El cuento por su autor
Las calles estaban atestadas de soldados aquel 11 de septiembre de 1973, ese día en que una Junta Militar derrocó a Salvador Allende. Mientras mi mujer, Angélica, me conducía en auto hasta el centro de Santiago en un intento infructuoso de llegar hasta el Palacio Presidencial de La Moneda, donde yo había estado trabajando los últimos meses, se me ocurrió preguntarme, pese al peligro que corríamos, cómo estarían enfrentando este trance esos jóvenes uniformados que, con la cara embadurnada de negro, parecían dispuestos a matar a sus compatriotas. ¿Qué sentían, temían, esperaban esos conscriptos, entre los cuales, sin duda, había muchos adherentes de la revolución pacífica que ahora estaban a punto de destruir? Interrogantes que me siguieron rondando a lo largo de muchas décadas, y que solo recientemente encontraron una repuesta literaria. “Ojos que no ven” es la historia ficticia de uno de esos soldados, alguien que tuvo que presenciar cómo apresaban y golpeaban a la mujer que amaba, la exploración de su conciencia ante esa coyuntura terrible.
Ojos que no ven
Por Ariel Dorfman
No sabía que yo estaba mirándola mientras la maltrataban aquel amanecer. Sabía, por cierto, que yo era un conscripto, derrochando mi juventud en el puto regimiento, todo terrible en mi vida, salvo esa única noche tumultuosa junto a ella el fin de semana cuando logré salir con licencia.
Yo le había caído bien a Carmina a pesar del uniforme, estaba segura, me dijo ella, que yo iba a portarme como correspondía, y mantenerme leal al gobierno democrático si había un golpe de estado, y yo había respondido que le rezaba incesantemente a la Virgen que me salvara de tener que enfrentar semejante dilema, prometiéndole a Carmina que la próxima vez que nos encontráramos ya no estaría vestido de milico. Pero la próxima vez resultó ser cinco días más tarde cuando mis camaradas la hicieron entrar a empellones por la puerta del cuartel y ella no me reconoció. O no quiso reconocerme.
No estaba vendada.
En los días que siguieron, les poníamos una venda a todos los presos, se la colocábamos de inmediato. El sargento dijo que era por nuestro propio bien, para que los detenidos no pudieran identificarnos, si llegaba a eso, pero esa no era la razón por la que les cubríamos los ojos, pensé. Pensé que era más bien porque nos daba vergüenza lo que hacíamos, no queríamos recordar lo que el espejo de esos ojos nos decía.
Pero ese amanecer en Puente Alto sus ojos estaban abiertos, mirando hacia el suelo, pero bien abiertos, y sin embargo no me divisó. Tal vez todo ocurrió demasiado rápido, tal vez el miedo de ella distorsionó los trazos que pudo ver de mí: un militar más al otro lado del recinto, el mero borrón de una cara, las mejillas embadurnadas de grasa negra. Y un rifle con bayoneta calada apuntándole. Si yo hubiera sido ella me hubiera fijado en el brillo de esa bayoneta, el acero tan desnudo, la posible estocada de ese acero tan desnudo y blanco. Pero a mí no me tocó tomar esa decisión, no era yo el que estaba en peligro. La distancia nos separaba y ahí me quedé, parado, por unos instantes –los manotazos y patadas deben haber durado menos que un minuto– y enseguida desapareció, se la llevaron a quién sabe qué despeñadero del infierno. Sin que mis manos la hubiesen tocado. Las manos que habían explorado cada suave ladera de su piel no se acercaron a ella en ese cuartel, esas manos no eran las mías, no eran mis labios los que la insultaban, no fueron mis pies los que golpeaban su vientre.
Si la situación hubiera empeorado, intervengo, de eso estoy seguro. O es lo que me he dicho, me seguí diciendo durante los próximos cuatro meses hasta que la vi de nuevo, es la misma letanía que me he ido repitiendo durante las décadas que hemos vivido juntos. No, de eso no cabe duda: no hubiera permitido que mis compañeros le hicieran más daño. Pero la suerte me libró de tener que confrontarlos. Aunque no, ella fue la que se libró de que las cosas empeoraran. Por lo menos en aquella madrugada, en ese lugar. Más tarde, no lo puedo saber, no estaba presente. Pero entonces, en esa primera hora de captura, en ese primer minuto, algo la salvó. Algo. No yo. Ese mismo inexplicable algo protegería como una bendición otras presas en los meses que siguieron, de vez en cuando una de ellas nos recordaría una hermana o una madre o quién sabe qué estrella de cine que adorábamos, y así era de simple, nos conteníamos. Pero fue con ella, con Carmina, que mis compañeros de armas sintieron por primera vez ese impulso de empatía, anunciando otros momentos de absolución que nos esperaban, a ellas, a todos nosotros, en el futuro.
Porque de pronto las manos y las botas y las groserías se detuvieron, las ganas de desabrocharse los cinturones y abrirse el marrueco se sosegaron, todos dieron un paso atrás, le ofrecieron un milagroso círculo en que ella logró respirar, darse cuenta de que iba a sobrevivir.
O tal vez ya lo sabía. Era avispada, mi Carmina. Apenas había entrado al cuartel, antes del primer golpe, ya había decidido que debía desviar la mirada –no solo negándose a mirar hacia donde yo estaba parado contemplándola calladamente, por encima de ese abismo vasto, sino que también evitando acechar ni de reojo cada rostro hambriento de cada soldado. Se había estado preparando para un encuentro semejante, preparándose mucho más que cualquiera de nosotros. Como todos los adherentes del gobierno revolucionario, se había ido entrenando para una catástrofe devastadora en la medida de que se acercaba la certeza de un golpe militar, sus compañeros le habían aconsejado lo que se necesitaba para sobrevivir, nunca hagas que tus captores se sientan mal por lo que te están haciendo, eso puede incitarlos a cometer algo peor, no hay que provocarlos para que cometan algo peor.
Todo ello, mera especulación por mi parte.
No tenía entonces ni tengo ahora, treinta y cinco años más tarde, a lo largo de tanto tiempo a su lado, manera alguna de conocer cómo vivió ella esa desventura. Solo si yo le hubiese susurrado algo a ella cuando nos volvimos a reunir, revelando que había estado yo presente, testigo de cada golpe, de cada maldición, del milagro con que se aplazaron más padecimientos. Solo si ella me lo hubiera preguntado directamente o sin tener siquiera que preguntármelo, bastaba con que dijera, así de simple, te vi ahí, me alegro de que no hayas hecho nada, me alegro de que no hayas puesto en peligro tu vida tratando de salvarme cuando yo era perfectamente capaz de arreglármelas sin ayuda de nadie. Ambos tuvimos que proteger nuestro porvenir juntos, no permitir que se contaminara. Lo que ella nunca quiso admitir. Lo que yo quería admitir, era lo primero que pensaba hacer, confesar la verdad, cuando toqué a la puerta de la casa de su padre y ella apareció, mostrando todavía los estragos de su experiencia –una costilla rota, los pechos machucados, una tajada en su muslo, la muñeca torcida, nada comparado con lo que les pasó a las otras–, pero viva y con una sonrisa que no intentaba esconder la falta de un diente que le habían volado de un cachetazo.
Durante su ausencia, me había arrimado a su casa cada vez que pude. Con la misma respuesta prudente de su mamá: Carmina estaba de lo más bien, gracias. Sí, retornaría al hogar pronto, de nuevo gracias por su interés, le haremos saber su preocupación.
No iba a presentarme de uniforme en esa casa. Su papá, y la familia entera, odiaban a los militares por haber derrocado al Presidente, los odiaban aún más después de lo que les hicieron a los seguidores del Presidente, confirmaron ese odio para siempre cuando la patrulla derribó la puerta justo antes del amanecer y se llevaron a Carmina. Sin jamás conceder, las autoridades, que ella había sido detenida, sus padres y su hermanita no tenían cómo averiguar si estaba viva o muerta hasta que, cuatro meses más tarde, de repente reapareció, cojeando y maltrecha, en casa.
Sentí como un signo auspicioso, alguna mínima benevolencia del cielo, que fuera el mismo día en que terminaba mi servicio militar, que nos soltaran, a ella y a mí, al mismo tiempo.
De modo que sí, en efecto, tenía la intención de contarle lo que había visto, lo que no había sido capaz de impedir, lo que hubiera impedido sin importarme el riesgo si la cosa hubiera empeorado, decidido a presentarme ante ella de la forma más favorable sin soslayar, a la vez, mi culpa, mi miedo, mi rabia, mi asco. Ese era mi plan, como lo sabe bien Dios. Pero no hay más testigo de ello que Dios – Dios y los hermanos soldados con los que hacía el servicio–, porque ella no me dejó emitir ni una palabra, su sonrisa era como una muralla dulce, estaba tan radiante de felicidad por el mero hecho de encontrarse respirando el aire que yo respiraba, y verme, verme a mí y no mi bayoneta, a mí y no mi casco, a mí y no el ropaje camuflado, tan radiantemente feliz de que yo también estuviese vivo, que no había pasado por el mismo terror por el que ella había atravesado.
Todos estos meses nunca olvidé tu cara, dijo, su único reconocimiento que algo especial o terrorífico le había acaecido –gracias, gracias por haber pensado en mí día a día, sé que día a día rezabas por mí, todos los días lo podía sentir– y era cierto, no me había olvidado de ella, ni por un instante, nuestra noche única bregando contra la soledad, hambreando a la muerte, esas horas suaves y afiebradas debajo de la frazada que su amiga le había prestado para que la luna de invierno que se derramaba por la ventana escondiera su cuerpo de mis ojos que deseaban recorrerle cada centímetro, esa piel que yo quería que fuera mía, mía para siempre. No necesitaba que yo le destrozara la ilusión que la había conservado sana e íntegra durante esos meses de prisión en un sitio que ella no mencionó y sobre el cual yo no le quise preguntar.
Haré mi confesión mañana, ahora no es el momento apropiado. Excepto que mañana tampoco fue el momento apropiado, ni al otro día, mañana se convirtió en muchas mañanas, y una vez que decidimos casarnos, una vez que ella se había recuperado lo suficiente para repetir y explorar conmigo lo que aquella noche inaugural había ofrecido, una vez que lo que se fracturó en sus huesos y lo que le magulló la piel fueron sanando, cuando la plenitud de sus músculos se desplegó para nuevamente jugar y amar, una vez que su cuerpo había logrado olvidar lo que había acaecido como para gozar de mi cuerpo, bueno, ya era demasiado tarde, no estaba dispuesto a arruinar todo aquello, me quedé callado por ella, por nosotros.
Si ella hubiera entreabierta, aunque no fuera más que una rendija de su experiencia, si me hubiera ofrecido una minúscula astilla de permiso para romper el silencio. Pero tuve que respetar su decisión de guardar en la oscuridad la telaraña de sus recuerdos. Por lo menos de eso me convencí, así es como justifiqué que los días se precipitaran hacia esa jornada maravillosa en que nos casamos, cuando ya no me encontré casado con el ejército, ya no me consideré a la merced de órdenes superiores, distanciándome cada vez más de los otros soldados que habían estado aporreando a mi Carmina y que también la libraron de algo peor, esos camaradas cuya lealtad era lo único que me separaba de la muerte si me hubiera encontrado ante un peligro mortal.
El bálsamo del silencio. Para ambos.
Más tarde, me pregunté si no convenimos en ese silencio en función de los niños que todavía no habíamos imaginado siquiera pero que nos esperaban al otro lado del túnel de nuestra vida y que hubieran desaparecido, sin recibir siquiera la oportunidad de existir si ella hubiera sabido lo que yo había visto, si ella no hubiera ocultado lo que sufrió, me pregunté si no fue por el bien de ellos que ella le dio la espalda a ese amanecer y las noches y días y amaneceres que siguieron, eludiendo la memoria de la experiencia en nombre de los tres hijos, los dos varones y nuestra niña encantadora, tal como había evitado ella enfrentar mis ojos sorprendidos, confusos, llenos de miedo, apenas la entraron a golpes a ese cuartel.
Mejor así.
¿O se suponía que debíamos derrochar nuestras vidas como un par de putos cangrejos a los que se lleva la marea, que ella me arrojara a la basura, que yo la arrojara en un pozo de desesperanza, arrojar a las arenas nuestra única tentativa de ser felices, era justo que alguien nos pidiera que malgastáramos la existencia lejos el uno del otro para el resto de la eternidad porque yo había tenido la mala suerte de que me reclutaran como conscripto seis meses antes del golpe militar, que ella tuviera la mala suerte de que un vecino malicioso la delatara por actividades revolucionarias para vengarse de que los padres de Carmina hubiesen levantado una muralla que le semi-tapaba el sol a una de las escuálidas ventanillas del living de aquel hombre rencoroso? ¿Era culpa nuestra que hubiésemos nacido en este país que estaba en el culo del mundo?
Pero fuimos lo suficientemente sagaces, como lo fue el país, sí, tal como lo fue el país que no dejó de creer que algún día volverían la democracia y las elecciones, ella y yo y todos los demás, lo suficientemente astutos para no dejarnos devorar por la catástrofe.
Si me hubieran rondado fantasmas, habría sido diferente, me hubiera visto forzado a contarle todo, contarle a alguien, buscar algún alivio. Como una vejiga a punto de estallar. Pero no era el caso. No me rondan fantasmas, ni pesadillas. Ni esas caras, las de esos jóvenes que pestañeaban, queriendo mirar y no queriendo mirar las armas esgrimidas por el pelotón de fusilamiento. Es verdad, no hay certeza de que haya sido una bala mía la que ocasionó una de esas muertes, yo había apuntado a un lado del primer preso, un poquito sobre la cabeza del segundo. Era riesgoso, si el sargento, ni qué hablar del teniente, hubieran sospechado lo que hice, si todos hubieran repetido lo mío, y ninguno hubiera dado en el blanco, dejando a los jóvenes ahí, en pie, intactos, vivos a pesar de la andanada de balas, meándose de miedo, pero sumamente vivos, era a mí al que hubieran asesinado ahí mismo, en el acto.
Pero el primero se derrumbó como un fardo de ropa, el segundo se tambaleó por un instante que pareció no acabar nunca, bastante como para que una mirada de asombro cruzara sus ojos que se iban oscureciendo, y ahí estaban, muertos ellos y yo no, yo había sobrevivido y he sido capaz de olvidar casi todo lo que se refiere a esa noche. Traté de no hacerles daño, esa es la verdad, y ellos me han dado las gracias al no meter sus voces de contrabando en mis sueños de madrugada cuando me siento más vulnerable y no me puedo defender contra las memorias menguantes. Pero tampoco me acosan durante las horas en que estoy despierto. Dejándome tranquilo, esos dos muchachos, igual que los otros, todos los demás que desfilaron por mi vida mientras completaba el servicio militar. Salvo ella. La presencia de ella la recuerdo, no puedo evitar el recuerdo de cómo entró trastabillando por la puerta del cuartel, sus ojos desviándose hacia el mismo suelo donde dentro de poco iba a caer de rodillas. Sus ojos abiertos de par en par mientras caía.
¿Acaso visitar de nuevo ese incidente, una y otra vez, me perturba? En realidad, para nada. Es como mirar una película que protagoniza otra persona que tiene el rostro que yo solía ponerme, el rostro y el cuerpo que ella habitaba en esos tiempos, nada que ver conmigo, definitivamente nada que ver con ella. Suspendidos en la distancia, como si el pasado perteneciera a un forastero, un hombre que murió ese día y no va a resucitar.
Hasta esta mañana, cuando todo cambió.
- - -
El golpeteo en la puerta era insistente. Debido a que el timbre no funcionaba y yo postergando la tarea de arreglarlo, mañana me encargo, mi amor, eso es lo que le prometí ayer mismo a Carmina cuando me retó, oye, no conozco a nadie más sacador de vueltas.
Y hoy ya era mañana y alguien golpeaba a la puerta.
Al abrir, me topé con una mujer. Envejecida en forma prematura, con un enjambre de pelos descuidados y unos labios amargos que se torcían en lo que ella seguramente pensaba era una sonrisa, y ojos, esos ojos que eran lo único en ella llenos de fuego, ojos que te atraviesan porque han visto todo lo que hay para ver bajo el sol y más allá del sol, ojos que alguna vez destellaban en la oscuridad.
Quería hablar con Carmina.
–¿La conoce?
–Estuve con ella, en esos tiempos.
–¿En esos tiempos?
–En esos tiempos, sabe muy bien a qué me refiero, ¿usted es su marido, no? En esos tiempos. Cuatro meses juntas.
La hice entrar.
Explicó que Carmina no había contestado sus llamadas, las dos últimas veces había colgado el auricular, pero ella pensaba verla como fuera, aunque todo se fuera al diablo. Aunque todo se fuera al diablo, sus palabras exactas.
Le dije que Carmina había salido de compras, no le agregué que habíamos armado un negocio desde nuestro hogar, sándwiches para la venta en un puesto en el terminal de buses de Mapocho, solo jamón o solo queso o jamón con queso, tres tipos de sándwiches, y que esa tarde necesitábamos más pan para la confección del día siguiente.
–Puedo esperar.
Le ofrecí un tecito, unos bizcochos.
No me respondió siquiera con un gracias, masculló con hosquedad que se serviría algo cuando retornara Carmina.
Lo que vino a ser una hora más tarde. Y durante esa hora los dos estuvimos sentados uno frente al otro, ella no musitó ni una palabra y yo tampoco le dije nada, así de bien nos caíamos.
Tampoco parecía que le cayera bien a Carmina. O tal vez no le gustó que, pese a las llamadas sin respuesta, las veces que mi esposa le había colgado el fono, esta mujer se había entrometida en nuestras vidas, cruzando el umbral que no le tocaba ni cruzar ni cuestionar.
Carmina no la recibió con un beso o un abrazo o una sonrisa.
–Ya te dije que no, Cristina. ¿A qué viniste?
Cristina se tornó hacia mí. –Su esposa no quiere aparecer ante la comisión. Tengo la esperanza de que Ud. me ayude a convencerla.
–¿Cuál comisión?
Carmina respondió con una voz drenada de toda emoción. –Sabes muy bien cuál comisión. La que armó el nuevo gobierno para registrar a las personas que sufrieron durante el régimen anterior, darles alguna compensación si resulta ser verdad lo que pasaron. La comisión de Reparaciones.
–Ah, ésa.
La mujer, por alguna razón infernal, se empecinaba en dirigirse a mí en vez de hablarle a Carmina. Después de haberme ignorado durante una hora como si yo tuviera la peste.
–Le he dicho a Carmina que lo que ella padeció aquellos cuatro meses le da derecho a ese dinero. Su nombre no va a publicarse, nadie tiene que saber que entregó su testimonio. Pero no se trata tan solo de la plata. Su historia, cada una de las historias –todo eso importa. Dígale, dígale que es importante que comparezca.
Durante un momento que duró más, mucho más, de lo que había tardado ese joven al mirar cómo la sangre se le derramaba, enrojeciendo su camisa, durante un momento eterno, vacilé. Luego le respondí: –Dígale Ud. mejor – y abandoné la habitación.
Estuvieron solitas durante un par de horas. O tal vez fue menos que eso. ¿Quién sabe cuánto tardaron?
Me quedé en la cocina, recortando las cortezas del pan, asegurándome que cada pedazo de pan fuera exactamente como el otro. Preparando el jamón en un plato, el queso en otro, era necesario que todos los sándwiches fueran absolutamente idénticos, ningún cliente debía quejarse de que se lo estaba desfavoreciendo, tratando en forma injusta. Cuando terminé, fui a la hornalla y calenté la sopa del día anterior, hasta que hirvió, y entonces eché la mitad de la olla en un tazón.
Ese tazón lo puse en la mesa, en el puesto de la mesa que me correspondía, lo dejé ahí echando humo, y coloqué otro tiesto frente a la silla de Carmina, no lo llené, lo dejé vacío. Miré cómo el vapor de mi plato iba disminuyendo, hasta que mi comida se quedó ahí, enfriándose al lado de una cuchara que no había utilizado. Finalmente tomé el contenido del minestrón y lo volví a vaciar en la olla.
Y me puse a esperar.
Escuché cómo se abría y se cerraba la puerta de casa.
Tardó un rato antes de que Carmina ingresara a la cocina. Como si hubiera hecho un desvío por ahí, como si hubiera perdido el rumbo, como si le hiciera falta un mapa para llegar.
Se detuvo en la puerta de la cocina, mirándome.
–No lo puedo hacer.
No respondí nada.
–No lo puedo hacer –repitió las palabras y esta vez salieron claras, sin tropezar una con la otra. –Dios sabe que necesitamos la plata. Podríamos comprarnos un autito y doblar las entregas.
Moví la cabeza en señal de que la estaba escuchando.
–Y Victor podría enrolarse en la carrera de negocios – prosiguió Carmina. –Y Amanda podría – bueno, le hacen falta frenillos. Y unas vacacioncitas, unos días en la playa nos vendrían bien. –Se detuvo–. Pero no se trata solamente del dinero.
Tenía yo la boca seca. Abruptamente, algo en mi estómago gruñó. No había probado ni un mendrugo desde el desayuno.
Carmina frunció el ceño, se aventuró más adentro de la cocina, vio que mi tazón estaba vacío, los residuos de la sopa todavía aferrados al interior, mi cuchara sin haber sido utilizada y tranquila a mi lado de la mesa. –No se trata solamente del dinero –repitió.
Quise decir algo, lo que fuera, pero no me salió nada.
–Quizá ya es hora, Miguel, de que… Pero no así, no contárselo a un grupo de extraños.
No contárselo a un grupo de extraños. Sin agregar que primero me lo tenía que contar a mí y eso era precisamente lo que no sabía hacer. No necesitaba decirme que eso es lo que estaba pensando.
Más fácil quedarse esperando que yo dijera algo.
El silencio se hizo pesado, nos cargaba como un fardo, igual que un fardo que uno no puede sacarse de encima.
Era imposible que siguiera callado.
–Si pudieras hacerlo … –Me detuve. Enseguida: –Si pudieras, ¿qué les dirías?
–Todo –dijo ella–. Todo lo que vi.
–¿Todo?
–Todo.
Se encaminó a la cocina, alumbró el gas.
–Esto te lo voy a recalentar.
–Para los dos.
–Sí, para los dos.
–Eso me gustaría –dije.
La miré revolviendo la olla, tenía buen olor la sopa que habíamos cocinado juntos, solo ayer.
–Si tú, si quieres hacer esto… –empecé a balbucear, pero mi voz se fue apagando. Miraba su mano tan hermosa manejando la cuchara de madera, sus ojos tan bellos y tan abiertos que contemplaban la olla.
–Sí –dijo ella, sin dirigirme la mirada.
–Si es así –le dije, escogiendo cada palabra como si nunca hubiera sido pronunciada antes en la historia del mundo – sí es así, primero hay algo que tengo que contarte.
–¿Todo?
–Todo –le dije–. Todo lo que vi.
Ella probó la sopa con los labios encogidos, no quería quemarse, decidió que faltaba todavía para que estuviera lista.
–Antes, comamos –dijo, mirándome muy de frente.
–¿Te gustaría antes un poco de sopa bien calentita?
–Sí –le dije.
¿Qué otra cosa podía decirle?