Hace horas que están acá. Se paran, se sientan y se vuelven a parar. Ya no encuentran la posición. Son tres: un matrimonio de unos sesenta años y una mujer de unos treinta y pico. Hablan, de a ratos, se miran. El hombre se acerca a la mujer joven, apoya la mano en el hombro derecho y presiona los dedos hacia adentro despacio, como ajustándola para que nos se desvencije. Son cercanos pero no sanguíneos. La mujer que pareciera ser la esposa del hombre le pregunta algo a la más joven y luego camina hacia la salida de la calle Oroño. Baja la vista apenas deja atrás a sus compañeros. No mira nada. La puerta de vidrio del sanatorio es un espejismo que ella parece memorizar. Ahí, la salida: una línea de luz.

El hombre atiende el teléfono. Habla en un tono demasiado alto. La mujer joven lo desaprueba con tristeza. No entiende. ¿Por qué hace eso? ¿Por qué no está ahí? ¿Qué haría si las cosas cambiaran y ya no tuviera que esperar? ¿Seguiría hablando por teléfono?

La mujer joven viste una pollera hindú y una musculosa blanca. Su cuerpo es un embudo hacia la pared que la sujeta, que la muestra. Aquí estoy acompañándote. Mira la puerta como si esperara al médico o un milagro. Son las cuatro de la tarde. Tendrán novedades cuando las horas se hayan duplicado. Una gomita apenas le sujeta el pelo. Se mira la muñeca. Le cuelga una desprolija pulsera casera que recorre sonriendo una y otra vez, con la vista.

La mujer joven me lleva a una niña. Las superpongo. Una niña con los pies en el río arcilloso y templado por el sol que se va acostando al Oeste, que cambia de lado. El movimiento del agua despierta los diamantes. Un río que le da nombre a la tierra. La mirada quebrada de la mujer joven. Una niña que alcanza el infinito. Ella y su frágil traje de agua . Su piel delata el frío que no siente. La mujer joven y la puerta. La mujer joven y un deseo de volver inmediata y finita esa espera. ¿Qué detenía la mirada de la niña, de la mujer y ahora, la mía? Ellas como una germinación entre algodones a la espera del brote. La mirada de esa niña afuera del frío, del sonido. La mirada de esa mujer fuera del piso pulcro, de las paredes heladas del sanatorio, traspasando las puertas, entrando a la terapia. Una mujer se acerca a la niña, la cubre con un toallón mientras otros chicos más pequeños juegan en el agua. El frío de la piel de la niña, el de la mujer joven. La mujer adulta regresa del espejismo. Le da un beso en la cabeza, la cubre con un saquito. Ella no la mira. No ha percibido el frío del aire acondicionado. Una mujer arropa a una niña. Una mujer arropa a la joven mujer. Entre el sol diamantino que se escapa del día y la puerta de la terapia, dos mujeres arropadas en la espera.