Cada uno está solo sobre en el corazón de la tierra, atravesado por un rayo de sol, y de pronto anochece.
Salvatore Quasimodo
Decidí pasar esas vacaciones de una forma distinta. Estaba harta de gente pisándote la cabeza, de comer arena ajena, y de uno o dos chichones fabricados por la sombrilla voladora del vecino. Y eso con suerte, si no perdía un ojo por uno de esos fierritos díscolos desbocados por el viento.
El clima no estaba mal a pesar del la temperatura del mar. Era un abril inusual: el sol brillaba con fuerza y parejo. La arena por momentos parecía hervir, por las ondulaciones que provocaban el viento y el reflejo de los rayos del sol sobre la conchilla.
Estaba cómoda: la reposera, la sombrilla, casi nadie en la playa, y mi libro, que a pesar de ser una buena novela no terminaba de ocupar todas mis neuronas en el acto de leer. Será por eso que me fijé en ella. No sé. Empecé a mirar con detalle su manera de caminar. Estaba descalza y me sorprendió cómo apoyaba un pie delante del otro como suspendida, con la elegancia de una gacela. Como levitando. Tanta era su armonía que sus manos y brazos apenas modificaban la postura con el movimiento de su andar.
Hubiera esperado que, por el tipo de vestimenta que llevaba, su cabeza mirara a lo alto dejándose alimentar por la energía del sol. Tal era su imagen de vital. Llevaba un ancho vestido de tela leve y llena de flores, que el viento arremolinaba. He aquí un ser optimista, me dije, sin dejar de sentir un coletazo de envidia en los intestinos. Sin embargo su cabeza se inclinaba hacia abajo, con la misma curvatura que el pico de un buitre. He ahí una paradoja, dije, en otro de esos ataques de narrador decimonónico que me dan a veces, y que me producen una media sonrisa de costado al hacer alguna clandestina observación sobre la gente.
La vi un día, la vi otro día, y al tercero me sorprendí al darme cuenta de que el recorrido que hacía era siempre el mismo: cien metros, aproximados, para un lado, y cien metros, aproximados, en sentido contrario. Paralela al mar y sobre la arena ardiendo. Sin embargo no parecía sentir la temperatura. Con su paso suspendido ratificaba aquella sensación de no estar caminando sino en elevación, quedándose afuera de algo tan prosaico como la temperatura de la arena, a las doce del mediodía de algún excepcional día del mes de abril.
Fue en el cuarto día cuando noté el cambio, y ahí solté mi libro y no dejé de mirarla. Ya no caminaba paralela al mar. Ahora lo hacía perpendicular y sin respetar los cien metros aproximados. Cada recorrido se extendía unos metros más pero hacia el agua. Otro cambio que noté fue que su cabeza ya no describía aquella curvatura paradojal. Estaba recta siguiendo la dirección de su columna vertebral, con los ojos dirigidos, inmutables, hacia el horizonte. Se había soltado el pelo, larguísimo, que antes mantenía recogido con un prolijo moño, y que ahora, junto con su leve vestido colorido, parecía flotar empujado por el viento que venía del mar.
Me di cuenta de que en la repetición de su caminata cada vez se dejaba mojar un poco más por las olas, que ese día, tal vez por efecto del viento, parecían más encrespadas que nunca.
Está tomando impulso para bañarse, pensé, es valiente, yo con esta temperatura del mar ni loca.
En cada entrada al agua su vestido se iba mojando unos centímetros más y, quizá por el tipo de tela con que estaba hecho, se iba adhiriendo a su cuerpo con elegancia. Fue entonces que noté que era muy delgada, y ahí encontré una de las razones por las que parecía levitar en vez de caminar.
Cuando el agua llegó al nivel de la cintura, abandonó el ejercicio de entrar y retroceder y siguió solo avanzando, lenta. Al principio vi como sus manos se movían, como si hiciera un intento, apenas, de nadar, pero después la noté tranquila, avanzando, entregada al vaivén incesante del mar.
Lo último que vi fue su cabello oscuro flotando unos segundos, antes de que la espuma de una ola final lo cubriera totalmente. En ese momento también noté que una espesa nube gris, peligrosa, iba cubriendo el cielo. Decidí que era tiempo de irme. Recogí mis cosas. La sombrilla ya tenía un fierrito salido por efecto del viento, y el bolso, no sé por qué causa ajena a la lógica, pesaba más que al llegar a la playa.
Me fui pensando que nunca había visto a nadie morir y que tal vez fuera algo tan extraño como ver a alguien nacer. Resulta ser lo mismo, me dije. Alguien arrojado en, o afuera de, este cuerpo redondo y azulado iluminado, eternamente, por el sol.