La membrana que lo aislaba se fracturó en febrero de 1984. El joven filólogo vasco, que nació en 1959, el mismo año en que se formó la ETA (Euskadi Ta Askatasuna), supo en el preciso instante en que se enteró que habían asesinado al senador Enrique Casas, del Partido Socialista de Euskadi, a quien conocía personalmente, que había perdido la inocencia. “Me golpeó mucho ese asesinato, sentí que se rompió la membrana, me sentí directamente agredido. La historia me salpicaba de lleno; era imposible estar en una sociedad donde se cometen continuos actos de violencia y no enterarse”, recuerda el escritor Fernando Aramburu, que hoy a las 19 presentará su novela Patria (Tusquets) en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502). No es una ficción sobre el terrorismo vasco, sino sobre las heridas más profundas y sin cauterizar que produjo la lucha armada de ETA en dos familias amigas de un pequeño pueblo vasco: las parejas encabezadas por Bittori y Txato, empresario asesinado por la ETA una tarde de lluvia, a pocos metros del portal de su casa, y Miren y Joxian, los padres de Gorka, Arantxa y Joxe Mari, terrorista encarcelado, condenado a 126 años de prisión.
Aramburu –que en abril publicará su próximo libro, Autorretrato sin mí– repasa el fenómeno que generó Patria. Desde que se publicó en 2016 lleva vendidos en España más de 700.000 ejemplares en veintisiete ediciones y el productor Aitor Gabilondo está escribiendo los guiones de lo que será la primera serie española de la plataforma HBO. “Me consta que al principio algunas personas evitaron leer mi novela porque estaban cansadas de la ETA, porque les resultaba doloroso y no querían saber nada más. El éxito del libro es monstruoso, pero no tengo una fórmula. No me había ocurrido algo parecido hasta ahora. He oído decir que mi novela toca un nervio de la época, ese tipo de frases...”, cuenta el escritor en la entrevista con PáginaI12. “Hay una enorme necesidad social por este tipo de historias en las cuales un novelista muestra cómo repercuten en la vida diaria de los ciudadanos los hechos colectivos de su país. ¿Qué supone haber estado presente cuando ocurren ciertos hechos? ¿Qué se decía en los dormitorios? ¿Qué comía la gente? ¿Cómo se vestía? ¿Cómo soñaba? ¿Cómo sentía? ¿Cómo pensaba? La pregunta del cómo me parece capital. La ficción es la encargada de responder estas preguntas”. El escritor revela que en España Patria se ha convertido en un tema de conversación. “Me alegra mucho que las víctimas del terrorismo hayan acogido de una manera muy favorable mi novela. Traté de escribir el libro con cierta vibración humana y quizás esto ha llamado la atención. La novela toca el corazoncito de la gente”.
–Uno de los personajes de la novela acude a unas jornadas sobre víctimas del terrorismo y escucha a un escritor que dice: “A fin de cuentas yo también fui un adolescente vasco y estuve expuesto como tantos otros chavales de mi época a la propaganda favorecedora del terrorismo”. Este es el momento más autobiográfico de Patria, ¿no? ¿Por qué Fernando Aramburu no ingresó a ETA?
–El escritor de este episodio soy yo. Aunque no intervengo en la novela como personaje, soy observado, soy escuchado. El personaje que me escucha no está del todo de acuerdo conmigo. Esas palabras son mías no solo como autor, sino que me representan, transmiten lo que pienso. Yo también fui joven y adolescente en San Sebastián, el país Vasco, en una época terrible en la que cada semana morían tres, cuatro o cinco personas. Yo también estuve expuesto al atractivo de la propaganda del terrorismo y tuve que definirme respecto a los dogmas que postulaban aquellos que defendían el uso de la violencia. Afortunadamente, supe resistirme. ¿Por qué ocurrió eso? Tal vez porque me crié en una ciudad; en un pueblo pequeño todo el mundo se conoce y es muy difícil dar un paso sin que lo sepan los demás. A edad temprana me hice lector y eso me abrió a otras posibilidades culturales y políticas. Comprendí que el mundo no terminaba en la esquina de mi barrio sino que se prolongaba, que había otros países, otras culturas, otros idiomas. De pequeñito fui educado en el cristianismo y, a pesar de que no soy creyente, hay un elemento cristiano que ha formado parte de mis criterios morales, y es el criterio de la compasión, de sentir empatía por aquel que está en una situación desfavorable o sufre algún tipo de dolor, que me lleva rápidamente a ayudar a quien tiene un problema. Yo era de esos jóvenes que en el colectivo cedía el asiento a una persona mayor. Eso me distanció del uso de la violencia.
–¿Patria marca la derrota literaria de ETA, como se plantea en la novela?
–Hay versiones de la historia atroz que vivimos que son muy favorecedoras del terrorismo, que presentan al terrorista como un angelito que se sacrificó por su pueblo. O se dice que era un héroe que perseguía un fin positivo. Me opongo con mi literatura a esta versión “blanqueadora” de la historia de ETA. Mi versión es una que postula la democracia, el abrazo y la tolerancia con el que piensa de manera distinta.
–Bittori, una de las víctimas, exige que le pidan perdón, algo que llegará al final, pero con demasiado esfuerzo. No es un perdón fácil y deja la sensación de que no es un perdón pleno, ¿no?
–El editor me ha prohibido desvelar el desenlace, pero es cierto: no creo que se corresponda con un perdón pleno. El perdón es un asunto muy delicado sobre el que es muy difícil teorizar; forma parte de lo emocional del ser humano y por lo tanto solo puede abarcarse desde lo subjetivo. Para empezar, el perdón solo merece este nombre si es sincero, por lo tanto no es posible en el ámbito público la petición de perdón delante de las cámaras de televisión, no me parece que sea lo adecuado. El perdón se solicita a aquellas personas que hicimos daño o que les causamos alguna desgracia. Esto supone que el peticionario de perdón debe adoptar una postura de humildad, cosa no fácil para muchos, y debe ser lo suficientemente valiente para enfrentar la mirada del agredido. No es raro que los terroristas hayan actuado por razones ideológicas abstractas, considerando que estaban haciendo un bien; es probable que cosificaran a su víctima, que la convirtieran en un objetivo militar, que le negaran todo fondo de humanidad. Lo que sí es cierto es que la petición y la concesión de perdón relacionada con asuntos políticos, si se produce, es un gesto pedagógico muy positivo para la sociedad. La sociedad respira aliviada porque algo negativo terminó. El perdón me parece un tema de hondo calado humano y reconozco que es una de las columnas vertebrales de mi novela.
–¿Es posible el olvido, como propone uno de los personajes de la novela?
–El olvido se impone tarde o temprano. ¿Qué nos queda en la memoria de las guerras gálicas o de las invasiones de Napoleón? Pues quedan datos que quizá los niños en los colegios reciben, pero no queda la inmediatez de lo ocurrido. Todo se va borrando y queda lo esencial, un resumen de lo que ocurrió. Podemos sentirnos implicados con la historia de siglos pasados, pero lo que no podemos olvidar es lo que nos hicieron o lo que ocurrió cerca de nosotros. Las generaciones futuras tampoco pueden estar todo el día pendientes de los cuentos del abuelo, pero tienen derecho a saber lo que pasó. Para eso no hay nada mejor que crear un Fondo de la Memoria, un lugar al que los ciudadanos del futuro puedan acudir, si así lo desean, a leer o a mirar películas, documentales o fotografías, para encontrar testimonios que quizá respondan algunas preguntas que se puedan hacer, o incluso que les ayude a formular preguntas en las que no habían reparado.
–¿Por qué en la novela una de las instituciones que peor quedan paradas es la Iglesia Católica y especialmente el cura Serapio, simpatizante de ETA?
–El cura Serapio es uno de los personajes más negativos de mi novela; más que negativo, es directamente repulsivo. Se trata de un ministro del Señor que en principio debería predicar el amor al prójimo, pero se dedica a otras cuestiones que tienen más que ver con la política. Este cura de mi novela no es la institución de la Iglesia. Esto hay que dejarlo bien claro. Ha habido otros curas vascos que fueron amenazados, que no podían moverse libremente, que necesitaban escolta o que directamente tuvieron que marcharse del País Vasco. Por eso sería muy injusto decir que don Serapio representa a la Iglesia Católica vasca. Curas como don Serapio los ha habido y no pocos, por lo tanto su presencia en mi novela está más que justificada.
–Aunque no se pueda ni se deba igualar con las víctimas del terrorismo, ¿Joxi Mari también fue víctima de la ETA?
–No deberíamos meter a las víctimas en el mismo saco. Las víctimas son aquellas personas a las que realmente se les hizo daño, pero un joven que podría haber tenido una vida satisfactoria en lo personal y lo profesional, y que siendo un joven impulsivo y cargado de energía y de ilusión toma las armas y asesina con ellas a otros semejantes es un ser humano fallido. Sobre esto abrigo pocas dudas. Me pongo en el lugar del padre o de la madre y entiendo su dolor personal al saber que tiene un hijo que ha causado tanto dolor a tantas familias. Y que en lugar de desarrollarse y formar una familia, acaba detenido pasando los mejores años de su vida en una cárcel. Los jóvenes de ETA fueron víctimas de su propio fanatismo, sin olvidar que causaron otras víctimas.
–Después de la caída del Muro de Berlín se dio cierta nostalgia por el comunismo en Alemania. ¿Hay nostalgia por la lucha armada de ETA en el País Vasco?
–La lucha armada de ETA terminó en octubre de 2011. Nostalgia no me parece la palabra adecuada, salvo para un adepto. Actualmente, en el País Vasco hay un amplio consenso para no repetir esta historia atroz que fracturó a la sociedad, que rompió familias y que dejó un largo reguero de muertos. Ahora vivimos un momento histórico de recomposición de lazos sociales y creo que hay un acuerdo general para que los asuntos sociales y políticos se resuelvan en las instituciones. El pueblo toma sus decisiones por vía electoral y después se supone que sus representantes se esforzarán por mejorar la vida de los ciudadanos, suprimiendo de la vida política cualquier atisbo de violencia.