Una novela sobre la indiferencia: así definió Laura Rossi a Los bordes del cielo en el video de difusión de su presentación en la Biblioteca Vigil, realizada en octubre pasado por Carolina Musa.
Era una pena que Rossi, escritora nacida en 1980 en San Miguel (Buenos Aires), radicada en Rosario desde 2009 y finalista de dos premios Clarín Novela, viniera dilapidando su sólida obra en dos de tantas editoriales rosarinas que se sostuvieron con el aliento efímero de quien pega las brazadas que puede el cuerpo antes de ahogarse.
Tal fue la suerte corrida por su segunda novela, Baldías (Erizo Editora, 2013), y por la tercera, Llegaría el silencio (Río Ancho Editorial, 2014). La revancha le llegó el año pasado, cuando la Editorial Biblioteca, de la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, eligió publicarle Los bordes del cielo para reabrir la colección Prosistas argentinos, encabezada por La vuelta completa (1966), la segunda novela del reconocido escritor Juan José Saer. Así, la cuarta novela de Rossi es también la cuarta de esta colección recobrada.
No podía estar mejor elegida. La Editorial Biblioteca se ocupa de reconstruir no sólo la Vigil, recuperada en 2012, sino con ella el delicado tejido del orden simbólico y el sentido comunitario que fue siendo desgarrado por los sucesivos guadañazos de la dictadura de 1976 a 1983 y los subsiguientes proyectos neoliberales antipopulares.
Tales desgarros son denunciados por Laura Rossi en su obra con la eficacia de la literatura entendida como "arma cargada de futuro", por citar el banner contemporáneo de la editorial. Ponerse al hombro la pesada herencia de la Vigil no funcionaría como acción eficaz si no habilitara la circulación en formato libro de estampas como estas:
"Dentro del bar, se han encendido las luces. Las siluetas que vislumbraba son ahora un grupo de chicos que toman cervezas. Hablan, se ríen a carcajadas; cada tanto, miran el televisor. No los conozco ni de vista. (...) Una pareja ocupa una mesa pegada al ventanal. No puedo saber desde hace cuánto las caras de la gente con la que me cruzo me resultan ajenas. Parece que hace una eternidad: los tiempos en los que nos conocíamos todos se me hacen como de otra vida (...)".
"Algunos de sus vecinos están regando. Huele el pasto mojado, escucha los ruidos del agua del otro lado de las ligustrinas o de las lonas que algunos han colgado de los alambrados buscando algo de privacidad. 'Es de ahora esto de ocultarse', piensa y recuerda que antes el pasto de las casas llegaba, sin interrupciones, hasta la calle", escribe Laura Rossi. Sus lectores nos sentimos retratados.
El crítico Fredric Jameson, en su ensayo sobre Raymond Chandler, subraya el valor de los tiempos muertos de sus novelas policiales como pintura de la sociedad estadounidense de su época, fracturada hasta lo incomprensible. La mirada del detective, sugiere Jameson, sería el hilo que enhebra aquellos islotes en un todo coherente, mientras que el novelista del siglo XIX (¡al igual que el culebrón del XXI!) podía representar todas las clases de su sociedad en un mismo edificio.
El investigador detectivesco, el protagonista de la novela policial, logra esto porque es un extraño: una figura quijotesca, un ser íntegro no del todo integrado a ninguno de los espacios sociales que transita. No se corrompe, no transa, y así logra resolver además el problema, responder a la pregunta de quién cometió el crimen.
Eugenia Ramírez, la investigadora aficionada que protagoniza Los bordes del cielo, no se enfrenta a un problema sino a un misterio. Es una maestra rural de vacaciones y está de a poco transformándose en una de las sombras vivas que habitan un pueblo casi fantasma llamado Echeverría (como el autor de El Matadero). Aunque se halla pocos kilómetros tierra adentro al oeste del pujante balneario atlántico Santa Teresita, Echeverría es seco y polvoriento. A medida que va mutando de soltera con pretendiente a abúlica solterona según los obsoletos códigos pueblerinos, Eugenia soporta el calor agobiante de enero inquiriendo por su cuenta qué fue de una chica hallada muerta en un ya lejano diciembre (aunque hayan pasado apenas días) a la entrada del pueblo. Al reconstruir los hechos se va dando cuenta de que, al igual que la pareja de viajeros perdidos en la distopía totalitaria de Llegaría el silencio, nadie sabe cómo llegó al pueblo ni nadie se lo ha preguntado. "La chica" no habla; le inventan un nombre. La toman de criada. Nadie denuncia su llegada. La sacan a pasear por ahí como si nada, integrándola a la rutina de una normalidad sospechosa.
Los bordes del cielo fue titulada así a partir de sus descripciones del anochecer pueblerino de verano.
"La chica" es la versión femenina del homo sacer de Agamben. Cualquiera pudo matarla impunemente bajo un silencio cómplice. Se parece en esto a las mujeres halladas muertas en un baldío de la novela Baldías. Pero Rossi prescinde ahora de fuegos de artificio tales como la narradora con estilo (Baldías) o la alegoría política (Llegaría el silencio). Y esa prohibición de la pirotecnia convierte su cuarta novela en una obra maestra. Los bordes del cielo, titulada así a partir de sus descripciones del anochecer pueblerino de verano, está a la altura de Faulkner o de Saer o de Carson McCullers, o de lo mejor del cine de los hermanos Coen. Su ritmo cabalga con morosa pero agradable lentitud sobre las rutinas del pueblo, revelando al correr de las frases un modo de vida en los bordes de lo humano: una manera de habitar el mundo que se parece cada vez más a la de los animales.
El uso de la narración en tercera persona en vez de la primera le permite a la autora más distancia, más objetividad, la posibilidad de una prosa rayana en una poesía austera que jamás cae en lo cursi, y algo fundamental: pasar sin alardes de un punto de vista a otro, de una interioridad más o menos arrasada a la siguiente. Hay que prestar atención a cuál de todos los personajes no se le presta ese espacio.
A la protagonista de la historia le va el sentido mismo de su propia vida en saber quién mató a "la chica".
La ética, en una novela radiante y profunda sobre la miseria humana como esta, es inseparable de la estética. El mal está consustanciado con el estilo, o con su ausencia. Sin embargo, aunque en la última línea el problema se resuelva, el misterio permanece. A Eugenia le va el sentido mismo de su propia vida en saber quién mató a "la chica". No sabe por qué esa pregunta es tan importante para ella y en eso no sabido se juega una verdad oculta e inefable. El misterio es eso: es como esa luz que alumbra los bordes del cielo cuando ya vino la noche.