La semana política bordeó el delirio una vez más: el Gobierno en un carnaval ridículo de negociados y sostén a funcionarios corruptos, y una jueza que autoriza el aeropuerto de El Palomar contra toda lógica y ante el silencio del ejército, tan silencioso como la Armada ante la pérdida del submarino ARA San Juan en circunstancias cada vez más oscuras.
Y semana que dejó también expuestas las políticas más cínicas y brutales de cierre de fábricas y condena a miles de trabajadores en Río Turbio, Azul, Salta y Jujuy, por lo menos, mientras ya se orejean, como en el juego del truco, la privatización de Aerolíneas y el renacimiento del perverso negocio de las AFJP.
En medio de eso, y cual no querido sinceramiento, el cambio copernicano del diario La Nación ofrece una rediagramación digital que frivoliza todo con notas tontas y superficiales que lo hacen parecer una especie de revista Gente de todos los días. Igual que Clarín, parecen máquinas de ocultar la realidad social del país gracias a tinterillos que son ejemplos de periodismo servil. Y desde esos medios que ahora son medio-medio, como diría María Elena Walsh, la semana también mostró el fogoneo en contra del supuesto y todavía incierto paro y movilización del próximo jueves 22 convocado por el Sr. Hugo Moyano.
Incierto, dígase, porque el país paralizado y sin camiones que muevan la riqueza de los ricos y dejen toneladas de basura en las callecitas porteñas y su noséqué, sería letal para el Gobierno. Pero ese paro puede ser una incógnita hasta último momento porque, con semejantes jinetes, quién sabe si el potro va a corcovear. De hecho ya el Gobierno ordenó a la AFIP que le dé bizcochos en la Oca al gran camionero y entonces las dudas, etc, etc, etc...
Lo único esperanzador de esta semana canalla fue el abucheo al Presidente en Humahuaca, donde un par de miles de ciudadanos que lo votaron ahora gritaban “que se vaya, que se vaya”, mientras el obispo apostrofaba al Sr. Macri para que deje de gobernar para los ricos y se ocupe del pobrerío que su gobierno aumenta día a día.
Desde luego que todo lo anterior puede parecer nada más que la verbalización, visión y texto de un cronista ácido, aunque no pesimista. Pero no es así, porque lo que acá se escribe es continuidad de una reflexión que esta columna planteó hace un par de semanas, al subrayar la importancia de considerar a la lectura como arma poderosa y fundamental del pueblo.
Ratificar esa idea no es ocioso en estos días –jamás lo es, de hecho– a la vista de los discursos engañosos que se ensayan permanentemente desde el poder político, y, sobre todo, desde el (in)comunicacional. Cuya artillería lingüístico-ideológica busca aumentar y profundizar la confusión popular. Del pobrerío y de los ricos, y fundamentalmente de ese magma indescifrable que es la clase media argentina, y la porteña en particular.
El cañoneo verbal de mentiras y ocultamientos sirve a esa estrategia de tergiversar, desinformar y formatear el estupidario nacional. Y como les ha dado frutos y votos, ahora parece que la malversación periodística no tiene límites en el empeño de abusar de “la pobre inocencia de la gente” que sancionó para siempre el enorme León Gieco. E inocencia a la que llenan de sonido y de furia como al Benji de William Faulkner o el Macario de Juan Rulfo.
Es forzoso declarar que se trata de un problema gravísimo y uno de los factores determinantes del pavoroso estado actual de nuestra nación.
Tan maligna prédica se refuerza día a día con lenguajes engañosos y llenos de neologismos canallas. Trolls, emprendedorismo, posverdad, por citar sólo tres. Que no son sino instrumentos dizque modernos de la deformación de la lengua que hablamos, tema que esta columna trajinó varias veces en los últimos años: la lengua que hablamos y en la que escribimos y leemos, que no es el Español (lengua que no existe) sino el Castellano, y en particular el castellano-americano que se instauró a cruz y espada en este continente y que se enriqueció –siglos de culturación traumática mediante– gracias a los innumerables aportes de las lenguas originarias.
Puede que algunos lectores se pregunten qué tienen que ver lengua y lectura con los Sres. Macri, Moyano y otros y otras como Patricia Bullrich y sus jaurías. La respuesta es que sí tienen, porque la bronca y frustración actuales, y la decepción y el dolor de nuestro pueblo, sin dudas serán superados si logramos que la prédica democrática precise todos los conceptos.
Hace ya muchos años, en 1992 primero, y en 2004 y Rosario después, en el Tercer Congreso de la Lengua (Castellana), vimos cómo los neocolonizadores alteraban el nombre de las cosas: a la conquista y el saqueo los llamaron “encuentro de dos mundos”, y ahí empezó la mutación hasta del nombre de nuestra lengua, con renovado afán imperial. Quien firma sostuvo entonces que “sólo la lectura nos salvará de la violencia que supone el embrutecimiento, porque los enemigos de la lectura (la ignorancia, la molicie, la indolencia) pueden llegar a ser los instrumentos del poder neoliberal para someter a nuestro pueblo mediante usos verbales a cargo de señoras paquetas que almuerzan en la tele ante 20 millones de hambrientos; futbolistas famosos mundialmente pero que no pueden articular sus pensamientos; chicas inducidas a ser modelos de cabezas vacías; y tarados que por las noches y a los gritos creen que humor es vulgaridad”.
En los últimos dos años el contrabando ideológico ha llegado incluso a nuestra moneda. No es casual que saquen a Belgrano y Rosas (que nunca antes fueron íconos de billetes) para poner anodinos animales que nada significan. Se llevarán puestos también a San Martín y Roca pero como empate para eliminar a Evita, perfeccionando así otra maniobra lingüística confundidora.