El cuento por su autor
Salió de un tirón.
Escrito sin red –como si fuera de otro– esgrime su condición y después se desdibuja en el más puro repliegue; apenas releído puede observarse que atrae para sí las modulaciones de eso que conocemos como noticias.
La plataforma de encaje es un diciembre explosivo y cenital. A la par, juegan en el relato las preocupaciones generalizadas cuando pasan a un plano más individual y el cerco del desempleo es un torbellino que se cierra sobre uno (uno es muchos, cosa sabida y maldecida).
En su atmósfera se adhiere todo lo que flota y no hace falta explicar. Es un cuadro movedizo donde se resuelven múltiples escenas, superposiciones donde una memoria esquiva se fija a las intermitencias del presente.
El tiempo del desocupado puede pensarse como un perímetro hecho de otra materia; hay un desenganche y sus efectos no siempre son permeables a la vista de los demás. Las imágenes que proyecta su cabeza reconducen. Hay algo del orden natural, además, que es pura ocupación y resistencia; la naturaleza siempre está ocupada y de ahí la presencia del pájaro, los relieves de su provisionalidad cantora.
La pregunta, también, es por lo improductivo (en los bordes de lo artístico). Por sus nichos, el desocupado es tejido entre un azar de persistencias. El mismo relato se desorienta, entrevé un hilo, lo pierde, sucede lo mismo con la mala señal de wi-fi. Se tensa, a riesgo de desconectarse. Así el desempleado en el contexto de su vecindario. Hostilidad con los caídos. Cosas peores.
La cebadura de mate lo instala en un presente de degradación. En el mate, sin embargo, pareciera conformarse la gracia de un impulso.
El desocupado arranca con el mate solo; en la última cebadura del cuento hay un “de mano en mano” colectivo, muy distinto al que él había imaginado y tan cercano a su realidad. El momento de decir a los cuatro vientos su condición se demora.
Mientras, el pájaro permanece en la escucha y repite un mantra del que todos comemos (acá mastícase en silencio un terrón de barro en las bocas). Y en su canto, claro, el de Atahualpa: “Trabajo, quiero trabajo/ porque esto no puede ser./ No quiero que nadie pase/ las penas que yo pasé”.
–Trabajo, quiero trabajo.
A las seis de la mañana todo luce nuevo; a las nueve, luce normal; el resto del día, no luce nada y el desocupado se hunde en un río que no lo deja pescar ni ser el pez.
Arde la ciudad en los noticieros, pero a las seis de la mañana el pájaro canta y hay otra idea de futuro, redonda como una aproximación.
A treinta grados, treinta y tres de sensación térmica, el desocupado toma mate.
Son las seis y pico de la mañana y el pájaro cantor se luce:
–Quiero trabajo.
El pájaro se luce en su canto, una de sus ocupaciones; el desocupado se luce en la cebadura de mate. El canto del pájaro se ensancha, podría decirse que va de menor a mayor. La cebadura de mate, en cambio, es decreciente; por más que el desocupado se esmere la yerba se irá lavando, el agua se irá enfriando, las ganas renovadas de un mate a las seis de la mañana muy pronto quedarán en el olvido de una calle seca, amarga, llamada desocupación.
–Trabajo, quiero.
–Callate, pájaro de mal agüero.
Reniega el desocupado y de las discusiones con el pájaro, qué decir.
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Una hora y media después, la cosa sigue más o menos igual.
Los que tienen trabajo ya salieron de sus casas. El desocupado ha escuchado las puertas que se cierran, la idéntica vuelta de llave que asegura las puertas enrejadas, los autos con los chicos todavía durmiéndose, usan las mochilas de almohadas y seguramente se olvidaron de comprar el mapa con división política o decirle a los padres que la lapicera dejó de funcionar.
El desocupado, mientras, sueña. “Si alguien me contratara para cebarle mate a quien sea... serían dos turnos fuertes a la mañana y otro a la tarde, pongamos entre las cuatro y las seis y media.”
¿Será eso posible?
Por ejempo cebarle mate a las profesoras del instituto de la vuelta.
Administrar los momentos fugaces donde el mate se expresa, ser un experto en la administración central de termos y mates en pleno estado de circulación.
El mate, ese repentismo. Gloria de ancestros. Hoy, un acto reflejo cuyo valor es puramente la sobrevivencia de un gesto existencial.
Desde la espina dorsal de pensamientos –discopatías en ciernes, cómo no– el desocupado arma escenas en la pared del comedor. A falta de cuadros, su teatro mental se expande y traza colores en lo blanco.
Hay cine de cinturas anchas en su imaginación.
Flota en el aire la pregunta: ¿será la cinematografía mental un subproducto de la creación divina?
(Quiénes somos para saberlo; nada somos o con suerte un poquito de esa nada: inerme tiesto de minusvalías, pedazos de algo somos o seremos, es cosa dicha.)
No es asunto central, por eso afirmemos solamente y en contrafacto que el cine mental alimenta con restos sus divinidades.
En la película del desocupado hay un mundo febril, donde se trabaja de sol a sol. Ya no se trata del instituto que queda a la vuelta de su casa, una vivienda reducida por los progresivos parcelamientos.
Hoy el comedor hace de pieza y de cocina. La cama inhabilita el antiguo hogar donde la leña, como en un cuento de los Alpes, se consumía reflejada en los ojos de un perrito remolón. En el baño, la ausencia de la ducha ha dejado lugar a un combo de baldes, jarritos y palanganas. (Casi una obra de arte contemporáneo; si tuviera espectadores...) Al respecto hay que decir que la higiene del desocupado impone un cerco restrictivo donde el jabón de pan propicia un aire redentor, los bordes de una asepsia acaso, y de manera providencial, intrahospitalaria. Hubo una enfermedad dando vueltas, pero de esto hace añares. El desocupado está sano por donde se lo mire. Hay certificados. Hablar de todo esto es irse un poco de tema.
Regresemos a la pared y las proyecciones que el desocupado ensaya en la superficie agreste del blanco, cal a punto de diluirse en un celeste anterior. Ya no el instituto, como se dijo; la ausencia de las profesoras que le dan al mate entre clase y clase; el pedido con urgencias de cierta fotocopia con membrete oficial, otros etcéteras. Ahora hay una ciudad esquiva, de a ratos europea, donde sus habitantes hablan un idioma masticado por guerras y gastronomías subalternas. El desocupado no estuvo antes en la ciudad, aunque la conoce de tanto pensarla. Un caso de street view atípico; el desocupado no conoce la experiencia de recorrer, mediante una pantalla conectada a internet, las ciudades del planeta. Las recorre, sí, por obra y gracia de un talento que nunca supo dónde hacía pie al momento de manifestarse: el asunto es que un mundillo de tías y sus padres quedaron muy asombrados por equis dibujos de ciudadelas ortogonales, en su mayoría irreconocibles, pero igual de bonitas. El caso es que en esa ciudad entra en diálogo con una joven que vive en Kolbenova. El desocupado se vale de una mapa para hacerse entender; la joven recorre con el índice de su mano izquierda el trazo irregular de un río que podría llamarse Napostá, pues el nombre es incomprensible, la joven lo pronuncia pero como el nombre no aparece en el mapa no hay manera de hacerlo visible en el lenguaje escrito. El desocupado le cuenta que un mercachifle salvadoreño le dijo que por ahí había una fábrica donde comprar, a bajo costo, adornos navideños que en otros barrios podrían venderse al doble de su precio original. Ella se ofrece a acompañarlo porque el lugar es peligroso. Al desocupado le parece una buena idea (recordemos: el desocupado toma mate en el comedor y se ve a sí mismo con la joven que trabaja en una mueblería de Kolbenova; las imágenes son proyectadas por sus ojos en la pared, la pintan con tonalidades nunca vistas en esta región del mundo). Llegan a la fábrica, el desocupado compra los adornos y se van en el subte hasta el barrio de la clase alta (fingidamente alta, como le confesará la joven). El negocio resulta todo un éxito; el desocupado invita a comer a la joven, ella sugiere un barcito por el centro donde hacen unos gulash tremendos. Hablan, toman cerveza, los gulash están muy por encima de cualquier expectativa, después del postre fuman cigarrillos negros porque allá todavía se puede fumar dentro de los restaurantes. Al salir se descarga una lluvia que no había sido registrada por ningún pronóstico; gracias a un mecanismo reflejo el desocupado y la joven se abrazan; cuando se miran y está por estallar un beso, alguien golpea la puerta. El desocupado se restriega los ojos y la imagen desaparece en la pared.
–Escuche... por qué no se deja de molestar. Todos los días lo mismo. Se la pasa gritando y los chicos no se pueden dormir. ¿No puede bajar un poco la televisión? A los chicos les da miedo. Si no baja el volumen dice mi marido que va a llamar a la policía.
El desocupado se pregunta por qué el hombre manda a su mujer a que le diga esas cosas.
¿Cómo explicarles que ya no tiene televisión? Vendida hace meses, le sirvió para tirar semana y media. Una de las últimas veces que comió milanesa con papas y una cajita de vino tinto. ¿Cómo explicarle que la banda de sonido de su película mental no tiene regulador de volumen? Sale como sale, y punto.
La mujer se queda esperando una disculpa, algo para llevarse a su casa.
Eso que ve caminando por el pasillo es un hombre en cueros, mole física de ciento veinte kilos, se acerca con un secador de goma en la mano, en la amenaza usa palabras irreproducibles. No le interesa la vida de esa mujer. Quiere que lo dejen en paz. El desocupado siempre fue un tipo tranquilo; trabajador de sol al sol, asistencia perfecta, nunca una palabra de más o de menos, etcétera. Eso era antes; ahora, murmura, los vecinos están imposibles. Es la vida mala. Descargan sus frustraciones en alguien más desfavorecido que ellos. El desocupado sabe que las cosas no están bien. Que el país se va a la mierda. Lo sabe él, que está metido en la mierda hace unos meses. El cinematógrafo mental es lo único que lo mantiene a flote. Le encantaría invitar a los vecinos con sus pibes a ver una de acción. Es un riesgo que ellos vean cómo salen las imágenes de sus ojos. Podrían creer que está loco. Y es posible que lo esté, ¿quién está a salvo en las sociedades actuales? La batalla del siglo es campal y los desocupados están en el frente, en medio de los fuegos.
Serán los primeros en caer.
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Con el paso de los días, los vecinos distribuyen comentarios.
En el barrio los chismes se encapsulan para alimentarse, hasta ser devueltos con detalles inimaginables. El monstruo va armándose con fichas pequeñas: un grito, la basura que se saca a deshora, el ritmo infernal de los perros que ladran a las tres de la mañana, la ausencia de trabajo. Arde el lleva y trae, cocinándose en su fiebre amarilla.
–Es que desde el día que pasó lo de los padres...
–Pobre.
–¡Qué pobre! Es un insano, un enfermo mental. No consigue trabajo porque no quiere, prefiere vivir de esa pensión de dos mangos que le quedó...
–Es peligroso. Tendría que vivir en el campo. Hace por lo menos un mes y medio que no se cambia la ropa.
–El otro día casi me atropella con la bicicleta.
Uno, el ferretero de la esquina, dice que su hijo estudia comunicación y conoce a los de un canal, en una de esas si el problema sale en la tele, seguro las autoridades van a poner las barbas en remojo y tomar, de una vez, cartas en el asunto.
Así, con esas palabras horribles lo decían.
Es que no tenían otras.
¿No era que el desocupado no salía?
¿Entonces, barrio? ¿En qué quedamos? Son demasiados los que mienten. Los nuevos mentirosos no prosperan, pues la mentira, cuando es violencia, tiene un mismo color. No avanza, es una víbora que se muerde la cola, sin saber que es la suya.
A la gente le gusta fabular.
Eso hacen.
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33°8 a la sombra.
Un médico, primero.
Luego la ambulancia del SAME.
Tres, cuatro policías de hocico largo, especialistas en detectar ilegalidades menores.
El asedio al desocupado ocurre el mismo día en que el dólar trepa a las nubes, internan a Chano por un cuadro de hipertensión y una cámara de luz se incendia en una vereda de La Paternal. Datos sueltos que armarían un sentido tal vez bien intencionado, aunque mal dirigido. Dejemos a las cosas explayarse, que sean ellas mismas las que cuenten lo que pasa.
Por la tarde, el desocupado los vio ir y venir. El zoom de la cámara mostró una y otra vez el altar que le había dedicado a San Cayetano. Entre calzoncillos colgados flotaba la santidad. No había sido él quien construyó el altarcito, pues no era devoto de nada. Con mejores convicciones lo había hecho su madre, cuando su padre se quedó en la calle. Trabajó toda la noche. El altarcito fue su herencia. Un día el desocupado quiso romperlo a mazazos porque no sirvió: desocupado él, desocupado su padre, desocupado el país entero. Carajo. Iban las manos desesperadas a buscar algún billete traspapelado en los bolsillos. No hubo procesión y espiga que surtieran efecto. Era tan poco lo pedido... Y su madre, pobre, con esas manos, ¿qué podía hacer? Las manualidades no eran su fuerte. Cuando hay pobreza, las manos se multiplican en trabajos que antes no conocían. Ella las había perdido en los hospitales de campaña; el reconocimiento estatal, diplomita con tres sellos, de nada sirvió. Demás está explicarlo acá; vale nada más para recomponer en fragmentos el asunto, su comprensión a medias, como bien se sabe. La vida de los otros, gran misterio.
Un poco por distraerse, el desocupado se puso a hablar con el pájaro cantor:
–Trabajo, quiero trabajo.
–Acá no hay, pájaro rompepelotas. Hay allá, ¿viste? Donde vive ella.
–Quiero trabajo.
–Volver, cómo quisiera. Tengo que proyectarlo, vos me entendés.
–Trabajo, quiero trabajo. Trabajo, quiero trabajo. Trabajo.
–¿Sabés una cosa, pajarete?
El desocupado no la dice. Repitamos: no la dice. Es el momento de decirla, pero no la dice.
Abre la boca, nada sale. No la dice. Es un desocupado en el uso de sus facultades.
Pero no la dice.
Ay.
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Calor, calor del orto que en la ciudad se hace aire de violencia.
Al desocupado sólo puede sacarlo la gendarmería con apoyo de los polis locales.
Como no quiere salir, le tiran gas lacrimógeno por la ventana.
El ariete hace estallar la cerradura y es una lástima que el parche de fierro –remachado por el padre del desocupado allá por el año mil novecientos setenta y nueve luego de que los milicos reventaran la casa– quede apartado de la puerta como una lengua o el pedazo de piel mordido por un perro.
Hablando de perros: le tarasconean la espalda al desocupado. Lejos de lo que uno podría pensar, se nota que los bichos sufren. Sí la gozan los de uniforme. Adoran salir en la tele.
¿Existirán los perros desertores?
–Perro estresado no sirve para otro combate –dice el desocupado.
Se lo llevan con los brazos unidos por un precinto. Nadie sabe a dónde. Como no tiene familia, no es pregunta. Los vecinos celebran y a la vez dejan de celebrar. Sienten que hay algo que no salió como tenía que salir. Lo resume un chico cuando suelta ante las cámaras lo que muchos quieren decir y no se atreven:
–¿Nunca más va a venir?
Esa noche, en una comisaría, el desocupado proyecta una película.
Como le ocurrió las otras veces, resulta imposible bajar el volumen. Los que están encerrados con él se agarran la cabeza. Después se acostumbran.
Lo que suena en la celda suena fuerte y la pared tiembla, avisada.
Algo, un artefacto que nadie puede alcanzar a definir, se pone en marcha.
–Trabajo, quiero trabajo.
El desocupado abre los ojos, pide un mate.
Arranca la mañana y no es la misma.