Desde Barcelona

UNO Rodríguez se ve a sí mismo viéndola: una película en blanco y negro teñida por el sepia del hacer memoria. La película se titula Invasion of the Body Snatchers. Y ya se sabe: invasión extraterrestre. Primeros esporas, después vainas. Y si te quedas dormido te duplican y te suplantan y nadie te cree hasta que ya es demasiado tarde. Después,  Rodríguez supo que nunca se supo del todo si ese film de 1956 –dirigido por Don Siegel, basado en una novela de Jack Finney– funcionaba en su momento, ambiguo e inasible en su ideología, tanto como propaganda anticomunista como denuncia de los excesos del macarthysmo. Y que tenía un antecedente claro en otra película: Invaders from Mars, de 1953, donde todo pasaba por la mirada de un niño experimentando uno de los grandes terrores de la infancia: eso de que tus padres se vayan por un caminito y que vuelvan iguales pero distintos y que ya no sean papá y mamá. Una y otra, claro, estaban y están apoyadas y sostenidas por miedos primitivos pero inmortales: cerrar los ojos y tener una pesadilla y que esa pesadilla se haga realidad. Y que, de pronto, tus seres queridos ya no te quieran o te quieran no para quererte sino para invadirte y convertirte en uno de ellos. De ahí que –por la constancia de los temores que provocaban en el espectador– ambos films tuviesen varios remakes o variaciones a lo largo de las décadas. El remake de Invaders, de Tobe Hopper, era muy malo. Pero el de Invasion, de Philip Kaufman –que antecedió a la revisión innecesaria de Abel Ferrara, y a la insoportable con Nicole Kidman y Daniel Craig, y ya hay otra en proyecto a ser producida, seguro, por la cada vez más invasiva Disney– resultó excelente. Y, además, se atrevió al final infeliz y “demasiado pesimista” que los productores no le permitieron a la de Siegel (con el héroe corriendo desesperado entre automóviles y camiones cargados con vainas y gritando “¡Ya están aquí! ¡Ustedes serán los próximos! ¡Ustedes serán los próximos!”) obligándole a añadir una coda con FBI disponiéndose al contraataque. La de Kaufman le heló la sangre a Rodríguez en un cine de 1978. Allí, el protagonista (Sutherland, el Donald al que todos quieren) se revelaba como abducido y reproducido y transformado y acusando. Y señalando y lanzando ese grito/ruido que, seguro, sus hijos y nietos le piden al actor que haga todos y cada uno de los Días de Acción de Gracias.   

DOS Desde entonces, cada tanto se repite el esquema: ya están aquí y los que estaban ya no son los que eran. En aquella con las gafas alien, en los hielos cada vez menos eternos de The Thing. En los humanos reprogramados en Quatermass and the Pit. En los niños/alumnos listos para dar la lección de Village of the Damned. En los hombres-robot de El Eternauta (que Rodríguez leyó, atónito y admirado y obligado por su prima y princesa marciana Mirta, durante aquel cada vez más lejano en el tiempo y cercano en su memoria viaje a Buenos Aires). En el meñique inmóvil en aquella serie de televisión. En los emuladores Mysterons de Captain Scarlet. En The X-Files que acaba de re-volver. En The Faculty. En The Hidden. En Men in Black. Y de tanto en tanto –muy de tanto en tanto– en las mejores intenciones del pacifista Klaatu o del romántico Starman o del evangélico Rantés/prot o del, para Rodríguez, un tanto fecal E.T. Y, en algún lugar a mitad de camino, entre los lobos feroces y los bambis, los melancólicos y en extinción marcianos en las Crónicas de Bradbury quienes –en el mejor de sus relatos y en el que, según Borges, “se insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara”– adoptan forma humana para hacer naufragar a los navegantes espaciales con el canto de sirena de familiares muertos. Pero el impulso que prima –trátese de los engripados de H. G. Wells o de los diábolos de Arthur C. Clarke o los cabezones de Tim Burton o los destructores de lugares turísticos de Independence Day– es el de venir a invadir. Con muchos efectos especiales. Aunque –a la hora de la verdad o de lo que podría llegar a ser cierto– nada asusta más que la posibilidad de que, más allá de tentáculos y antenas y piel verde y pelo/peinado amarillo lunático, ellos sean muy pero muy parecidos a los seres humanos (o tengan la habilidad de parecerse a ellos). Y que estén entre nosotros sin que lo sepamos. Y, aún así, que lo que más deseemos sea estar entre ellos tal vez, piensa Rodríguez porque ya no soportamos estar a solas, los unos con y contra los otros.

TRES Y hasta existe una perturbación psicológica –el Síndrome de Capgras– cuyo síntoma es que “el paciente cree que una persona estrechamente relacionada con él ha sido sustituida por un doble”. Le pasa a Rodríguez de un tiempo a esta parte con “los suyos” a los que cada vez él les pertenece menos. No lo quieren. Y son iguales a los que alguna vez lo quisieron. Pero ahora lo miran raro: como si no lo viesen o como si no quisiesen verlo. Lo miran con esa mirada soñadora o pesadillesca con la que otros miran las estrellas o a la Tierra. Con ganas de ser abducidos o de invadir o delirando “una presidencia simbólica y otra ejecutiva”. Algunos se ponen careta de Puigdemont (quien días atrás explicó su triunfal derrotismo vía tweet con un “Soy humano y hay momentos en los que también dudo” para que nadie pensase que él es marciano o, por lo menos, lunático, allá donde está, en su lujoso cottage alquilado en la localidad belga de... ¡Waterloo!). Incluso su hijo ya suspira cuando Rodríguez enumera sus miedos ante el espacio profundo que los rodea y sólo le hace caso si sus paranoias incluyen la partida de Messi de llegar el otro Independence Day.

  De ahí que Rodríguez, a solas como astronauta, se concentre en cualquier noticia acerca de la posibilidad de que haya algo ahí fuera. De paso por Madrid hizo un alto en la exposición Marte: La Conquista de un sueño en la Fundación Telefónica y en el AVE de ida y vuelta se leyó Todos estos mundos son vuestros: La búsqueda científica de vida extraterrestre de John Willis. El vagón del tren estaba lleno de mujeres a las que mejor no mirar fijo (Rodríguez no puede evitar el recuerdo de aquella vagina dentata en Species) y de tipos que parecían políticos del Partido Popular aterrados por la invasión de afiliados a Ciudadanos que venían a sustituirlos en encuestas e intenciones de voto. Y de regreso en casa continuó añadiendo recortes de prensa a su carpeta cósmica. Lo de que en agosto de 1924 el gobierno de Estados Unidos declaró un día de silencio radiofónico para así anular interferencias y que, con optimismo, se oyese claro y alto la voz de los extraterrestres. Pero nada desde entonces y desde entonces. Mensaje sin responder aún en la botella del Voyager. Y falsas alarmas como oscurecimientos en brillos de estrellas. Y extraños objetos viajeros que nunca se llaman Rama. Y telescopios del SETI cada vez más potentes en su impotencia. Y millonarios con mucho tiempo y dinero libre. Y señales sónicas extrañas (la más fiable por inexplicable es una de 1977 bautizada como Wow). Y nada por allá y todo por aquí.

Así, Rodríguez camina lenta y astronáuticamente por Barcelona rodeado de personas que piensan que la otra mitad son aliens mientras Puigdemont va girando por ahí en plan más UFA que U.F.O. Y por eso Rodríguez trata de salir poco de su cápsula (su piso de decorado no replicante pero sí réplica de tantos otros des/gracias a IKEA, cuyo fundador/invasor acaba de desmaterializarse) en la que, cuando se aburre, se para frente al espejo. Y se señala a sí mismo y abre bien la boca y de adentro suyo extrae ese desgraciado sonido que suena al WOOOOW que regurgitó Sutherland al final de aquella película. Y Rodríguez se pregunta cuánto falta para que termine esta otra.