Recuerdo a 1983 como un año lleno de contradicciones. La alegría de la vuelta democrática, pero la tristeza de confirmar las desapariciones. El año de mi ingreso al glorioso conservatorio (casi como un secundario tardío y amoroso) pero con mi querido Racing descendiendo a la B.
Fue el año de llorar por el fin de mi primer amor adolescente, pero fundamentalmente fue el año que lloré de risa hasta casi morir. El estreno de Zelig de Woody Allen lo vi el mismo jueves que se lanzó. No recuerdo con claridad el cine, creo que era el Loire, casi seguro que sí. Éramos tres personas en la sala. Una mujer y dos varones componíamos el marco del documental ficticio del cineasta norteamericano. Era la primera función, poco después de mediodía.
Cuando empezó a correr la película me ganó una carcajada interna que nunca en mi vida había aparecido. Una especie de monstruo desconocido por mi hasta ese día, que habitaba escondido, quien sabe desde cuando, en mi interior. No podía creer lo que estaba viendo. Un hombre que se mimetizaba tanto con los otros que se convertía, prácticamente, en ellos. Se encontraba con un gordo y engordaba, charlaba con un japonés y se ajaponezaba y así sucesivamente. A medida que avanzaba la película no solo aumentaba mi carcajada sino que tenía un formato casi de alarido placentero, que creaba cierto malestar en los otros espectadores, que como ya dije eran dos. A ellos no les pasaba lo mismo. Creo que aún no habían superado internamente la represión brutal de la dictadura militar. En cambio a mí se me había desatado una especie de primavera nocturna repleta de alegría y hasta me faltaba el aire de tanta felicidad y el contraste de ver a mis dos compañeros de situación que mantenían solo una sonrisa triste dibujada en sus caruchas… Me dio tanta pero tanta vergüenza de mi mismo que me retiré del cine. Me fui por la mitad de la película. Corrí al baño y no paraba de reírme ya no de la película sino del panorama que había generado junto a mi trío cinéfilo. De a poco me fui angustiando y hasta me arrepentí de haberme ido. Llamé a la que había sido mi novia hasta una semana antes y le pedí que me acompañara al cine. Y esa misma noche volví al mismo cine a completar la película. Había muchísima gente bien dispuesta y con la carcajada a flor de piel. Esa noche descubrí que Zelig fue la película que más me había hecho reír en mi vida, por su originalidad, por lo genial de su desarrollo y también entendí que a la tarde van al cine los amargados.
Esa película extendió un poco el ya perimido amor adolescente, pero jamás olvidaré ese día y mucho menos lo que me generó conocer el personaje de Leonard Zelig, un tipo tan parecido a tantos de nosotros.
Rodrigo Cárdenas es egresado de la Escuela Nacional de Arte Dramático. Completó su formación con maestros como Rubén Szchumacher, Felisa Yeni, Jaime Kogan y realizó seminarios de dramaturgia y guion con Daniel Veronese, Susana Torres Molina, Mauricio Kartun, Ricardo Monti y Jorge Maestro, entre otros. Como director teatral, sus últimos trabajos fueron Los días más felices, Ningún cielo más querido, La malcriada, ópera insolente y Farolito, hijo nuestro. Como autor de teatro tiene diez obras estrenadas. Actualmente se puede ver Amo odiarte, de su autoría y dirección, los domingos 21 en el Teatro Buenos Aires, Rodríguez Peña 411 y lunes 21:30 en la sala Moulin Rouge, en Mar del Plata. Todo eso fuiste, de la que es autor y actor, lunes a las 23 en El Séptimo Fuego de Mar del Plata. La malcriada ópera insolente, los martes 21.30 en la sala Moulin Rouge de Mar del Plata.