El barón de Montesquieu nos dejó una de las construcciones jurídicas más grandes de la contemporaneidad, la separación de poderes. Consciente de la arbitrariedad de épocas precedentes, el genio de la Ilustración advirtió fabulosamente la necesidad de crear un equilibrio institucional, de manera que no se acumulara excesivo poder en las mismas manos y se evitara así que su ejercicio se tornara totalitario. Esta visión de equilibrio se reflejaba de manera categórica en su máxima “un Poder termina por devorar a todo lo demás; dos por enfrentarse; tres mantienen el equilibrio”.
Dentro de esa separación de poderes, el Poder Judicial se ha convertido probablemente en el más estratégico de los tres. Principalmente porque vigila el cumplimiento del Estado de derecho, siendo la salvaguarda de la legalidad, por encima de los otros poderes, dominados principalmente por unos partidos políticos enfrentados fratricidamente. Por lo tanto, sin la existencia de un Poder Judicial independiente que se eleve sobre la lucha política, el ideal de sociedad justa de Montesquieu fenecería, ya que, como alertaba, “no existe tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia”.
Desde la formulación de estos servicios, se libra una guerra de dominación por parte del poder político sobre el judicial; contienda en la que el segundo ha desarrollado gestas memorables de resistencia frente al acoso constante de la fuerza política dominante en cada momento histórico. En muchos países hay dirigentes políticos que han comprendido que lo más democrático para preservar la defensa de la sociedad y de las víctimas es dejar al Poder Judicial que sea independiente y responsable. Así fue entre los años 2003 y 2015 en Argentina. Se podría decir que ha sido la primavera de la justicia en este gran país al que tan vinculado me encuentro y al que tanto quiero. Pero a esa primavera ha seguido el invierno más feroz, en el que se han develado demasiadas maniobras que estaban ocultas y que, agazapadas, estaban esperando el momento político más favorable para destruir lo conseguido.
Las pasadas elecciones en Argentina llevaron al poder a una oposición que durante años ha ansiado la expulsión del rival de los centros de mando del país. Una ansiedad que quizás se ha tornado en cierto tinte de revanchismo. Es cierto que la política despierta las peores fieras y genera insuperables enemigos. No hay nada objetable en ello, es la lógica en la que se mueven la mayoría de los países. Sin embargo, en Argentina es alarmante que la revancha política esté utilizando como lanza al Poder Judicial, rompiendo así peligrosamente el equilibrio entre poderes que Montesquieu erigió como garantía inexcusable de toda sociedad democrática.
En los últimos años han aparecido denunciantes seriales, actores políticos contrarios a la anterior administración, que han infectado de denuncias en forma sistemática a la Justicia Federal. Miembros de la anterior administración están soportando en algunos casos cientos de denuncias, normalmente por delitos contra la administración pública. En muchos casos se trataba de meras decisiones políticas que han terminado siendo objeto de la lupa punitiva, en una clara invasión judicial sobre meros criterios de oportunidad política. Esta actividad penal no tiene parangón en términos cuantitativos en la historia del país. Pareciera como si se buscara el exterminio político de un grupo opositor a través de la justicia. Ejemplos como el de Milagro Sala en Jujuy muestran con crudeza esa promiscuidad entre mala política y peor justicia.
Muchas de esas denuncias han activado una suerte de causa general que tiene dos elementos comunes denominadores que son tremendamente peligrosos: por un lado, la ruptura de la última ratio penal por una lógica de automatismo de admisión, y, por otro, la absoluta omisión de la excepcionalidad de la prisión preventiva.
En primer lugar, se han abierto causas por mero automatismo judicial renunciándose al filtro, esencial en el ordenamiento penal, del principio de la última ratio. El derecho penal solo entra en juego en aquellos casos que revisten una manifiesta gravedad, por lo que debe existir un filtro de admisión elevado para poner a operar la maquinaria criminal, no cayendo en mecanismos de procesamiento informados por antipatías o simpatías políticas que vulneren aquel principio.
En segundo término, en la mayoría de los casos se ha utilizado de manera generalizada una medida que es excepcionalísima en el derecho procesal penal moderno, la prisión preventiva, privando de su libertad a personas que no han podido defenderse y sobre las que no pesa ninguna condena. Eso sí, una prisión preventiva que cobra un enorme simbolismo en la arena de la lucha política pero que jurídicamente no se justifica jamás si no es en el marco de contadísimas excepciones que deben quedar acreditadas para evitar afectaciones al proceso. La instrumentalización de la justicia penal, a través del abuso de la prisión preventiva, es una tendencia que empieza a ser una constante en muchos países, incluido el mío, España, y especialmente en Argentina.
A lo anterior se une que en esta acción judicial sin precedentes se están reportando de manera continuada graves violaciones al debido proceso, como la privación de las defensas en el control de prueba, impedimento a los abogados defensores del debido acceso a los expedientes, la vulneración de reglas de competencia en busca de órganos concretos, manipulaciones de los tiempos procesales para adecuarlos a eventos políticos, resoluciones arbitrarias de todo tipo, y demás reclamos planteados por las defensa que han terminado en recursos extraordinarios ante la Corte Suprema de Justicia. Pero que, además, ya han empezado a llegar a organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la ONU, entre otras instancias internacionales que analizan con preocupación lo que está sucediendo en Argentina.
Baste con citar, no por ser el único, pero sí el más llamativo y reciente, el caso más polémico referido al procesamiento, nada menos, que de la ex presidenta Cristina Kirchner, el ex canciller Héctor Timerman y el ex candidato a la vicepresidencia en las pasadas elecciones Carlos Zannini, junto a otras personas. Una denuncia cuyos hechos ya habían sido inadmitidos anteriormente, en 2015, con un recorrido de recursos que avalaron en aquel momento esa decisión de archivo. Sin embargo, en este nuevo contexto se reactiva esta polémica investigación (el caso AMIA y el Memorándum de Entendimiento con Irán, aprobado por el Congreso de la Nación) disponiendo unas medidas de prisión preventiva que parecen excesivas y faltas de justificación, ya que nada impide que continúen las pesquisas sin cercenar el derecho a la libertad de estas personas.
Es necesario alertar que toda esta instrumentalización política se está gestando sobre un clima de desafección política generalizada entre la ciudadanía. Desconectados de las instituciones aceptan sin necesidad de mucha justificación que hay que procesar al mayor número de cargos públicos. Es fácil alimentar el “¡algo habrán hecho!”. Una dinámica que deja a todos desprotegidos, no sólo al mismo pueblo que vitorea la contundencia procesal inmediata, sino a los que hoy la ejecutan y mañana pueden reclamar un trato justo cuando dejen su puesto y la ola de indignación ciudadana sea instrumentalizada políticamente contra ellos sin mesura alguna.
Son muchas las voces que están pidiendo encarecidamente al Poder Judicial argentino revestirse de esa necesaria independencia y revertir esta perversa tendencia. Gente como el juez Raúl Zaffaroni, ejemplo de ética judicial, múltiples organizaciones de derechos humanos, y diversos organismos internacionales que ya están analizando la preocupante situación.
La lucha encarnizada por los partidos en su afán de hacerse con el Poder Ejecutivo puede incluso ser sana en términos democráticos. Pero que esa lucha política se lleve al terreno judicial y que este poder independiente quede a la intemperie por la instrumentalización de otro, pone a todos en un riesgo sistémico como sociedad y a Argentina en el Km 0 de la regeneración democrática. La destrucción de lo ganado por meros intereses ideológicos degrada a la democracia hasta hacerla desaparecer. Montesquieu advertía del peligro que suponía someter al Poder Judicial al indicar que “una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”.
Por lo tanto, si como sociedad se avala este perverso revanchismo desde la justicia, olvidando lo conseguido con tanto esfuerzo por las víctimas de una dictadura feroz y por los organismos de derechos humanos, durante años, al margen de los colores políticos, se desarticulará el equilibrio de poderes y estaremos poniendo en riesgo de debacle a toda la sociedad.
* Magistrado y abogado.