El Holiday heart o síndrome del corazón de vacaciones, se da en personas sanas sometidas a un exceso repentino, similar a beberse todo el contenido de un vaso de golpe. Es lo que le diagnostican a Pablo, y lo que hace que Lucía, su mujer, junto a los niños, Rosa y Tomás, dejen la casa de New Haven y se instale en un hotel de Miami por un tiempo. Este paréntesis –un tiempo suspendido– en los 19 años de esta pareja de colombianos que reside en los Estados Unidos, es una de las posibles lecturas de Tiempo muerto, la última novela de Margarita García Robayo. En ella la autora regresa a tópicos anteriores de familia, identidad, inmigración, ya explorados en sus novelas anteriores Hasta que pase un huracán (2012) y Lo que no aprendí (2013) y también en algunos de los cuentos de Cosas peores (2014) premiado por Casa de las Américas. Robayo nació en Cartagena de Indias en 1980 y desde hace más de diez años vive en Buenos Aires donde además de haberse desempeñado como directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez, se dedicó a escribir. Con lo cual algo de esa insistencia en ciertas zonas de conflicto, podría dar cuenta de una búsqueda personal y en la escritura; donde aquellos temas sobresalen, se imponen y van dando forma a una obra.
Desde Chéjov y su dama del perrito hasta el marido rural de Cheever, el lado áspero del amor ha sido un clásico donde la literatura buscó reflejar lo universal como la fragilidad de los humanos y lo irreductible de la soledad. Tiempo muerto lo hace alternando el punto de vista de Pablo y Lucía, quienes alguna vez tuvieron su historia de amor apasionada, y que hoy buscan cada uno por su lado, surfear la ola del tedio. Ambos llegaron desde Colombia al país del norte para estudiar en universidades de prestigio y ahora llevan en New Haven una vida acomodada aunque nunca terminan de sentirse en casa. Pablo es profesor en un colegio secundario “que pretende favorecer a la comunidad hispana” y Lucía escribe columnas para una revista femenina. “¿Qué me hiciste Betty Draper?”, titula. Y dice: “Hay cosas que elijo bien; las carteras, los duraznos; y otras que elijo mal: los maridos”. O: “Believe me: prefiero cuatro millones de refrigeradores mal cerrados que la voz de mi marido o, peor, que el silencio de mi marido. Nada más ruidoso y violento que su silencio”.
Robayo hace también del humor un gran aliado que va engarzando a lo peor. Aunque lo peor, entre Lucía y Pablo, dista de semejarse a la guerra de los Roses. Más bien se plasma en lo contenido y lo no dicho, sin que ninguno de los dos logre determinar cuándo empezó ese derrumbe silencioso pero contundente de la vida en común. ¿Fue hace un año cuando Lucía, sus padres y los chicos fueron a visitar un bosque de osos y él se quedó solo en la casa y terminó borracho en esa fiesta que dieron los vecinos? Al menos desde ese hecho parten los sucesivos flashbacks con los que Robayo va estructurando la novela y dejando claro que el recuerdo tampoco alcanza para salvar lo que se ha ido desgastando en esta pareja como un saco viejo. “El desconocimiento es el saldo del tiempo acumulado, nadie puede decir con exactitud cuándo se planta la semilla” se lee en un lado, mientras la cámara enfoca una foto de los cuatro colgada de la pared de la casa empuñando algodones de azúcar color fucsia. “Parecían contentos”, piensa Pablo al contemplarla.
En el presente del relato, cada uno por su lado –Pablo en la casa familiar y Lucía en ese departamento que sus padres le prestaron en Miami para que pase una temporada con los chicos y la niñera– intenta salir del pozo, a veces con pequeñas cosas como refugiarse en el cuerpo de un desconocido, un día de playa, una rica comida y hasta el autógrafo de alguien famoso. Pero la insatisfacción perdura y es como esa capa pegajosa que queda después de embadurnarse en una crema barata.
Es que Tiempo muerto no trata simplemente del fin del amor. Robayo logra crear capas de sentido más profundas haciendo foco sobre la cotidianeidad de la familia. Aparece la paternidad desde un abordaje incómodo y sin concesiones. Lucía que se siente impotente al ver a la niñera apropiarse de sus hijos mientras les enseña una coreografía de Shakira; Pablo que los extraña pero cuando llama por Skype no sabe cómo comportarse ni qué decir a sus hijos (“Siempre le pasa lo mismo, desea verlos, llamarlos. Después se paraliza”). “Un día no serán más tus hijos. No serán hijos de nadie”, le dice Lucía a Pablo en medio de una discusión. “Y qué serán?” “Personas. Gente que no vas a conocer”.
“La patria es lo que se muda conmigo”, le dice Lucía a Pablo frente a la azucarera que los separa en esa mesa de café. Porque él escribe una novela que nunca termina sobre la isla colombiana donde vivió parte de su infancia. “El desarraigo te será funcional en términos retóricos pero un día te vas a dar cuenta de que un hombre sin raíces es un hombre muerto”, le dice él.
La novela de Robayo bascula sobre la identidad y el abismo palpable entre latinos y el país del norte al que todos aspiran. A veces en un primerísimo primer plano, a veces subterráneamente, pero cada vez sin resolver, el no sentirse nunca en casa, queda flotando como un vaho incómodo. El director del colegio donde trabaja Pablo (“hijo de hispanos pero gringo hasta la médula”); el “no me gustan los negros” que grita Tomás delante de toda la playa, o Cindy, la mucama confianzuda que no usa uniforme y nació en Estados Unidos pero tiene padres cubanos.
Robayo nunca mira con condescendencia sino que se ocupa de sacar afuera lo que está roto. Aborda la imposibilidad de la completud y lo que de catástrofe tiene la sucesión de los días, de frente y con los ojos bien abiertos. Porque en Tiempo muerto el sufrimiento permanece agazapado en la cotidianeidad, y espera para dar el zarpazo.