Una escritora viaja con su hijo y con su padre a Turquía. Los dos cuidan de ella –aunque el padre tiene un cáncer “inactivo, como un volcán”–, mientras pasean. “Siento el pecho oprimido, como por una gran pena o una felicidad demasiado intensa”, dice la escritora en el Hamam de Cemberlitas, el baño turco más famoso de Estambul. Paula conoce a Lars, un danés que tiene un español “accidentado, de frases cortas y elipsis”, en una milonga en Madrid y protagoniza una “triste” historia de amor: “El deseo era una casa de naipes, tan frágil, mucho más frágil que el amor. No conocía las reglas, pero quería hacerlo durar. Extirpar cuidadosamente el deseo del amor, como un hijo de un vientre muerto. Una operación quirúrgica complicada: hacer que el deseo sobreviva por sí solo. Rescatar ese órgano rojo y palpitante de las tripas nauseabundas del amor, y mantenerlo vivo”. Una mujer deprimida, que apenas come huevos y galletas rancias, recuerda cómo fueron los últimos días de su madre. “Llamo a la casa de mis padres y me responde la voz de mi madre muerta en el contestador. Esa noche sueño que sigue viva adentro del teléfono”. En los formidables cuentos de Un hombre bueno (Edhasa), libro que obtuvo el XII Premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz, María Fasce explora con una precisión descomunal la melancolía y las desdichas sentimentales que asedian a sus criaturas frágiles y solitarias.
“Los cuentos aparecen casi como poemas, como una iluminación. Yo anoto en mi libreta la base y después lo escribo en un fin de semana y lo corrijo. Entonces a lo largo de un período de cinco o seis años van apareciendo cuentos por cosas que veo o leo. Y se van acumulando. Cuando hay doce o catorce cuentos que están bien, ahí tengo un libro de cuentos”, dice Fasce en la entrevista con PáginaI12. “La idea de tener el aval de un premio me parece interesante. Yo empecé a publicar porque mi primer libro de cuentos ganó un premio, entonces cuando voy juntando cuentos y me parece que tengo un libro sólido lo presento. Como editora sé que hay cierta reticencia a los libros de cuentos, no por una cuestión tan trivial como que vendan menos, sino porque es más difícil comunicar un libro de cuentos. Por eso trato de que los cuentos tengan una unidad temática. El premio me puso muy contenta; es como mandar un mensaje al mar en una botella”, compara la autora de los relatos A nadie le gusta la soledad y la novela La verdad según Virginia, entre otros títulos, actual directora editorial de Lumen desde enero de este año, después de haber trabajado más de diez años como editora de Alfaguara.
–Una unidad posible del libro podría ser la escritura, ya sea porque quien narra escribe y es escritora o porque quien cuenta la historia es periodista y también está intentando escribir. ¿Por qué aparece con tanta persistencia la escritura como tema?
–No sé si se lo plantean mucho otros escritores, pero ¿cómo llegás en la prosa a poner ideas bastantes sofisticadas o imágenes muy precisas, si el narrador es una persona entre comillas común? Un elemento de verosimilitud es que el narrador sea alguien que lee. En la literatura me gustan mucho esos narradores como Zuckerman, el escritor-narrador de Philip Roth; es como las películas de Woody Allen en la que los protagonistas son personas muy acostumbradas a manejar ciertos códigos del psicoanálisis y la literatura. Eso vuelve la escritura más rica y un poco más verosímil.
–En uno de los cuentos del libro intercala fragmentos de una entrevista que le hizo al escritor francés Jean Echenoz, en la que él plantea que no le interesa tanto trabajar con la ficción “pura”, sino con vidas reales. ¿Le pasa lo mismo como escritora?
–Cuando pienso una historia, una novela o un cuento, no hago mucha diferenciación entre lo que es real y lo que inventé. De hecho es como si pusiera todo en una gran olla para cocinar. Hay muchas cosas que escuché o me contaron, muchas cosas que imaginé; entonces al final todo pasa a ser real y todo pasa a ser inventado porque incluso mi propia vida ya no es mi propia vida; es una arcilla con la que hago ficción. Me gusta mucho lo que decía Flannery O’Connor en sus conferencias sobre el cuento. Un buen cuento es lo que le pasa a una persona determinada en una situación determinada. La literatura se alimenta de la realidad; no hay ninguna novela que sea puramente ficcional o incluso puramente autoficción. Las novelas de (Karl Ove) Knausgard son muy autobiográficas. Yo lo escuché a él en Brooklyn, en una charla con Siri Hustvedt, y ella le preguntaba si ese momento en que él le dice a su mujer tal cosa es real. Knausgard decía que eso no, pero sí cuando estaba pelando papas. Al final todos los hechos son importantes: pelar papas o el diálogo dramático con su mujer. Es imposible hacer una literatura que no esté anclada en vidas reales, y en mi caso que no tenga como punto de partida mi propia vida.
–¿Entonces baila tango?
–Sí, y me da mucho material (risas). Bailar tango es como un laboratorio que me permite ver muchas cosas.
–¿Cómo es el circuito de milongas en Madrid?
–Es como una secta, adonde vayas en el mundo hay gente que baila tango; es algo fascinante porque es una experiencia muy íntima, es como tener un montón de información de la otra persona en lo que tarda un tango porque están pegados, pero sin ninguna consecuencia, si querés. Yo no medito ni hago ninguna otra cosa extraña, me psicoanalizo nada más, pero bailar tango es muy terapéutico porque me permite vaciar la cabeza. Hay muchas cuestiones del baile que tienen que ver con la vida: estar en tu eje, no avanzar antes de tiempo, saber quedate quieto, saber dejar que te lleven…
María vive en Madrid hace quince años. Desde que llegó a Buenos Aires, no pierde oportunidad para milonguear. Cuenta que en La Viruta es donde más baila. Que prueba en otras milongas, cuyos nombres prefiere no mencionar, y le resulta un fracaso porque no sacan a bailar a las mujeres que no conocen. “Si en Madrid no me sacan, yo saco a bailar. No pasa nada. Pero acá se escandalizan”, admite Fasce con una mueca que concentra al mismo tiempo el disgusto y la resignación. “En mi familia nadie bailaba ni escuchaba tango. Empecé con una amiga que bailaba salsa y a veces también iba a bailar tango. Yo probé y me enganché”, recuerda la escritora y acaricia la tapa de una de sus libretas, como si dibujara suavemente un ocho con la mano derecha.
–En el cuento que da título al libro aparece ese hombre bueno que es el padre de la narradora, pero que también es el hombre por venir. ¿Cómo explica la tensión con el hombre por venir?
–Yo admiro mucho la literatura norteamericana; es lo que quiero hacer: la precisión en todos los detalles. Los viajes son disparadores muy grandes de historias porque es como si la vida se acelerara y cobrara otra velocidad; es un momento muy proclive a que te pasen cosas. Cuando viajo tomo muchas notas, todo me parece interesante. No sé si voy a usar o no las cosas que la gente dice, cómo se viste, las placas de los museos, las estatuas… Después empiezo a ver de todo eso qué elementos hay en común que puedan disparar un cuento. En el cuento del viaje a Estambul ella gira en torno a hombres reales o futuros. O al revés: los hombres giran en torno a ella. Esa mujer, que no sabe bien adónde va y la están cuidando el hijo y el padre, va descubriendo que su padre es un hombre bueno. En realidad lo del hombre bueno surgió de una tumba antiquísima que vi en un museo que decía: “fue un hombre bueno”. Me pareció maravilloso que la lápida de alguien diga simplemente que fue un hombre bueno.
–“No hay nada más frágil que un niño. Un rechazo amoroso, un dolor de oídos, cualquier cosa puede destruirlos”, dice la narradora de “La cola de burro”, un relato en el que se confrontan distintos modos de maternidad y que pone en cuestión qué es ser una “buena” madre, ¿no?
–Los niños tienen todo a flor de piel y lo que le pasa a la protagonista de este cuento es que nunca dejó de ser una niña: todo le da miedo. Un tema muy fuerte es la maternidad, esas madres que se piensan a sí mismas como las madres prototípicas, esto siempre me produjo escalofrío. Es como una especie de mafia de la maternidad, que en España creo que se llama algo así como “La liga de la leche”: si no amamantás, sos lo peor que puede existir sobre la tierra. Y también están las madres que quieren sentir el dolor de parto… me parece una cosa horrorosa, casi medieval. Yo viví la sensación de culpa, el complejo de estar haciendo las cosas mal y al mismo tiempo no querer parecerme a esos modelos de madre.
–En el último cuento del libro, uno de los personajes plantea que “para escribir bien, hay que leer mucho. Y después, hay que dejar de leer para escribir”. ¿Por qué para escribir hay que dejar de leer?
–Yo leo mucho y al final siempre releo a los mismos autores que me enseñan a escribir: Patricia Highsmith, (Haruki) Murakami, (John) Cheever, (Truman) Capote; es la literatura que me gusta, lo que quiero hacer. Pero si estoy muy pegada a esos escritores puedo correr el riesgo de ser una especie de caricatura. De chica me pasaba mucho eso con Borges. Todos mis primeros cuentos eran insufribles porque eran copias burdas de tramas borgeanas y kafkianas. Y hasta usaba los mismos adjetivos; era el momento en que tenía que dejar de leer para hacer otra cosa.
–¿El momento de dejar de leer es el momento en el que se encuentra la voz propia?
–Sí, o por lo menos lo intentás. Me ha pasado que creo que se me ocurre algo y es una frase que leí. Y lo descubro después y me empieza agarrar una especie de pánico por el hecho de que cada vez que se me ocurre algo más o menos bueno puede ser que sea algo leído. Ahora Google ayuda un poco para evitar eso (risas). Y si no lo encuentro, a veces es el mismo personaje que dice ¿esto dónde lo habré leído?, como una manera de protegerme. A veces, quiero pensar, se me ocurre algo (risas).
–¿Se puede ser original hoy, en el siglo XXI?
–A veces la originalidad está en volver a escribir sobre las mismas cosas o en hacer algo con todo eso. De todas las cosas que me preocupan cuando escribo, la que menos me preocupa es la originalidad. Yo trato de encontrar una buena historia que pueda emocionar, aunque pueda sonar un poco pretencioso. Los escritores que me gustan, Flannery O’Connor, Carson McCullers, Cheever, (Raymond) Carver, Lucia Berlin –que la descubrí como editora y ha sido una revelación– tienen cuentos que cuando los terminás de leer te quedás con el libro en la mano y te agarra una sensación física de sentirte reflejado o de ver la vida condensada ahí. Yo trato de buscar eso y trato de aprender cómo se hace. La originalidad es lo de menos. ¿Lucia Berlin es original? De alguna manera sí… hay algo que se puede volver a hacer. Esos cuentos que ella escribió tan autobiográficos, de una mujer alcohólica, de una madre desamparada, también se pueden volver a hacer en otros escenarios. Al final las cosas que nos pasan son los mismos conflictos, las mismas situaciones. Mi desafío como escritora es emocionar.
–Hubo un momento en la literatura argentina en el que la emoción fue bastante cuestionada y mal vista, especialmente en los años 90, cuando la frivolidad, el cinismo y la ironía cotizaban en alza y cualquier escritora o escritor que buscara emocionar era un cursi.
–Me produce rechazo ciertas narraciones en donde es más importante el juego que lo que se cuenta. Cada uno tiene sus inclinaciones, pero yo no tengo miedo a ser cursi. Borges tiene una frase maravillosa: “lo cursi abriga”… o se la inventaron, pero está bien encontrada. A veces me doy cuenta de que se me fue un poco la mano, pero sacar es lo más fácil. Ahora estoy escribiendo una novela de una madre a la que se le muere la hija. Quería contar la historia de alguien a la que le pasa algo terrible, pero sigue viviendo. La historia de la novela es sobre una mujer que después de la muerte de su hija no puede volver a llorar. Lo que corrijo mucho, cuando hay un momento dramático, es que el estilo tiene que desaparecer. No podés hacer comparaciones, no podés decir que el grito de ella era como el del cuadro de (Edvard) Munch. Hay que decirlo de la forma más directa posible. Gritó, punto. Lloró, punto. Cuando hay una muerte, no hay estilo posible…