El jueves pasado, cuando faltaba un mes exacto para la movilización y el paro de mujeres, el juez Osvaldo Rappa dictó el sobreseimiento de las quince detenidas y los cinco detenidos en la multitudinaria marcha del 8M de 2017, que se cansaron de denunciar que la Policía de la Ciudad, sin placas identificatorias, había salido a cazar gente al voleo dos horas después de la desconcentración, que recibieron un trato violento, vejatorio en algunos casos, y que hubo acciones discriminatorias dirigidas a lesbianas y feministas. Aunque quedaron en libertad al día siguiente, se les abrió una causa penal donde la fuerza de seguridad porteña les atribuía los delitos de atentado contra la autoridad, desobediencia, lesiones leves y daño agravado. El fallo explica en doce páginas claras como el agua que no hay ni una prueba que comprometa a nadie en ningún delito. Ni fotos, ni videos, ni testigos, ni nada. El devenir de la causa mostró una vez más el mecanismo que alienta el gobierno nacional cada vez que hay una protesta: se ejecutan arrestos y después se buscan supuestas evidencias. En otro expediente judicial, a la inversa, se investiga a la policía por los procedimientos arbitrarios.
La marcha y el paro de mujeres del año pasado fueron impresionantes, en su dimensión e implicancias. El movimiento Ni Una Menos y el colectivo feminista con sello argentino son ejemplos en el mundo. La última movilización del 8M fue, además, una de las convocatorias utilizadas por el Gobierno para poner en marcha mecanismos de represión y criminalización de la protesta que después se repitieron y recrudecieron a lo largo del año, inspirados –aunque no tiene rango normativo– en el protocolo para la actuación de las fuerzas de seguridad en manifestaciones impulsado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Entre otras cosas, el protocolo ampliaba las facultades para detener sin orden judicial, no imponía medidas para la identificación obligatoria de los policías ni prohibía expresamente que porten armas de fuego en protestas. Estos dos últimos puntos se contradicen con la Ley de la Policía de la Ciudad, pero suele primar el “protocolo”, pese a que nunca fue oficializado.
Habían pasado ya más de dos horas de la finalización de la marcha del 8M el año pasado y de una serie de incidentes en la puerta de la Catedral –que algunos medios mostraban como saldo del día–, cuando la policía salió a detener gente. Los arrestos fueron a más de dos cuadras de la plaza, que ya estaba vacía. Algunas mujeres fueron detenidas cuando comían en la vereda de una pizzería, después de movilizarse, entre insultos y descalificaciones como tratarlas de “pibe”. Se viralizaron imágenes donde era evidente que las arrastraban con violencia. “Me gritaban que soy una negra de mierda y que por eso voy a ir a la cárcel. Que no me resistiera porque si no me iban a romper los brazos”, narró Laura Arnés, colaboradora del suplemento Soy de PáginaI12, cuando recuperó su libertad. A Natalia Milduberger, biotecnóloga de la Universidad de Quilmes, que intentó ayudarla y les exigió a los policías que se identificaran, la tiraron al piso. Laura y otras detenidas contaron que las hicieron desnudar. A una de ellas, Macarena, de la organización Kidz, adherida a la Federación Argentina de Lesbianas, Gays Bisexuales y Trans (Falgbt), le pegaron y el rompieron la ropa. Hubo 15 mujeres y 5 varones detenidos, todas situaciones en la misma tónica.
La denuncia que hizo un subcomisario de la Seccional 1, que fue la que dio origen a la causa, decía que las detenciones eran “en clara comisión de hechos delictivos”. Las actas que les hicieron firmar a todos y todas, además, decían que se los acusaba de atentado contra la autoridad, daños y lesiones entre otras figuras. Intervino el juez Rappa, a diferencia de la mayor parte de las movilizaciones que vinieron con posterioridad, donde el Ministerio de Seguridad propició la intervención de los jueces federales, que en su mayoría suelen ser dóciles a los vientos políticos. Rappa se tomó su tiempo, casi un año, en buena medida también porque las fuerzas de seguridad demoraron lo más posible la entrega de las imágenes de la movilización y los supuestos hechos. Finalmente, peritó filmaciones, bidones hallados con una sustancia inflamable, un camión hidrante, tomó testimonios y revisó fotos, pero no logró encontrar ni a una sola de las personas acusadas cometiendo algún delito o fatalidad. La conclusión de la resolución es simple: “No surgen elementos de convicción que me permitan vincular a las personas imputadas con dichos hechos ilícitos (en esencia, los incidentes en la Catedral), por lo que dispondré el sobreseimiento”. “Es evidente que la investigación se halla agotada” y no hay medidas “que puedan hacer variar el panorama fáctico”, dice la resolución y remata que es “improcedente la imputación efectuada”.
“El fallo muestra con mucha claridad que las detenciones fueron al voleo. Ninguna prueba, ningún video, nada que las justifique. Se tomó la decisión de salir a arrestar mujeres y mandar el mensaje de que salir a protestar no es una buena idea, que es el mensaje repetido en las últimas protestas”, dijo Federico Efron, abogado del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que defendió a tres de las mujeres detenidas, que a su vez iniciaron una querella por los arrestos arbitrarios y los tratos violentos y discriminatorios. En su momento, también había aportado material comprometedor para las fuerzas de seguridad la Procuraduría de Violencia Institucional, previa intervención de la Unidad de violencia de Género (UFEM).
María Rachid, titular del Instituto contra la Discriminación de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, recordó que las primeras detenciones se produjeron el 7 de marzo, antes de la movilización, cuando fueron detenidas algunas mujeres acusadas de pintadas y daños (esa causa se cerró con un acuerdo entre partes). “Luego vino el 8M y antes también las detenciones de compañeras trans por el solo hecho de circular por la calle”, señaló Rachid, también secretaria general de la Falgbt, quien asistió a algunas detenidas. “Fueron el comienzo de una política de represión por parte del gobierno nacional ante cualquier tipo de disidencia. Las fuerzas de seguridad interpretaron esa política claramente. Mujeres, la mayoría jóvenes, la mayoría lesbianas y para colmo organizadas. Sus identidades eran suficiente disidencia para las fuerzas de seguridad. Aquellas detenciones fueron marcando el comienzo de la persecución y la violencia policial y judicial. Los sobreseimientos –agrega– son prueba de eso y que con el movimiento de mujeres no pudieron.”
Después de los sucesos y detenciones del 8M se repitió la misma modalidad de las fuerzas de seguridad (incluso Policía Federal y Gendarmería) en las movilizaciones por la desaparición de Santiago Maldonado el 1 de septiembre último (31 detenidos), cuando se cumplía un mes del hecho, y en las marchas contra la reforma previsional el 14 de diciembre (44 detenidos, 5 de los cuales siguen presos) y el 18 de diciembre (70 detenidos), aunque también otros hechos notables como la represión a trabajadores municipales en La Plata a comienzos de 2016 y a los docentes el año pasado. La mayor parte de los arrestos se produjeron en zonas aledañas y al voleo, o en el momento de la desconcentración, se imputaron delitos federales (como intimidación pública), pero además policías y gendarmes hirieron con balas de goma a los manifestantes, entre los cuales al menos tres en la última de las protestas sufrieron lesiones irreversibles en los ojos. Los agentes, salvo excepciones, no llevaban identificación, detuvieron por la supuesta comisión de delitos en flagrancia que luego las resoluciones judiciales en su mayoría no reflejaron. Ya es frecuente, como en el 8M, que se desaten procesos de razzia, que están prohibidos.