Las viejas habitaciones de la pensión familiar que funcionaba en mi casa, estaban llenas de libros empíricos, huesos humanos y yerba mate. El Loco Santiago, guardaba celosamente debajo de su cama a Lucy, un esqueleto prolijamente armado a quien le pedía prestado los huesos húmeros para ensayar chacareras con su bombo en las noches de farras. El Negro Ortiz era hábil para unir sus conocimientos sobre electricidad y anatomía. Lucía orgullosamente sobre su mesa de luz un velador de calavera. Las amenas charlas de sobremesa sobre los experimentos en cadáveres de la morgue, eran propias del doctor Frankenstein. Los estudiantes de medicina, periódicamente, descuartizaban encomiendas con hambre propia de una jauría. Dichas cajas no sólo portaban quesos, fiambres y embutidos, traían también el sueño de "m'hijo el dotor" apretado en un mandato, "obtener el título en el menor tiempo posible, volver al pago, casarse con la novia de siempre, poseer casa, hijos y un auto para renovarlo todos los años". En fines de semana jaqueados por exámenes o sequía económica, mixturaban sus tristezas con la abulia de una ciudad dormida. Entretenían sus nostalgias intercambiando fotos personales de parientes, amigos, perros y caballos, como en un Facebook prehistórico. Una tarde de otoño pisó mi patio Juan Manuel, un pensionista diferente. Su aspecto de hippie, su independencia económica y extraños textos de psicología, fueron suficientes para colgarle dos apodos, "el nuevo" y "el distinto". El paso del tiempo se encargó de erosionar el primero de los alias. Parecía un canario perdido en una bandada de gorriones, no sólo lo diferenciaba su canto, también su vuelo. Todo lo extraño genera miedo y la ignorancia, violencia. Un ejército de dogmáticos en lo tangible, reparable y operable no podía reaccionar de otra manera frente a quien se atrevía hablar de lo invisible sin sotana ni símbolo sagrado que lo respaldase. "Aflojen muchachos..., nos hicieron creer habitantes de compartimentos estancos, pero estamos todos sobre el mismo río, ustedes intentando curar enfermedades, y yo tratando de sanar enfermos", solía repetir cuando las bromas sobre sus revolucionarias teorías se tornaban tan crueles como estigmatizantes. Un domingo de lluvia y tortas fritas, bajó de su altillo con una caja enorme entre sus brazos. Después de pedir permiso para descolgar unos cuadros familiares, exhibió cientos de diapositivas sobre la pared más amplia del comedor. Tilcara, La Higuera, Puno, lugares tan desconocidos como los rostros que nos miraban desde el centro mismo de la pachamama. "Vení pibe, manejá el aparato. Es fácil. En realidad cada uno de nosotros es un proyector. Proyectamos en personas, objetos y sucesos cercanos características propias. Idealizamos, odiamos, idolatramos de la mano de hadas y brujas, héroes y ogros que habitan en nuestro interior. Es la manera de funcionar de la psique. De eso trata mi carrera, en realidad, aunque muchos se rían y no me tomen en serio", fue la manera que eligió para acercarme los primeros conceptos de lo desconocido. "Si la imagen que proyectamos está invertida, vos que hacés, tirás la pared abajo, le pedís al público que haga la vertical para poder apreciarla o corregís la posición de la foto en el marco de plástico?" "¡Yo sabía que eras un genio!", se alegró cuando elegí la tercera opción. Me quedó grabado de tal manera aquel concepto, que a partir de allí, siempre me acompañó la sensación que la misteriosa luz que rompía la oscuridad del cine Echesortu, estaba generada en el alma del director quien a través del destello de su mirada cubría la gran tela con la película de su aventura. "Muchas gracias joven por habernos sacado a pasear ¿Hace mucho que no viaja?", agradeció mi madre la función de aquella tarde. "Cuando tengo tiempo vuelvo a mi vida de nómade, pero viajar... doña Nely, viajo todos los días por mi propio camino hacia un solo destino, conocerme a mí mismo", dijo antes de refugiarse en su atalaya.
Mi amiga Angela no sólo conserva una añeja costumbre, reunir a ex compañeros de la secundaria, también posee la magia para lograrlo. En la última reunión, alguien me dijo: "Vos flaco estás igual, no físicamente, obvio, me refiero a que seguís siendo la misma persona". El gesto de sorpresa ocasionado por mi respuesta fue una señal inequívoca de su desacierto. "Lejos de tomarlo como un halago, te confieso que es el peor insulto que he recibido en los últimos años. A lo largo de todo mi camino de autoconocimiento he girado de posición, he cambiado mi lente varias veces intentando corregir distorsiones... En fin, lejos de ser el mismo, te aclaro que me siento cada día más distinto".