Quien escuche cualquier frase que incluya los términos “Buenos Aires” y “Unesco”, tendrá razón en deprimirse, o talvez de reírse. Estas palabras, así reunidas, remiten a la patética idea de los tiempos de Ibarra-Telerman de lograr que el organismo cultural de las Naciones Unidas reconozca como “paisaje cultural” la zona ribereña de nuestra capital. Pero eso sí, sin tomar el menor recaudo, sin frenar ninguna demolición, sin cuidar el patrimonio. Como así cualquiera propone cualquier cosa -Río, Kuala Lumpur, El Callao- la Unesco tuvo la enorme cortesía de cajonear la propuesta y no responderla, menos rechazarla. Ahí quedó el tema.
Hasta este naciente febrero, en que la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos que preside Teresa de Anchorena presentó un proyecto sensato ante la Unesco, y uno que incluye a La Plata. Junto al gobierno porteño, la municipalidad platense y el gobierno bonaerense, se presentó una notable propuesta de crear un “archipiélago patrimonial” que abarque lo más notable de ambas ciudades. La lógica es impecable, ya que La Plata se construyó simultáneamente con la mutación de Buenos Aires de Gran Aldea a ciudad internacional, con lo que sus grandes obras públicas y privadas participan de una mentalidad, una estética y una tecnología.
El problema de crear paisajes patrimoniales es la supervivencia de un paisaje como tal. Machu Pichu o Angkor Vat son de una escala pequeña y están perfectamente aislados del mundo urbano de sus respectivos países. Ya en lugares mucho más avanzados en esto de preservar, como Italia, se lucha con localidades como San Giminiano o Venecia, donde también abundan los genios que consideran que el aluminio le queda bárbaro a las ventanas de los palazzi. Y a nadie se le ocurriría declarar a toda Viena o a todo Londres como piezas para la Unesco. En las Américas, donde todo lo nuevo es bueno por ser nuevo, no tenemos ni para empezar.
De hecho, este rango de reconocimiento es raro a nivel mundial. Liverpool presentó con éxito un conjunto de sitios y monumentos del siglo 18 a 20, mientras que Budapest se presentó con sectores junto al río Danubio y la avenida Andrassy que contenían estratos de la época romana hasta fines del siglo 19. Bombay (o Mumbai, como determinó el gobierno ultranacionalista de la ciudad), entró con su estación Victoria y espera una decisión sobre sus distritos victoriano y Decò. Pretoria está en la lista con su centro gubernamental, también arquitectura inglesa imperial. En las Américas, Valparaíso consagró una parte de su puerto, incluyendo cantidad de sus residencias prefabricadas.
Con lo que impresiona la practicidad cuerda de proponer archipiélagos, edificios o conjuntos notables y en su estado más o menos original, insertados en un área de amortiguación. En las listas que se publican aparte se puede apreciar que con raras excepciones arqueológicas, como la Casa Rosada -que preservará algún fragmento de su origen español- se busca preservar edificios simbólicos y argentinos, mayoritariamente públicos y entre lo mejor de nuestra arquitectura. Como explica la propuesta, “la selección de los componentes urbanos y edilicios se basa tanto en su propio excepcional valor como así también por constituir parte importante de un conjunto único, un verdadero sistema en que todas las partes están articuladas: la capitalidad, las funciones culturales y científicas y las sedes de los poderes republicanos, en un testimonio singular por su magnitud y grado de materialidad que refleja un proyecto moderno y progresista de sociedad de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX”.
También se explica algo que nos olvidamos al menor descuido, que La Plata y la Buenos Aires construida entre 1880 y 1920 son casos excepcionales de su época, ciudades enteras surgidas como de la nada y con un equipamiento funcional, simbólico y político representativo de sus tiempos. Por algo hay una mezcla de sedes políticas -tribunales, legislaturas, casas de gobierno- y educativas, monumentos por el Centenario e infraestructura ferroviaria y sanitaria. Para esos usos se construyeron nuestros mejores edificios, aunque la lista se completa con una selección de residencias particulares de fuste. Algo notable de la propuesta es que se trata de dos capitales, con lo que el nivel simbólico de la lista es muy alto.
Como verá el lector atento, las zonas de amortiguación corresponden a legislaciones ya existentes, como Areas de Protección Histórica o Distritos de Arquitectura Especial. Pero poner estos edificios en una lista de la Unesco significa asumir el compromiso de cumplir a rajatabla, o hacer papelones en varios idiomas. Es grato y útil crearnos estas obligaciones, para que nuestro patrimonio no dependa de avatares locales.
En fin, una buena idea y un honor si nos sale. Tener patrimonio reconocido por la Unesco en Buenos Aires y La Plata puede ser una herramienta para la mejor preservación de lo nuestro. Por ejemplo, que los que ocupan los edificios del Estado recuerden su deber de restaurarlos y mantenerlos, que los privados se ocupen de lo que tienen, que se piense en estos capitales culturales y sirvan de moderador de los horrores de la ciudad moderna.