El segundo semestre del gobierno de la Alianza PRO terminó y ya es posible sostener algunas certezas. Las principales: Argentina se convirtió en un país con presos políticos, que desdeña la institucionalidad y que, cómo en tiempos de la última dictadura, sostiene abiertamente que los organismos internacionales que critican las violaciones a los derechos humanos, cuestiones básicas como el derecho a un juicio justo e imparcial, se encuentran en realidad cooptados por la oposición local. En segundo lugar, las decisiones de política económica provocaron un shock redistributivo regresivo del ingreso que dio lugar a una recesión persistente.

Sin embargo, sería un error creer que el oficialismo hace todo mal. Existe un área que bien podría caracterizarse como de súper eficiencia: la comunicación, la creación de relato. A pesar de que el macrismo violó abiertamente su contrato electoral explícito (no el tácito) basado precisamente en el republicanismo y en un presunto manejo más eficiente de la economía, todavía mantiene, según las encuestas, el estado de encantamiento sobre una porción mayoritaria de sus votantes. Increíblemente logró posponer la promesa de mejora económica prevista para el segundo semestre de 2016, en al menos un año. El análisis del optimismo de los votantes oficialistas es una tarea que reclama la concurrencia de la psicología social, pero que seguramente conduce a un mix entre negación y esperanza.

Más difícil de sostener durante 2017 será la relativa calma de 2016, año de sorpresas múltiples. La principal fue la baja conflictividad social en un contexto en que la masa de los salarios formales se redujo en cerca del 8 por ciento y la de los informales el 18 por ciento, recortes a los que se sumaron factores adicionales como la caída de las horas extra y el encarecimiento del crédito, lo que redundó en la fuerte contracción del consumo, que según el ITE-FGA fue del 5,5 por ciento interanual en noviembre. En 2015 se anticipaba que con una sociedad empoderada por doce años de recuperación de derechos sería muy difícil bajar salarios sin que estallen los conflictos. La predicción fue a todas luces errónea. Frente a la potencia de los recortes salariales, la pasividad de la CGT resultó legendaria. Se trata de la misma central obrera, hoy conducida por el massismo, que le hizo cinco paros por el mal llamado Impuesto a las Ganancias al anterior gobierno. Una explicación parcial para la pasividad sindical se encuentra en que una porción importante de los trabajadores, impulsados por el ex secretario general Hugo Moyano, votó por el regreso voluntario al neoliberalismo convencida que ello significaría una mejora individual.

La segunda sorpresa tras la quietud de la porción mayoritaria de los trabajadores organizados, con la honrosa excepción de la CTA y unos pocos gremios, fue la dispersión de la tropa propia que acompañó al anterior gobierno. Dispersión cuya contracara fue el acompañamiento entusiasta de los gobernadores justicialistas al nuevo oficialismo, con apoyo legislativo mayoritario a las transformaciones estructurales sin recibir prácticamente nada a cambio, más la defección de muchos incondicionales de la etapa previa que pasaron a operar abiertamente en línea con la nueva administración, como es el caso paradigmático del jefe de la bancada “opositora” en el Senado, Miguel Pichetto, más las distintas facciones que abrieron nuevos bloques en Diputados. Si bien son comprensibles los temblores tras las derrotas electorales, no ocurre lo mismo con apoyar sin matices al adversario.

El acompañamiento de los gobernadores, la CGT y parte del oficialismo saliente resultó, entonces, la base de sustentación de la gobernabilidad macrista. La argamasa que unió a este colectivo heterogéneo no fue sólo “la caja” del Estado, sino la creencia generalizada en el repunte económico, es decir, también y aunque pese: la ideología. Notablemente, y esta es la tercera sorpresa, la pérdida de la paciencia no llegó desde los sectores más desfavorecidos por la restauración neoliberal, sino desde el establishment empresario y mediático, que frente a la falta de resultados económicos, pero fundamentalmente, ante la inacción y falta de proyecto alternativo del gobierno frente al estancamiento, comenzó a levantar la voz hasta tonos impensados pocos meses atrás.

La situación podría resumirse del siguiente modo: El gobierno basó su programa económico en un principio que no existe en la realidad, la sustitución entre consumo e inversión. La idea archienunciada fue que si se daban todas las señales posibles favorables a los mercados, como el acatamiento al poder financiero global vía el pago a los fondos buitre, la liberación a los movimientos de capital, la eliminación de impuestos vinculados a las transacciones internacionales y la baja efectiva de salarios, se podría volver a tomar deuda para financiar obra pública (aunque tal cosa no sea en absoluto necesaria) y el gran capital global vería al país como una apetecible plaza de negocios. Ambos factores serían el punto de partida para disparar un proceso de inversión y crecimiento que pondría en marcha el desarrollo económico. Resulta sorprendente que luego de experiencias históricas en que se ensayaron discursos similares se haya recaído nuevamente en una descripción errónea del funcionamiento de la economía. 

Frente a la ausencia de resultados, desde el gobierno se escuchan expresiones como que “la economía tarda en arrancar”, afirmación que supone que alcanza con persistir en la misma estrategia de 2016 para que tal arranque se produzca. Por eso, el hijo de Franco Macri confirma a sus ministros y continúa respaldando los ajustes tarifarios, cuya seguidilla para 2017 ya se anunció junto al aumento de las naftas. Al mismo tiempo, cree que los recortes de salarios son irreversibles y que los capitales financieros, calientes y de corto plazo, continuarán fluyendo eternamente a pesar del acelerado cambio de condiciones globales.

La pasividad oficial contrasta con las señales enviadas por los inversores internacionales, maestros en correr el arco, que ya hicieron saber que no están seguros sobre la continuidad de la restauración y que necesitan más pruebas de amor, como un triunfo en las elecciones de 2017. Al mismo tiempo agregan que los 100 mil millones de nueva deuda tomados hasta entonces significarán para el Estado profundizar el ajuste en 2018.

En el frente interno, en tanto, también crecen las dudas. La primera es que no está claro si sectores como el agro, la energía y la demorada obra pública alcanzarán para tirar del carro de la reactivación, mucho más cuando el frente externo, signado por la persistencia de la caída de Brasil y la suba de tasas de la FED, empeoró. La segunda es que la luna de miel con la sociedad ya se puso en el horizonte oeste, al tiempo que por el este, reaparecen las luces de una más amarga, signada por el hastío que provoca el estancamiento y el futuro que no llega.