro.
La edición conmemorativa de esta extraordinaria novela del Premio Cervantes 1989 –que se publicó en Buenos Aires, en 1974, por Siglo XXI, con ilustraciones de Carlos Alonso– también incorpora una bibliografía del escritor paraguayo, un índice onomástico y un glosario de voces utilizadas en la novela, a los que se agrega una cronología de los sucesos históricos que se produjeron en el período final de la dictadura del “doctor Francia”. En las páginas de presentación se pondera que en Yo el Supremo hay “un deslumbrante maridaje entre el español general y el guaraní, junto a paraguayismos, cultismos, casticismos, regionalismos y creaciones propias”. Esta “conciencia de la lengua” le sirve a Roa Bastos para “proponer una reflexión sobre la misma naturaleza del lenguaje”. En un primer rastreo se pueden encontrar afirmaciones del verborrágico dictador sobre la escritura, el acto lingüístico y la oralidad. “No has arruinado todavía la tradición oral solo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagia, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla (…) Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes”.
Ramiro Domínguez destaca la “desconcertante complejidad y virtuosismo literario” de la novela del escritor paraguayo. “Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel –le dice el dictador supremo a su amanuense–. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas (…) Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. (…) Escucha. Atiende. Vamos a realizar juntos el escrutinio de la escritura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptural que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos”. Domínguez, de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, encuentra una característica barroca en esta “manifiesta intención de antinovela”. El académico despliega, además, un puñado de palabras que están en juego en las páginas de Yo el Supremo: “Surrealismo. Realismo mágico. Sincretismo. Expresionismo. Collage. La obra campea sobre elementos absurdamente disímiles, orquestados de forma armoniosa en una partitura colosal”. Enrique Raab –el primero en publicar una notable reseña en el diario La Opinión– observó que “una obra esculpida con las más refinadas técnicas del oficio”, resulta irreductible por el mero análisis del estilo. En ese texto también agregó: “Casi nunca como aquí puede decirse que Roa Bastos se ha valido de otros escritores para fijar una obra de suprema originalidad: un libro que parte de la Literatura –en sus formas escritas, orales, cultas y populares– para trascenderla; un libro, en suma, que se encarama sobre la Literatura para ubicarse en el punto exacto en el que Mito, Historia y Revolución explican, como un relámpago, la coyuntura del hombre americano”.
Susana Santos, de la Universidad de Buenos Aires, plantea que en la poética de la novela la entidad teórica e ideológica del “tiempo final”, “no significa juicio universal ni temor metafísico alguno ante la muerte; es apertura a lo ilimitado y a lo nuevo, es acontecer”. Roberto Ferro, también de la Universidad de Buenos Aires, analiza las operaciones del compilador. “El compilador desplaza y trastorna la escritura de la historia, es a partir de ese gesto que elabora su cuestionamiento al concepto mismo de archivo, exponiendo una modalidad de lectura que se contrapone con la práctica historiográfica –advierte el crítico–. En la novela se narra no solo la escritura del documento en tanto resultado, sino que se describen las actividades relacionadas con la puesta en escritura del documento, proceso en el que El Supremo especula sobre su posteridad. Entonces, se narra tanto el desarrollo del documento, como el conjunto de maniobras de custodia, el control sobre la conservación e interpretación futura de los mismos; lo que significa, asimismo, la tentativa de controlar el tiempo, la memoria y el olvido”.
La edición conmemorativa de Yo el Supremo es una oportunidad para leer (o releer) una novela que, como señala la paraguaya Esther González Palacios, es “un mandala infinito”.