“Sangre, sudor y lágrimas”, fueron las emblemáticas palabras pronunciadas por el premier británico Winston Churchill en vísperas de sus horas más oscuras. Esas que dan nombre a la nueva película de Joe Wright son algo más que los momentos decisivos en el rumbo de la Segunda Guerra Mundial: son el tiempo de duda más fascinante de la historia del siglo XX. ¿Qué impulsó a Churchill a desistir de las negociaciones de paz con la Alemania de Hitler? O mejor, ¿qué demonio interior lo llevó a considerarlo casi hasta las últimas circunstancias? Ese debate interno, esa duda casi existencial, esa tensión entre los deseos de una Inglaterra de ambición imperial, repentinamente amenazada por una monstruosidad incomprensible, y la realidad de una Europa cuya geopolítica adquiría un nuevo rumbo, son las claves de la ficción que Wright teje al calor de la misma realidad. Las horas más oscuras, con la actuación de Gary Oldman como un Churchill que regresa al gobierno de la casa de Windsor entre resistentes y burlones, encendido en una batalla interior con los fantasmas de sus propios fracasos, encuentra sus mejores momentos en esa travesía interior, en esa aciaga encrucijada que sería tan dueña de la Historia como de la leyenda.
Los hechos reales
La historia comienza el 9 de mayo de 1940. El Primer Ministro Neville Chamberlain, afectado por el cáncer y la desconfianza de conservadores y laboristas, ha perdido el respaldo del gobierno frente al Parlamento y debe ser reemplazado. Pese a las resistencias y los malos augurios que rodean a la figura de Churchill –el recuerdo de su apoyo a la abdicación de Eduardo VII y al affaire Wally Simpson, y sus temerarias maniobras en operaciones bélicas durante la Primera Guerra–, su redonda y enérgica silueta es la que asoma en ese incierto horizonte. Viejo cascarrabias, lo vemos siempre con mal genio, un cigarro en una mano y un whisky en la otra, y algún rezongo bien afilado presto para asomar entre sus labios. La entrada a su mundo se produce a través de los tímidos ojos de Elizabeth Layton, su futura secretaria y mecanógrafa, interpretada notablemente por Lily James. Casi como espejo invertido del aplomo y la sabiduría con la que Clemmie (algo desaprovechada Kristin Scott Thomas) moderaba el talante de su irascible marido, la incertidumbre de la recién llegada Elizabeth condensa el estado de ánimo de la sociedad inglesa: expectante, inquieta, fascinada. Aquella confianza que la sólida figura de ‘Winnie’ despertaba en los líderes de la posguerra como sinónimo de sacrificio y solvencia, adquiere aquí los matices que le brinda la teatralidad –en el mejor sentido– de la puesta de Wright, capaz de contener un estado interior en la soledad del encuadre y la brumosa fotografía.
Uno de los aciertos del guión de Anthony McCarten es concentrar la atención en las disputas internas que minaron aquellos días decisivos de 1940. Porque en su recorte, tanto el avance feroz de las tropas del nazismo como la esperada intervención de los Estados Unidos –con un irónico pase de factura en la conversación entre Churchill y Roosevelt en la que el mandatario estadounidense sugiere enviar equipamiento bélico de contrabando a través de la frontera canadiense– se mantienen fuera de campo, y los encarnizados enfrentamientos se celebran en el mismo territorio inglés. El principal opositor a la designación de Churchill y operador en las sombras de un acuerdo con Hitler vía Mussolini es el Vizconde Halifax (Stephen Dillane), cultor de una política de cuartos oscuros y acuerdos secretos que oculta sus maniobras de la mirada de los súbditos del reino. La famosa crisis del gabinete que sacudió aquel tenebroso mayo se delinea como una trastienda de componendas ciegas y mezquinas en las que Halifax es el monje negro del silencio y Churchill el impensado héroe, provisto de su firme discurso como arma letal.
El peso del lenguaje en el cine de Wright no solo encuentra arraigo en sus adaptaciones de clásicos como Orgullo y prejuicio o la misma Anna Karenina, sino también en su extendida formación teatral en las tablas londinenses. Pero es en la dimensión literaria de las provocadoras cartas del joven enamorado de Expiación, deseo y pecado (2007) donde se puede hallar el más claro antecedente del tratamiento de la palabra en Las horas más oscuras. Allí, el juego epistolar se convertía en clave para afirmar la memoria y desenmascarar la farsa frente a la verdad; aquí es el poder de la palabra que nace de la convicción y el empeño el que se erige como la clave para su pasaje al plano de la realidad. Wright filma con la tensión del descubrimiento los decisivos discursos de Churchill frente al Parlamento, tanto para convencerlo de las maniobras arriesgadas como de las gestas más improbables. Es la seducción que ofrece su voz proyectada sobre los altos techos de aquel milenario enclave de la Inglaterra imperial lo que se materializa a lo largo de la película como la verdadera épica de una conquista.
La otra cara de la batalla
Las horas más oscuras es la contracara desbocada de la aséptica y objetiva Dunkerque de Christopher Nolan. Tomando como uno de sus ángulos narrativos aquel episodio suicida de rescate de los soldados ingleses varados en la costa francesa, Joe Wright imprime visceralidad a las discusiones en la retaguardia, sin siquiera evocar el territorio en conflicto más que como una lejana pesadilla. Su puesta de cámara, concentrada en los oscuros despachos del mando inglés, es el reverso de la sangre derramada en el aire, el agua y la tierra, escenarios en los que Nolan recreó aquella batalla. Como siempre en su cine, los espacios interiores se convierten en territorios mentales, sujetos a vendavales de ardor y desenfreno, que nacen siempre de lo más profundo de sus personajes. Así era la habitación en la que Keira Knightley y James McAvoy consumaban esa pasión imprevista y desesperada en Expiación, o el salón de baile que inicia el romance prohibido en Anna Karenina (2012). Ataviados de cortinados suntuosos y de luces esquivas, los espacios del cine de Wright siempre denotan los calvarios intestinos, nacidos de dolores y contradicciones, de compromisos y deberes prometidos. El uso que hace de los recovecos de la casa de Churchill, de su habitación sumergida en la misma penumbra que su moral, es el contrapunto perfecto a los arranques de triunfalismo más apegados al discurso oficial.
El crescendo del ritmo de la película se halla menos en la confirmación de intuiciones que en el repliegue sobre los interrogantes. Por ello las escenas más débiles son aquellas, como el viaje en subte de Churchill a “empaparse” de pueblo, en la que necesita justificar elecciones y afirmar cambios de rumbo. Es en la dolorosa indecisión donde el nervio de la situación se hace evidente, donde los haces de luz que penetran por las ventanas de los despachos se transforman en amenazas del exterior, no solo del poderío alemán sino de las demandas de la misma sociedad británica. Wright consigue concentración cuando delinea al gobierno como una extensa maquinaria cuyos tentáculos se extienden desde el comando aéreo que distrae a las fuerzas del Eje del asedio a los varados en Dunkerque, hasta las reflexiones de un Churchill en calzoncillos frente al desayuno. Esa intimidad que adquiere ecos futuros –a sabiendas, todos, de la relevancia de las resoluciones de esa hora– es definida con la artificialidad justa que le brinda la lúgubre fotografía y el claustrofóbico uso de los largos pasillos. Ese concepto estético que en Anna Karenina estaba al servicio de la eternidad que requiere el melodrama en el retrato de sus pasiones, aquí se combina con la compleja composición de Gary Oldman, maestro y rey de ceremonias.
Siempre Gary
Todo en la figura de Churchill tienta a la caricatura: su andar cansino, su voz quejumbrosa, su ceño fruncido y sus bruscos modales. Eso que podría haber sido una mera imitación, Gary Oldman lo convierte en una creación propia, que trasciende el maquillaje y el atuendo de la época para convertirse en alguien real, nacido ahí frente a nuestros ojos. Muy pocas recreaciones de personajes históricos–y menos los que cosechan nominaciones al Oscar y celebraciones reverenciales– dan origen a interpretaciones complejas y alejadas de mohines y acartonamiento. Oldman, como ya lo hiciera en la inolvidable Drácula de Francis Ford Coppola, da vida a un personaje que casi no entra en la pantalla, cuya grandeza excede sus méritos y se recuesta en el arte de su aparición. Allí, el vampiro monstruoso gozaba su pasión inmortal con el exceso de la sangre, nacido de la furia y consagrado a la venganza para morir en los brazos de su propio sacrificio. Ahora es su voluminoso cuerpo el que invade el espacio desde la distancia, el que emite luz en la oscuridad, el que se eleva ya no como un espectro sino como portador de una palabra vital.
El mismo Oldman que pudo ser un gris espía en los tiempos de la Guerra Fría en El topo (2011), una de las mejores adaptaciones de John Le Carré, o el seductor y demencial Sid Viciuos en Sid & Nancy (1986), o el tenaz comisario Gordon en las Batman de Nolan, encuentra en Churchill un personaje que es la medida de una situación, que se consagra a ella y adquiere su equilibro como proyección única de su carácter. Por ello no hay nada de biopic en Las horas más oscuras, no es la vida de Churchill sino un momento puntual de su existencia como líder y como hombre. Son esos días de mayo –filmados con la justeza que ofrece la distancia, en los que emerge su angustia rayana con la depresión y combinada con su renacida virtud de la oportunidad– los que edifican un retrato, una coyuntura, un nombre que hizo historia. Si Gary Oldman finalmente consigue el Oscar tanto tiempo postergado –como todo lo indica, después de haber recibido el Globo de Oro y el Screen Actor’s Award–, será una curiosa celebración para el espíritu de Churchill, quien demuestra con su legado que detrás de todo orador y estadista se agita el espíritu de un gran actor.