Como dice Blanca Valdivia (1), "el espacio público, urbano, es el escenario de las desigualdades, pero también es una especie de lenguaje que hace que estas desigualdades se reproduzcan. Nuestro cuerpo y nuestra mente asimila lo que ve y percibe en el espacio. Creemos que el espacio tiene un papel determinante como transformador social y como creador de realidades". En términos foucaultianos, el espacio siempre es disciplinario y expresión de relaciones de poder por lo que sería un error reducirlo al espacio físico, cuando es básicamente un espacio político estructurado en base a exclusiones y que no es neutral en materia de género. Los varones pueden circular libremente por calles, plazas, parques sin más temor que el de ser víctima ocasional de un hecho de los catalogados como de inseguridad urbana, mientras que para nosotras el espacio público es un espacio hostil, de peligrosidad y miedo donde podemos ser abusadas, acosadas, violadas, prostituidas. Un lugar también de violencia simbólica no solo verificable en las publicidades que encontramos en el espacio público, sino que en los monumentos y esculturas se nos representa en un papel subordinado, por lo general anónimo, sacralizadas en roles patriarcales y en alegorías abstractas de femeninos, la libertad, la justicia, la belleza.

No hay pueblo que no tenga un monumento a la madre o fuente donde no haya cuerpos desnudos de mujeres que son solo el complemento ornamental de la composición escultórica. Pocas son las que trascienden el anonimato en los monumentos para ser individuas identificables -por lo general como heroínas de la independencia- dado que lo ponderable, lo  memorable, lo que merece trascender es lo lo asociado con el mundo masculino, el poder político y militar.

Los monumentos son portadores de mensajes y alegorías en lo que muestran como en lo que ocultan.

Si se hace un recorrido por las primeras trece cuadras de la costanera oeste santafesina en su extremo norte encontraremos cuatro monumentos  emplazados en el espacio público. En la rotonda, el que recuerda a José Gervasio Artigas, considerado precursor del federalismo y la unidad Latinoamericana. La estatua está fundida en bronce, mide 3,50 m de altura y pesa aproximadamente una tonelada. Artigas no está representado en actitud bélica sino de pie, vestido con austero traje militar, sosteniendo en una de sus manos su sombrero.

A escasas cuadras de allí se halla el monumento a Carlos Monzón, representado con pantalón de boxeo y cinturón de campeón mundial, en actitud de vencedor, ya sea por la posición de sus piernas y pies como la de sus brazos en alto. La efigie mide ocho metros de altura, pesa 15 toneladas y fue donada por el Consejo Mundial de Boxeo. Siguiendo nuestro recorrido y a la altura de la intersección de Almirante Brown y la calle que lleva su nombre, perdido entre las ramas, se encuentra el monumento al primer obispo de la diócesis de Santa Fe, monseñor Juan Boneo, representado de cuerpo entero y vestido con ropas sacerdotales. Mide dos metros y tiene un soporte de un metro. El recorrido termina en el monumento a Ana Frank, adolescente de origen judío víctima del holocausto cuya efigie hace unos meses fuera decapitada, lo que constituye -por su forma- algo más que un  simple y casual acto de vandalismo. El monumento que muestra el joven rostro de Ana mide 40 cm  y tiene un soporte de un metro.

Alguna vez nos hemos detenido a reflexionar frente a estos monumentos: ¿Qué experiencias se consideran merecedoras de ser reconocidas? ¿Qué relaciones de poder están representadas? ¿Son inclusivas desde la perspectiva del género, la etnia, la clase social, la construcción colectiva de la ciudadanía? ¿cuáles son invisibilizadas? El material, tamaño y peso de algunos los hacen inocultables a diferencia de los otros ¿tiene esto relación con el mensaje que se quiere transmitir o en el valor que le damos a la figura pública representada y a los valores con los que se la asocia?

En el caso del monumento a Monzón, las mujeres estamos ocultas/negadas  tras el héroe deportivo con los puños en alto en actitud victoriosa. La parte no develada pero que hace a la persona es que ese campeón mundial  también es un femicida (si bien la tipificación jurídica es posterior al hecho, es la más apropiada para conceptualizar la forma más extrema de la violencia de género). Alicia Muñiz era una mujer de 33 años que tenía sueños, proyectos, un hijo pequeño que era de ambos. No faltaron quienes en forma desembozada o encubierta -de manual‑ pretendieron hacerla responsable de su propia muerte victimizando al victimario.

El femicidio de Alicia Muñiz es emblemático porque permitió dar  visibilidad a la violencia de género que por primera vez se instalaba en la primera plana de los diarios y se debatía en los programas de televisión. Este 14 de febrero se cumplen treinta años sin Alicia Muñiz. Su vida y su muerte confrontada a las glorias deportivas del ídolo popular parecieran tener menos valía. Pero el movimiento de mujeres no olvida. En memoria de Alicia Muñiz y de todas las víctimas de femicidio y travesticidio escribimos estas líneas y reclamamos el desagravio.

Lo que cuestionamos en relación al monumento a Carlos Monzón no son sus méritos de deportista que son irrebatibles. Los especialistas señalan que fue el mejor campeón mundial de peso mediano de todos los tiempos, lo  que lo hace merecedor de estar en los anales del deporte mundial.

Nuestro objeción radica en que consideramos que ningún femicida -tenga el oficio o profesión que sea‑ puede tener un monumento en un espacio público. Si un científico descubriese la cura del cáncer y fuera un femicida, el cuestionamiento sería el mismo.

Cuando se toma posición respecto a lo que se considera meritorio de Mónzon, y que lo hace plausible de tener una estatua monumental en la Costanera, aparecen argumentaciones que son construcciones sociales que  han sido moldeadas en contextos de profunda desigualdad de género. Es ilustrativo que se justifique la violencia femicida de Monzón apelando a su falta de recursos, atribuibles a su origen humilde y sin embargo, algunas de estas personas desechan este mismo argumento para aplicarlo en defensa de los jóvenes que delinquen pidiendo -por el contrario‑ cárcel y hasta pena de muerte para ellos. Parecería, entonces, que la pérdida de la vida de una mujer -en manos de su ex pareja que la consideraba su propiedad- es menos relevante que la pérdida de una vida de una persona en manos de un adolescente que le arrebató la cartera.

Hay quienes en forma exculpatoria esgrimen que la borrachera y el estar drogado fue la causa de que Monzón perdiera el control.

Ha costado mucho desmitificar estos argumentos que han sido funcionales a la hora de perdonar a los violentos y de atentar contra todo tipo de prevención en defensa nuestras vidas. Hay femicidas de todas las clases sociales, de todos los colores de piel, de todos los partidos políticos, de todas las profesiones. Porque se trata de una cuestión de poder  basada en una situación de desigualdad entre los géneros. Monzón no estranguló y arrojó del balcón a Alicia Muñiz porque había nacido en un contexto de pobreza y violencia o porque estuviese drogado y alcoholizado. La mató porque se creía con el poder de decidir sobre la vida y la muerte de quien consideraba "su" mujer. Preguntado en el juicio si reconocía si esas eran prendas de vestir de Alicia Muñiz, contestó "con esa ropa no sale conmigo". (2)

Uno de los argumentos esgrimidos para defender la existencia de este monumento es que en él se reconoce al deportista, no al hombre. El movimiento feminista ha desenmascarado la trampa de la falsa dicotomía esfera pública‑esfera privada, que en el caso de la violencia de género  la circunscribía a un asunto de pareja, que debía resolverse puertas adentro. Cuando decimos que lo personal es político, hacemos visible las conexiones entre la experiencia personal y las grandes estructuras sociales y políticas, dicho de otro modo, nuestros problemas personales son problemas políticos. No nos quedamos en una relación violenta porque nos gusta o porque somos débiles de carácter, ni los varones violentos son individuos aislados o enfermos con patología psiquiátrica. Lo que hay es control patriarcal. De lo que se trata es de desmantelar esas construcciones patriarcales que nos hacen justificar ‑cuando se asesina a una mujer cada 29 horas‑ que es más relevante ser un ídolo deportivo que un criminal femicida. ¿Es este el mensaje que como sociedad queremos dar? "Le pegué a todas y nunca pasó nada", (3) confesó Monzón ante el primer juez de la causa, según crónicas de la época. Ese "nada" ¿significa que estaba bien pegarles pero sin llegar a provocarles la muerte? "El fue condenado, él pagó", se argumenta. Estar purgando  condena ¿borra el delito? Que haya sido condenado ¿es razón suficiente para que no conste el femicidioa la hora de decidir levantarle un monumento?

Venimos luchando para que no haya discrminación de género en el espacio público y para que este sea un lugar seguro para todas las personas.

Un espacio público que no genera identificación simbólica por la condescendencia con la violencia machista pasa a ser territorio hostil. ¿No es el monumento público a Carlos Monzón incompatible con una sociedad que condena los femicidios?

El movimiento feminista en estos 40 años ha ido logrando jaquear al patriarcado, iniciando una contracultura, desestructurando la naturalización de la opresión de género. Por ejemplo, cantantes y artistas son cuestionados por sus declaraciones, sus temas musicales o sus actitudes de acoso sexual. Se dice con razón que Alberto Olmedo hoy, al menos impunemente, no podría hacer sus chistes machistas. ¿No es hora de darnos al menos un debate serio de a quienes homenajeamos en el espacio público? El desafío está planteado y desde ya lo asumimos.

 

(1) Col×lectiu Punt 6 ‑ Urbanismo con perspectiva de Género en Barcelona.

(2) "Recuerdos desconocidos del fiscal que investigó el "Caso Monzón"? en Diario La Capital 13/02/2013.

(3) Cristina Castello Revista GENTE, 26 de febrero de 1987.