Desde Nueva York

La relación conflictiva entre Washington y Moscú escaló rápidamente en las últimas horas luego de que el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, acusara al gobierno ruso de haber intervenido en los últimos comicios a través de ataques cibernéticos y prometiera represalias contra Rusia por esa acción. El tono y los términos usados por el mandatario saliente no dejan lugar a interpretaciones: “Creo que no hay duda de que, cuando cualquier gobierno extranjero intenta lograr un impacto en la integridad de nuestras elecciones, debemos actuar. Y lo haremos, en el momento y lugar que nosotros elijamos. En parte puede ser explícito y publicitado, en parte no”, dijo Obama el viernes, en respuesta a un informe de inteligencia que apunta contra hackers bajo el ala del Kremlin. Así, las relaciones bilaterales alcanzan en estos días su punto más ríspido desde la caída del bloque soviético y algunos medios locales ya hablan del comienzo de una Guerra Fría 2.0.

Sin embargo, la sucesión de gobierno que tendrá lugar en los Estados Unidos el mes que viene puede cambiar el juego. Lejos del tono belicoso de Obama, el presidente electo Donald Trump, que asumirá el 20 de enero, parece dispuesto a refundar de cero el vínculo. Sólo así puede entenderse la nominación del CEO de ExxonMobil, Rex Tillerson, un hombre de excelente vínculo con el gobierno ruso, como secretario de Estado, a cargo de la diplomacia. No parece importarle, tampoco, si en el camino a hacer buenas migas con Moscú debe tensionar su relación con el establishment militar: esta semana desestimó las denuncias de ciberespionaje contra Rusia, aún cuando existen informes de tres agencias de inteligencia federales que indican que sí existió esa intervención. “¿Pueden imaginarse si los resultados de la elección hubiesen sido otros y NOSOTROS hubiésemos jugado la carta de la CIA y Rusia? Lo hubiesen llamado una teoría conspirativa”, tuiteó después.

El informe de inteligencia asegura que quienes ingresaron en los sistemas del Partido Demócrata y del equipo de campaña de Hillary Clinton para robar información que luego se distribuyó a través de Wikileaks y otros sitios de internet son dos grupos de hackers vinculados con el gobierno ruso; y que esos mismos grupos (bautizados Oso cariñoso y Oso bonito) también accedieron a documentos del Partido Republicano pero decidieron no publicarlo, lo que demostraría que existió una intención de beneficiar a Trump. Según ese documento, el objetivo final no era necesariamente conseguir que fuera electo pero sí desgastar la legitimidad de Clinton en caso de que llegara a la presidencia y causar confusión y desconfianza en el sistema electoral norteamericano. “Es ridículo. No lo creo, para nada”, respondió Trump en una entrevista.

El reporte fue confeccionado por la CIA y, luego de algunos días, recibió el respaldo del FBI y del Director Nacional de Inteligencia, el funcionario encargado de supervisar a las dieciséis agencias federales que forman parte del sistema de inteligencia en los Estados Unidos. Sin embargo, desde el Congreso, legisladores del Partido Republicano denuncian que no tuvieron acceso a él: “Pedí ser informado y me dijeron que no, así que no sé qué es lo que está pasando”, se quejó el senador Ron Johnson (Wisconsin), que encabeza el Comité de Seguridad Nacional y Asuntos del Gobierno de la cámara alta. En la cámara de representantes, David Nunes, jefe del Comité de Inteligencia (y miembro del equipo de transición de Trump), también manifestó su “honda preocupación de que la intransigencia a la hora de compartir información con el Congreso pueda deberse a una manipulación de esa información con fines políticos”.

Obama sí tuvo acceso al documento y decidió que las evidencias que existen son suficientes para escalar la relación bilateral en los últimos días de su mandato. La respuesta de los Estados Unidos por el ataque cibernético será “proporcional” y “significativa”, aseguró. Para el presidente norteamericano, el informe es categórico en demostrar que los hackers actuaron desde Rusia y “no pasan muchas cosas allí sin que se entere Vladimir Putin”. Según aseguró en la conferencia de prensa que dio el viernes antes de comenzar sus últimas vacaciones en el cargo, el mandatario dijo que “esto sucedió en los más altos niveles del gobierno ruso”. La respuesta desde Moscú no tardó: el vocero presidencial Dmitri Peskov sostuvo públicamente que consideraba “indecentes” las acusaciones “sin sustento” de Washington. “Los Estados Unidos deben dejar de hablar de eso o mostrar alguna prueba finalmente, de lo contrario parece bastante improbable” la acusación, dijo.

Curiosamente, Trump, el hombre al que muchos temen como imprevisible, aparece como un deus ex machina justo a tiempo para desactivar una escalada que, con otro hombre (o mujer) en la Casa Blanca tendría una perspectiva más compleja. El conflicto está, de todas formas, lejos de una resolución: el establishment militar y de inteligencia de los Estados Unidos sigue líneas profundamente grabadas que exceden al gobernante de turno; y el Congreso puede marcarle al presidente electo la cancha (y Rusia es un tema en el que los demócratas podrían encontrar puntos en común con sus pares republicanos para limitar el poder presidencial). Sin embargo la apuesta del presidente electo puede rendir frutos: una sociedad con Moscú allanaría el camino para una solución pronta a la guerra en Siria, estabilizaría el mercado energético mundial y enviaría una señal poderosa a China, otra potencia con la que las relaciones están tensas.

Sin dudas, avanzar en ese sentido tendrá consecuencias, con repercusiones en todo el mapa, empezando por Europa, eterno tablero del ajedrez entre Washington y Moscú. Más allá de lo que se acuerde respecto a los países bálticos, la anexión de Crimea o las defensas misilísticas de la OTAN (por mencionar tres asuntos en los que Trump deberá ceder posición en pos de un acuerdo amplio con Putin), en el fondo se trata de reconocer, nuevamente, a Rusia como un par y darle un asiento en la mesa donde se toman las grandes decisiones. Es el precio a pagar para concluir, antes de que empiece, la Guerra Fría 2.0, cuya primera batalla tuvo lugar en el territorio menos esperado: el homeland virtual. Ningún precio parece demasiado alto ante la alternativa de encaminarse a un conflicto en el que Estados Unidos carecería del arma más poderosa que tuvo en este último cuarto de siglo: la certeza de una victoria.