Contemporáneo de Molinari y de Borges, es decir, de toda aquella vanguardia estentórea e iconoclasta de los años '20, y sin ser un desconocido para ellos o mejor aún, estando en un plano de igualdad y reconocimiento de los mismos, prefirió el reposado vivir en una ciudad de provincia que resultó emblemática como lo era para la historia económica y política del país.

Alejado de todo aparato promocional, su poesía tuvo la natural circulación que tiene el agua cuando se desliza entre las piedras y los accidentes del terreno buscando su cauce que puede parecer sinuoso, pero siempre encuentra su destino.

El destino de la poesía era para Pedroni el de producir la emoción en el otro, o como él gustaba repetir: "ofrecer una poesía como una mano tendida para llegar al corazón del hombre".

Desde el temprano espaldarazo de Leopoldo Lugones con aquel feliz epíteto de "el hermano luminoso" en junio de 1926, saludando la aparición de su más celebrado libro, Gracia plena, hasta El nivel y su lágrima, publicado en 1963, cumplió un destino envidiable para mucha gente que escribe sin consecuencias en este país.

En su actitud e indumentaria, Pedroni fue un hombre como todos. Supuso siempre que sus actividades de poeta y de contador no solo no eran incompatibles sino que se le presentaban como complementarias.

José Bartolomé Pedroni nació en Gálvez, Santa Fe, el 21 de septiembre de 1899. A los 21 años se radicó en Esperanza, madre de Colonias, y falleció en Mar del Plata el 4 de febrero de 1968.

Dijimos que era poeta y contador. Dos términos de una ecuación que no se distrae en contradicciones, porque era capaz de palpar la leve gravedad de las cosas y hacerlas entrar en el orden prolijo y traducible de las cifras, de donde quizás naciese su confianza en lo armónico del mundo. Esa confianza de los presocráticos que junto a Heráclito conciben la justicia como la necesidad física que mantiene todas las cosas en su propio orden y desarrollo y que identifica el orden ético con el orden cósmico.

La gesta de la colonización gringa en Santa Fe tuvo su Homero y se llamó José Pedroni, que descendía de aquellos inmigrantes venidos al llamado generoso de la flamante Constitución de 1853.

Venían como aquellos que guió Moisés hasta la Tierra Prometida. Venían a hacer realidad los sueños de los gobernantes. Venían a concretar aquello que había escrito Alberdi: "gobernar es poblar". Venían guiados por un nuevo profeta de estas tierras nuevas que se llamaba Aaron Castellanos.

Pedroni fue uno de los primeros que vio detrás del gesto visionario de aquellos gobiernos obsedidos por los sueños de una gran provincia surcada de ríos navegables y de tierras feraces pero incultas.

Uno de los epítetos con que suele acompañarse el nombre de Pedroni es el de "poeta social" o "poeta comprometido". Más allá de las connotaciones relativas con que hoy se podría leer esta enunciación, en vida del poeta esta caracterización era muy fuerte y llevaba esa etiqueta agua para algún molino en detrimento de otros. Para ser justos, Pedroni se consideraba un "poeta histórico", que debía -según sus propias palabras- sostener la lucha del hombre. Estaba convencido de que el poeta era un ser histórico que debía acompañar la marcha de otros hombres que necesitan la poesía para vivir.

Y además sostiene un interesante concepto: que el canto del poeta debe confundirse con la voz del pueblo, es decir, de las mujeres y de los hombres hasta borrarse el mismo nombre del autor de esos versos, del autor tal vez casual de esos versos. "La única gloria a que aspiro es ver cómo el pueblo se apodera de mi canto y empieza a destruir mi nombre", repetía.

Como no se consideraba distinto a nadie, hacía suyas las palabras de Hugo: "Ah, insensato, que crees que yo no soy tú".

En esta línea, Pedroni escribió los poemas de sus últimos años y reivindicó la herramienta manual que dignifica la tarea y civiliza, es decir, cultiva los gestos pacíficos, y cantó también la equidad solidaria de un juez de paz que sostenía que para que el trigo creciera debía reinar la paz en rededor, el lanzamiento de un colono a quien sus vecinos restituyeron los enseres arrojados al camino, el valor histórico de una guadaña o el peso maravilloso de un martillo golpeando sobre un yunque "que era como un zorzal de vidrio".

Porque creyó que todo ello -el trabajo, la solidaridad y la justicia- eran la meta final hacia el destino del hombre. "Dicen que el hombre es malo, te digo que no es cierto", escribió.

Preocupado por el destino final de sus versos, llevaba en sí siempre el imperativo de Heine: "Nadie sabe si un día no tendremos que dar cuenta de nuestras palabras", y agregó: "El recuerdo del hombre dirá cuál es el mejor de mis poemas. Pienso que ha de ser aquel donde mis semejantes de hoy y mañana se reconozcan. La gloria no es más que un verso recordado".