Escena 1. Viaje al pasado

Hasta algunos años saber viajar en colectivo era conocerse de memoria el trayecto de cada línea (no existían aplicaciones de salvataje) y, si eras mujer, haber desarrollado una patética destreza que consistía en contorsionarse de modo tal que las nalgas propias quedaran inaccesibles para las manos y los bultos ajenos (esto sigue vigente, no hay app que te salve y la que hace poco presentó la gobernadora de Buenos Aires para denuncias por violencia de género dicen que resulta más engorrosa y frustrante que una comisaría). 

De aquellos viajes conservo la imagen de una mujer que de pronto, para sorpresa de todos los pasajeros, pega un grito. Por algo vuelve ahora. Mediados de los 80. Hora pico en el 98 que va de Congreso a Avellaneda. El modo contorsionismo está a full entre las que viajamos paradas, me incluyo. De pronto una voz de pito pega el alarido: “¡¿De quién es esta mano?!”. Ha conseguido capturar in fraganti la mano del desubicado (“abusador” en la lengua del presente) y la sostiene en alto durante los pocos segundos que le dan las fuerzas. El colectivero frena, se abre la puerta trasera, el tipo empuja a la mujer y se baja a los piques. Quien acababa de liberarnos a todas –porque, ¿quién se iba a hacer el vivo después de semejante reacción?– pasa a ser objeto de miradas cómplices por arriba de su hombro que la califican –me incluyo– en un arco que va de pobre víctima a loca de remate. Olvidé a esta mujer hasta hoy que la recuerdo con un remordimiento que llega con 30 años de retraso. Me lo trajo el tiempo, un grito con estridencia de hashtag y una potencia histórica que sorprende a las mismas que lo gritan: Ni una menos, Yo también. Es muy significativo este “fuera de tiempo” que nos alcanza más allá del género en el que decidamos reconocernos. Los hombres que se sienten agredidos por las mujeres que salen a denunciar abusos de poder o a ensayar una suerte de pedagogía cuando no policía del lenguaje, esgrimen argumentos vetustos, atrasan. Tanto que todavía hay quien osa manosear a una compañera de trabajo en el estudio de grabación adelante de testigos sencillamente porque antes era parte de un código colectivo. A su vez, las mujeres que denuncian también cargan con la sospecha de retraso: “¿por qué saltan ahora?” y “¿por qué todas juntas?”  

Habrá que responder a esas preguntas. Habrá una clave en el destiempo compartido. Una historia entramada por hombres que tienen la obligación de hacerse hombres y mujeres que nacen con su parte en el reparto. El grito “Yo También” (que no es el “a mí también me pasó” de la víctima sino el yo también lo voy a decir) se produce en un horizonte lleno de convicciones que se van desvaneciendo, esquirlas de un tiempo en que la mujer estaba hecha desde afuera: porque la menstruación te hacía ser señorita, un hombre te hacía mujer, casarte te hacía la señora de tal y un hijo venía a hacerte descubrir para qué habías venido al mundo, como sigue pensando Facundo Arana y tantas mujeres que lucen su panza como carnet de triunfadoras y buenas chicas, en las tapas de las revistas.

Escena 2. Facundo Arana me dice cosas

En Hollywood saltaron los peces gordos, por estas tierras todavía surfean la ola. Los equipos de prensa del elenco masculino aconsejan a sus clientes cerrar el pico hasta que la marea se aquiete. Parten de una verdad incontestable: cada vez que abren la boca –en especial cuando lo hacen con las mejores intenciones– meten la pata, demuestran que no están entendiendo nada. Y lo que es más peligroso para sus carreras, que no están queriendo entender. ¿Algo más reaccionario e inconveniente que para desestimar severas acusaciones de acoso Ari Paluch comente que tiene sexo seguido y duerme cucharita con su señora? Por su parte, Facundo Arana, que parece decidido a terciar cual Padre Coraje en una supuesta guerra de sexos, se postula por lejos para el premio Estrella de la Marea de la temporada. Arrancó con una declaración de corte zen con la que se proponía dar por cerrada la denuncia de acoso a Darthés: “Creo que Calu Rivero se sintió acosada y que Juan Darthés no la acosó jamás”. Y dejó en evidencia que el tan sobrevalorado justo medio y el famoso gris, no siempre es tan gris ni tan ecuánime si sentirse acosada es cosa de mujeres y defender al gremio sin aportar pruebas, cosa de muchachos. Luego lanzó una felicitación por el embarazo de su ex echando mano a una supuesta ley general: “Estoy feliz cuando una mujer se hace madre porque ahí verdaderamente se realiza”. Hay que reconocerle que frente a las críticas y bardeos varios, reaccionó con un sensato: “repensaré y estudiaré.”

Pero se ve que, con poca paciencia para la concentración y el estudio, y arengado por compañeros de rubro (masculino) que en diversas notas lo animan “a que no se achique”, Arana volvió a opinar: “El feminismo debería cuidar que su brazo fundamentalista no se lo coma”. Y aquí es cuando nos regala una de las pistas más oportunas para pensar la persistente desigualdad entre mujeres y hombres y la violencia sistemática e imperceptible, basada en el género. ¿Qué le ha hecho creer a este señor que puede hablar de lo que necesita el feminismo? Muy sencillo: que es hombre. La americana Rebecca Solnit ya ha desarrollado muy bien este fenómeno del hombre que siempre tiene la posta en su libro “Los hombres me explican cosas” donde presenta una serie de escenas en las que un hombre, sólo por el hecho de serlo, se considera en posición de dar consejos y explayarse ante una mujer con una autoridad que no se ha ganado. Va un ejemplo en modo Arana: “No sigo a las que son feministas de pacotilla, sino a las de verdad, como Florencia Etcheves y fue ella la que retuiteó un video en el que Favaloro habla de la necesidad de la legalización del aborto. Y digo qué bueno cuando hablan los que saben”. De pronto, Facundo en tono conciliador se siente en condiciones de habilitar la discusión sobre el aborto y, oh casualidad, premiar a las feministas que citan a “los que saben” que, oh casualidad otra vez, justo se trata de un señor mientras se da el gustazo de confundir derecho a réplica con derecho a prédica.

Escena 3. Diarrea estival 

Ahora Tristán llora en cámara. Señalado por acoso no por primera vez en su extensa carrera, luego de probar estrategias vencidas como acusar a quien lo acusa de buscar fama, opta por jurar por su madre muerta y recordar que se le había muerto un hijito en el Hospital de Niños víctima de diarrea estival. ¡Ojalá que la metáfora de la diarrea estival no se imponga como la más apropiada para definir la discusión sobre el aborto que promete hacer la televisión de la tarde luego de descubrir que el tema del feminismo enciende la pantalla!

Pero volviendo a Tristán que está llorando: haber venido al mundo desde un útero, ser viejo y haber pasado por una situación dolorosa alguna vez, no te hace ni más femenina, ni menos masculino en el peor sentido de ambas estructuras fijas. Sin embargo, es posible que en ese manotazo que busca dar lástima antes que dar la razón, se encuentre, muy pero muy recóndita, una intuición de que el “confieso que he sufrido” podría formar parte de toda una reflexión sobre las masculinidades obligatorias. ¿Quién puede desconocer que los hombres han sufrido para llegar a ser los machos que son? Sin dudas han tenido una madre y un padre que los marcó y muchas infancias diversas que murieron en el camino de cumplir para recibir por fin estas largas vacaciones de supremacía. Salirse de ese sufrimiento es un trabajo que se inscribe en el destiempo del que hablábamos antes. Y entonces, en cada escena regresa la pregunta:  ¿Por qué ahora? ¿Por qué todas juntas? Hay respuesta en el trabajo de las feministas que empezaron hace casi un siglo a “hinchar las pelotas” con lo del voto femenino, con que “mujer no se nace sino que se hace”, exigiendo igualdad, defendiendo las diferencias, haciendo el cruce con las realidades lésbicas y todas las femineidades por fuera del bienestar blanco y burgués, sentando bases del pensamiento contemporáneo. Durante mucho tiempo, muchos hombres y muchas mujeres mirábamos para otro lado en el colectivo. Por eso justo ahora, ya no. Hasta el momento nadie nació feminista, es posible que las próximas generaciones sí. Mientras tanto podríamos hacerle caso a Facundo Arana que a veces tiene razón: hora de repensar y estudiar.