La periodista y militante feminista Marta Dillon esperó durante años el momento que finalmente llegó ayer. Muchos años durante los que atesoró recuerdos, sufrió “muros de silencio”, se reencontró con gente y reconstruyó la noche en la que secuestraron a su mamá Marta Taboada, sus días de encierro en el centro clandestino de detención conocido como Proto Banco y su fusilamiento en una esquina de Ciudadela. Lo esperó más años de los que tardó el Equipo Argentino de Antropología Forense en encontrar parte de los restos de su mamá. Pero finalmente llegó. “Hace muchísimos años que espero este momento y hace 41 años que esperamos justicia, así que me voy a tomar mi tiempo”, le aclaró al Tribunal Oral Federal 6 de la Ciudad de Buenos Aires, que juzga al genocida Miguel Etchecolatz y a otros ocho ex policías y miembros del Ejército por los crímenes cometidos en Proto Banco –conocido también como Puente 12, Cuatrerismo-Brigada Güemes– y la Comisaría de Monte Grande durante la última dictadura. Por el beneficio de la detención domiciliaria que goza Etchecolatz también se quejó Dillon ante el tribunal. “No tenemos la culpa de que hayan pasado 30, 35, 40 años hasta que se empiece a condenar a estas personas”, les enrostró por fin a los jueces, luego de que la interrumpieran en dos oportunidades. “No somos responsables de que la Justicia haya llegado tan tarde ni creo que deba ser considerada diferente la responsabilidad del genocida que planificó el exterminio de miles de personas solo porque es un anciano. Etchecolatz tiene que volver a la cárcel”, insistió.
“Anoto a mi favor que soy sobreviviente”, dijo en un momento Dillon. “Y que las consecuencias que me generaron dolor también hacen que hoy esté rodeada de compañeras con las que inventamos herramientas de justicia que posibilitaron entre otras cosas estos juicios.”
Del otro lado del vidrio que separa el sector de acusados y querellantes del público, en el subsuelo de Comodoro Py, amigas de la periodista con las que comparte ser “hija de desaparecidos”, referentes del Sindicato de Prensa de Buenos Aires y compañeras de militancia feminista que forraron las paredes del SUM de Comodoro Py con la bandera de Ni Una Menos y levantaron carteles con la foto de su madre y la leyenda “hija de una desobediencia”, la escucharon, lloraron con ella, la aplaudieron.
Desde la lucha contra el patriarcado de la que es referente, Dillon reclamó a la Justicia que escuche e investigue a los delitos sexuales como delitos de lesa humanidad. Y también enmarcó en esa batalla el reclamo para que Etchecolatz regrese a la cárcel de Ezeiza.
“Cuando se acusaba a las Madres de Plaza de Mayo de no haber cuidado lo suficiente a sus hijos, lo que se estaba diciendo es que las mujeres tenían que ser delegadas del control del terrorismo de Estado. Cuando a nuestras madres se las acusaba de haber elegido la militancia por encima del cuidado de sus hijos, se intentaba reponer a las mujeres en el lugar de sumisión”, denunció. “Mujeres como mi madre y sus compañeras lo que estaban haciendo era una reelaboración de los vínculos, una apuesta a la colectivización de la crianza, a entender que ser mujer no es un único destino y que ser madre no implica retirarse de la vida pública.”
Es que los genocidas no solo “eliminaron a una generación”, sino que también “impidieron continuar con las experimentaciones de otras formas de hacer familias y de hacer casas”. Es que en el relato que aportó ayer en relación con la militancia, la vida cotidiana y la crianza que su mamá llevó a cabo con ella y sus hermanos hasta que la secuestró una patota el 28 de octubre de 1976, Dillon mostró a una mujer con mayor espesor que el de mera militante orgánica –abogada, maestra, artista– y, a la vez, reveló que el efecto que su desaparición tuvo en ella y su familia tiene varias capas.
El secuestro
La primera pregunta que le hizo la Fiscalía a Dillon, sentada por primera vez frente a un grupo de jueces que están analizando responsabilidades de genocidas por el secuestro, las torturas y la muerte de su madre, indagó sobre su familia en aquellos años. La respuesta de la periodista esbozó un primer trazo del perfil que acabaría dibujando de Marta Taboada: “Mi familia nuclear éramos mi mamá y mis hermanos –tres varones más chicos–. La ampliada estaba integrada por compañeros y compañeras de militancia de mi mamá, con quienes convivíamos”, dijo. Ese colectivo se componía por Gladys Porcel y sus dos hijos, Tupac y Fidel; Juan Carlos Arroyo y sus hijas Eva y Sofía. Mencionó que “alguna vez, cuando era un bebito”, cuidó a Mario de la Rosa, quien declaró ayer por la mañana en el mismo juicio; a Susana Herrera, una adolescente que los ayudaba con los trabajos domésticos. Ante los jueces, Dillon aclaró que ella era testigo de lo ocurrido con su mamá “pero también de los lazos de amor que había establecido” con esa gente.
Vivió con ellos, entre ellos. Primero en una casa de Flores que, cuando cayó uno de los compañeros de militancia, debieron abandonar. Se fueron a una en Moreno, “la casa de la calle Joly”, donde conocieron a Susana Herrera. De allí se la llevaron a Marta, una noche que había salido con Juan Carlos Arroyo. “De esa noche lo único que me acuerdo era que estaba celosa porque había salido con un hombre y que no le dí un beso”, se lamentó Dillon, que se despertó esa noche con un integrante de la patota revolviendo su habitación. A ella y a sus hermanos los consoló Susi. La patota rompió toda la casa y secuestró a Marta, a Gladys, embarazada de seis meses, y a Juan Carlos. La hija mayor de Taboada tenía 10 años. Al rato, su tía materna y su padre fueron a buscarlos: “Al vernos, mi papá se apoyó en la pared y se puso a llorar”.
En la superficie, Taboada era abogada, docente y militante del Frente Revolucionario 17 de Octubre. Su hija amplió la descripción. “Después del divorcio –del padre de ella y de sus tres hermanos– tuvo que hacer mucho para sobrevivir, pintaba telas. Había hecho un jardín de infantes en la casa de Flores, en plena persecución y aislamiento levantó a una persona herida en la autopista”, relató y reflexionó: “Aún en la clandestinidad, teníamos un enorme poder y alegría de estar juntos, de saber que esa militancia que llevaban nuestros mayores, que era una charla cotidiana en nuestra casa, no era locura sino una lucha por ensanchar las fronteras del mundo de lo posible para nosotros, sus hijos, y para el resto”.
La vida de Dillon y sus hermanos con su padre continuó entre “muros de silencio” que no les permitían poner sobre la mesa lo ocurrido con su mamá, que obligaban a mantenerlo en su interior. “Durante años le preguntaba a mi papá cuando íbamos a poder ver a mamá y él siempre me decía ‘en 15 días, dame 15 días’. Esos 15 días se convirtieron en un montón de años, no volví a ver más que su cráneo y unos pocos huesos”.
El cautiverio, la muerte
Cuando llegó el Juicio a las Juntas, estaban instalados en Mendoza. La periodista leía el diario de juicio, donde de repente se encontró con su nombre: “Marta Taboada”. La búsqueda, con altos y bajos porque “es muy difícil sostener una búsqueda permanente durante 40 años”, continuó en los 90, en Hijos.
Supo por las palabras de compañeras de cautiverio, como Cristina Comandé, que su mamá estuvo secuestrada en Proto Banco junto con Gladys Porcel. Supo que ese lugar “era pequeño, que había una estufa de querosene en donde quemaban los piojos que se sacaban de la ropa”. Que su mamá y las otras prisioneras clandestinas se intercambiaban la ropa entre ellas “para simular que podían hacerlo, para reorganizar la vida cotidiana ahí adentro”. Que la polenta que recibían de comida la dejaban secar para después cortarla en porciones y hacer de cuenta que era una torta. “Son anécdotas de resistencia, acciones para, en un lugar de muerte, seguir reproduciendo la vida.”
Entre las estrategias de búsqueda de Marta Dillon, una fue la información aportada al Equipo Argentino de Antropología Forense que, en 2010, identificó los restos de la militante del FR17: su calavera, un fémur y sus peronés, hallados en una fosa común del cementerio de San Martín, en donde había sido inhumada como NN. Su hija se sumergió en la búsqueda nuevamente. Supo que Taboada fue fusilada junto a una veintena de prisioneros clandestinos en los alrededores de la Comisaría de Ciudadela, una matanza que se dio consecutivamente los días 30 de enero, 1, 2 y 3 de febrero de 1977. Taboada cayó de un tiro en la nuca en la esquina de Costa y Díaz Vélez, a las 3 de la mañana del 2 de febrero.
Ayer, cuando la fiscal le consultó sobre las consecuencias que el secuestro y el asesinato de su mamá tuvieron en ella, a Dillon le costó “dimensionarlas”. “Lo que sí puedo dimensionar en este momento es lo que me provoca este Gobierno, que no es la dictadura, pero que le rinde honor a sus maestros, a los que ejecutaron el terrorismo de Estado”, vinculó. “Cuando se dice que la policía puede fusilar por la espalda, lo que se revive en mí es el fusilamiento de mi madre”, comparó.
Vecinos de la zona le aseguraron a Dillon haber visto aquel fusilamiento. Trabajadores de la Morgue del Hospital Ramón Carrillo le contaron que los registros ya no existen, pero que a ellos la Justicia nunca se acercó para tomarles testimonio. Allí, en esa morgue con capacidad para nueve cuerpos, fueron alojados durante varios días los de los 25 militantes fusilados en la masacre de Ciudadela. Tampoco fueron llamados a contar lo que saben los trabajadores del cementerio de San Martín, que registraron con cuidado las tumbas en donde fueron depositados los cuerpos de los jóvenes sin identificar, tarea que ayudó al equipo de antropólogos. Dillon ayer exigió a la Justicia una investigación sobre esos hechos “que provenga del Estado”.