“Fue una cura brillante pero perdimos el paciente”.

E. Hemingway


A Otto Fenichel no le gustaban las sorpresas, por lo que cuando Freud descubrió la pulsión de muerte optó por dejar a Freud.

La travesura de Fenichel, más que un pataleo dirigido a Freud, complacía a los marxistas cientificistas en el intento de compatibilizar el psicoanálisis (cuya teoría Fenichel rechazaba) con la ciencia del tratamiento de los perros, razón por la cual cambió al padre del psicoanálisis por el reflexólogo Pavlov.

En una luminosa ocurrencia, se propuso medir el cambio terapéutico bajo las poco cuantificables categorías de “curado, bastante mejorado, mejorado, no curado”. Para evaluar la caprichosa escala presentó porcentajes de mejoría concluyendo que el psicoanálisis que él aplicaba sin aceptar ni entender, tenía porcentajes poco alentadores. “Espere lo que desee”, decía Lacan, y Fenichel concluyó en lo que decía no buscar.

Una vez más, al psicoanálisis le toca dar la mala noticia: contra todos los optimismos positivistas, los humanos resisten el deseo de saber por qué el cambio que ello implica alejaría a los sujetos de lo que los guía, la compulsión de repetición, vehículo de la pulsión de muerte. Se acusa al psicoanálisis de haber inventado un Golem tergiversador que en realidad Freud descubrió detrás de las etiquetas vienesas.

De ahí en adelante, y por generaciones, se acusa al psicoanálisis de haber develado que hay algo mucho peor que los monstruos.

Freud constató que la cultura fracasará siempre en su intento de domar a esas fieras.

Fenichel, instalado en los Estados Unidos, negó la constatación y no respondió la pregunta de por qué los seres humanos repiten las experiencias de dolor en lugar de abandonarlas como hacen los animales. Cuando creyó haber reformado el psicoanálisis, en realidad lo había abandonado.

Los intentos de demostrar que los humanos pueden aprender de los roedores cómo abandonar la pulsión de repetición a través de la reeducación, depositan en los sujetos la propia impericia.

La psicología experimental carga desde sus orígenes con los condicionamientos para sentarse a la mesa de sus primos ricos, los médicos.

Los experimentadores que han dicho explicar la conducta humana a partir de la del animal, como Skinner y Pavlov, han tenido éxito para explicar la psicología de estos últimos, pero no su  correspondencia con las humanas.

Mimetizados hasta en los guardapolvos, dicen replicar el modo experimental  de las ciencias llamadas duras para demostrar con cifras lo que no existe. 

La cruzada de la cuantificación dice: “No importa que no exista, mídalo igual”.

Al psicoanálisis se le recrimina no aportar cifras que apoyen la existencia de lo que formula, es decir no cumplir con los criterios de objetividad de  la ciencia.

Freud era un investigador y descubrió el inconsciente gracias a seguir las huellas de la causalidad psíquica. No abandonó el espíritu científico sino que lo revolucionó redefiniendo la noción de causalidad.

El psicoanálisis no discute criterios de objetividad con la ciencia porque su objeto no es el mismo, atiende a su propia causalidad, dado que la  noción de causa, razón y objeto no son monopolio de la ciencia positivista. 

Es un triunfo del psicoanálisis verificar los resultados clínicos de un nuevo saber no encuadrable dentro de la ciencia positiva, opuesto a la magia, y distinto de la religión. A la demanda de que aporte cifras, el psicoanálisis sólo puede ofrecer su interpretación.

La investigación de la causalidad psíquica no puede ser cuantificable porque no se aplica a un objeto universal sino a una subjetividad particular. Esto no constituye una falla epistémica subsanable por otra teoría sino que refleja la estructura misma de su peculiar objeto, abordable con una única herramienta, la palabra y sus intrincados desfiladeros. 

El psicoanálisis no pretende ni requiere el aval de la comunidad científica y, al igual que la ciencia, se garantiza dentro de la consistencia de su propia lógica y del reconocimiento de su comunidad.

Desde sus orígenes, el psicoanálisis se mantuvo al margen de la psicología y se opone a sus preceptos, siempre tomados y adaptados de otras disciplinas.  

La psicología es huérfana de padre y desde sus orígenes se ofreció a ser adoptada por las escuelas que amaestraban perros (reflexología), y la fenomenología de Hüserl que la abandonó por Heidegger. Algunos despechados se refugiaron en cuasi religiones psiquiátricas, como la teoría de la empatía jasperiana y la Gestalt. Luego repitió como un mantra, y sin entender, las leyes de la termodinámica, y se hizo hippie junto a las teorías sociológicas de la escuela de Palo Alto. Hoy coquetea con los neurocientíficos y habla la lengua de los neurotransmisores. La estadística le presta sus lápices de colores, gráficos y tablas. Se ha sumado al carnaval de las cifras. No es ingenua, sabe que en una sociedad regida por la ganancia y el capital sus operadores aceptarán sólo cifras para evaluar sus conveniencias de rentabilidad. La batalla entre los laboratorios y las prácticas del comportamiento y su manipulación se pelean por el mejor presupuesto y la mayor ganancia.

La ciencia no está exenta de las identificaciones forzadas. Hoy se ha transformado en tecnología por la exigencia de la economía de mercado. Las máquinas son más rentables que los científicos. Con técnicos y operadores instruidos alcanza para operar una máquina. En muchos casos, la ciencia se presta a ser utilizada para investigar y presentar sólo resultados que justifiquen la venta de productos farmacéuticos. Se han rendido a los vasallajes del mercado, la ciencia se compra y se vende como un producto mas.

Nadie lee los gráficos que presentan los operadores que defienden la eficacia (ganancia) de determinado método, aportan cifras que nadie lee. Sus “papers” son archivados o publicados sus resúmenes para causar una impresión favorable por la pátina que dan los nombres de “ciencia e investigación” que seduce a un público incauto que cree más en el énfasis de los nombres que en la verdad que dicen revelar.

En 2008, una revista portorriqueña de psicología1 repite lo que los operadores necesitan para convencer los incautos. El objeto es aportar cifras sobre la utilidad de distintos abordajes para combatir la depresión. Afirman que la medición es indispensable para la evaluación del cambio terapéutico y que la utilidad clínica de la misma depende de cuán generalizables sean las investigaciones “según los costos y beneficios de quien los requiere” (sic).

En una experiencia surrealista, para “demostrar” el éxito del método, presentan tablas y gráficos estadísticos. Por último concluyen con ecuaciones matemáticas que lo reflejan. En síntesis, han logrado fotografiar el Big Bang.

En nuestro país hoy las mal llamadas neurociencias aplicadas a lo psíquico también dicen haberlo hecho, y muestran la localización de los afectos en coloraciones cerebrales a partir de imágenes obtenidas por una maquinaria,(resonadores magnéticos), ya poco confiable para la ciencia misma.

Sería un delirio si no fuera porque de lo que se trata es de corregir la experiencia subjetiva del dolor humano a través de una ingeniería social bajo métodos coercitivos. El argumento, por demás infantil, es que como la vida humana se prolongará (gracias a la ciencia), entre otros, los pobres no deben estar fijados al sufrimiento que la pobreza les ocasiona hoy, sino pensar en las expectativas del mañana. La población a la que orientan sus métodos no son las personas sino las masas. Los gobiernos, aliviados. Es más fácil manejar masas que sujetos.

La cifra exacta

A principios de los 90, un laboratorio con sede en Indianápolis sintetizó una nueva droga, la fluoxetina, que salió al mercado con el nombre de Prozac bautizada “droga de la felicidad”, lo que generó una epidemia de diagnósticos de depresión. Encontramos que con los mismos métodos objetivos y cuantificables, los que antes habían sido diagnosticados como “trastornos  de la ansiedad” en realidad eran todos “depresivos”.

La cifra incontrastable es que, en 1995, Eli Lilly ganó 2300 millones de dólares gracias a investigaciones financiadas por ellos para obtener los datos duros de su conveniencia.

En 2002, un eficiente servidor de cifras dirigió una investigación que concluyó que las nuevas TCC (terapias comportamentales) eran más eficaces en el tratamiento de las enfermedades mentales que los fármacos.

El investigador DeRubeis cotizaba alto en el ámbito de las finanzas. En oportunidad de ser entrevistado por una periodista del Wall Street Journal, (mayo 24, 2002), se explayó en cifras alentadoras sobre cuánto cuesta un depresivo al año tratado con uno u otro método, a los efectos de promocionar las terapias comportamentales.

El artículo revela que la cuantificación de las ganancias y los grados de depresión se confunden hasta tal punto que no se sabe si un “deprimido severo” no se define sino como aquél que le cuesta más dinero al estado o las aseguradoras.

Más modestos, los laboratorios locales ganaron 900 millones con la comercialización del metilfedinato (MDF), en Argentina conocido como Ritalina, para medicar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), enfermedad cuyo inventor antes de morir reconoció que no existía. Los estudios de laboratorio habían demostrado la conveniencia de la aplicación para medicar una enfermedad inexistente cuya incidencia se decía era el 10 por ciento de la población infantil en edad escolar.

Lo que la investigación no llegó a precisar en los prospectos era el riesgo de sus efectos colaterales.

Sobre la bipolaridad que asuela hoy como el cambio climático, las investigaciones aportan cifras. Aseguran que la mitad de la población está mal medicada, ya que hay la mitad de depresivos de los diagnosticados y el doble de bipolares.

La investigación llevada a cabo en los Estados Unidos por la Depressive and Manic-Depressive Illness National Association concluye con cifras  “fidedignas” que sobre una gran poblacio?n de pacientes bipolares, sólo el 48 por ciento habi?a sido diagnosticado como bipolar.

A nadie le importarían estas cifras si no fuera porque aseguran beneficios siderales en la comercialización de estabilizadores del ánimo. Otras investigaciones cuyos resultados estadísticos son tan válidos como los anteriores aseguran lo contrario. La bipolaridad estaría subdiagnosticada.

En este caso, un estudio medido con los mismos métodos válidos y confiables, realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Brown de Rhode Island, ha sugerido que hasta un 50 por ciento de los casos diagnosticados de trastorno bipolar podrían ser falsos positivos.

El valor de las cifras se vuelca en este caso a la ganancia en la comercialización de antidepresivos.

Jean Claude Millner pone en forma la cuestión de la evaluación cuantitativa con una breve cita de Rousseau: “La manía de negar lo que es y explicar lo que no es”. 

* Psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL).

1. “La medición en el cambio terapéutico” Vol 19, 2008 Revista Puertoriqueña de Psicología.