Hay cosas que se pierden para siempre. Lápices negros, una media, hebillas de pelo, encendedores, paraguas, llaves. Mercedes Halfon dice que la vista es un bien de esas características. “Algo que existe de forma irrefutable, muchos lo poseen, pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible”, dice en su libro El trabajo de los ojos. La escritora se ocupa de rescatar una de las principales capacidades sensoriales de las personas. Tanto, que se trata de un sentido naturalizado que Halfon propone, justamente, mirar otra vez. Es que ella nació con estrabismo. De modo que, desde niña, tuvo que enseñarles a sus ojos de qué modo enfocar el mundo. En ese camino la ayudaba el doctor Balzaretti, su oculista. Pero él, que la atendía desde pequeña, muere. Y esa muerte abre un vínculo distinto entre ella y su modo de mirar. Así rescata fragmentos de experiencia pero también, de reflexión. De ese modo, echa luz sobre algunos puntos oscuros, conjura el fondo de los pantanos para que sean un poco más accesibles y no engullan toda la memoria.
A lo largo de 47 capítulos cortos (algunos, cortísimos, casi epigramas) Halfon cuenta cómo aprendió a mirar. Ahí hay evocación autobiográfica pero también, una pregunta: ¿qué es lo que se ve? A partir de este interrogante, el texto adquiere una espesura híbrida, hecha de recuerdos, pero también de entradas casi enciclopédicas sobre la percepción visual, como quien busca rescatar fragmentos de saberes que, de tan específicos, fueron cayendo en el olvido. Así es posible saber que en la Antigüedad se hicieron algunos estudios sobre quienes ven y quienes no pero sólo en el siglo XIX se creó el sistema braille, de lectura y escritura táctil. También hay historias trágicas pero deliciosas, como la del físico belga Joseph Planteau, que se dedicó a estudiar la incidencia de la luz sobre la vista. Sin embargo, en 1843 Planteau quedó ciego: pasó demasiado rato mirando el sol sin protección alguna.
Halfon evoca también el pasado propio, en el cual los ojos han sido centro de enfermedades familiares e incluso, fantasmas del tiempo. Su madre, por ejemplo, le revela en una charla incidental que está perdiendo la visión. La escritora, por suerte, da con una nueva oftalmóloga que a contrapelo de lo que dirían otrxs especialistas, le propone ir disminuyendo el aumento de sus lentes en vez de aumentarlo. Así, los ojos deben hacer el esfuerzo de corregirse naturalmente en vez de apoyarse en anteojos de lentes cada vez más gruesos. Claro que la propuesta no es sencilla: en el medio esos ojos arden, parecen quedarse ciegos, ocultan los contornos. “Después de estudiarme las retinas, la doctora concluyó que se le había ido la mano con la disminución del aumento. Para la sesión siguiente me dio algunas dioptrías más. Empecé a entender que el estrabismo es un problema de distancia con el mundo”, escribe.
Una mujer dueña de un par de ojos obstinados en mirar para lados distintos se transforma en escritora, en crítica artística, en poeta. Es decir, hace de la distancia un atributo y evoca a escritorxs que se ocuparon de lo mismo, como Cortázar, Borges o Silvina Ocampo. Pero también ella es “paciente” que se encuentra incómoda dentro de las instituciones médicas (en este caso, oftalmológicas; como el Hospital Santa Lucía, a quien califica de “templo de la visión”). También es madre que desea que su hijo pequeño no tenga problemas. Así, durante un mes, le acerca y le aleja unos peluches para comprobar que todo esté bien. El nene fija tanto la vista que el pediatra le pide que suspenda la práctica: ese hijo, diagnostica, está sobreestimulado.
En estos días, se nos reprocha a las mujeres que estemos diseminando lógicas y prácticas feministas aquí y allá porque, parece, el patriarcado tiembla. Lo que estamos haciendo es volver a mirar con a través de lentes violetas y preciosos, legados por muchas luchadoras que nos preexistieron. En mirar y en denunciar lo que vemos radica nuestro trabajo más necesario.
El trabajo de los ojos Mercedes Halfon Editorial Entropía 80 páginas