Desde Barcelona
UNO Nadie sabe muy quién fue San Valentín. Ni siquiera los que creen en esas cosas –Dios, el Paraíso para los buenos y el Infierno para los malos– en las que Rodríguez alguna vez creyó pero ya no a no ser que vengan escritas por un tal Dante. Y, hasta donde recuerda Rodríguez, San Valentín –desde la Alta Edad Media y asociado a la teoría y práctica del amor cortés– no figura en ningún canto de la Commedia que ahora todos leen apantallándose para sentirse tan divINos (y, ah, la Beatrice Portinari de Rodríguez es su amadísima prima argentina y ahogada Mirta, aunque Mirta sea más Eurídice que Beatrice, piensa), pero Chaucer sí rimó sobre el asunto. Se dice que San Valentín nació en el 226 y murió en el 269, y que un 14 de febrero fue enterrado en un osario en la Via Flaminia cercana al Ponte Milvio al norte de Roma. Se dice también que puede ser no uno sino la conjunción de dos Valentinus, uno de Roma y otro de Terni: un médico que casaba a los fieles ignorando la prohibición del emperador y un obispo que curaba la epilepsia (o tal vez fuera el arrebato desatado de caídos en el amor que no podían levantarse pero sí casi levitar entre convulsiones). Y que la Iglesia lo tachó del santoral por considerarlo demasiado “legendario”. Pero el papa Francisco decidió celebrar su memoria en 2014 y ahí esta su adorable calavera (o la de quien sea) coronada por flores en la Basílica de Santa María de Cosmedin donde también se abre para no cerrarse nunca la Boca de la Verdad a la que un periodista enamorado llevó a una amorosa princesa en aquella película. Y no se sabe tampoco con exactitud cuál fue el modelo de martirio elegido para su muerte e inmortalidad, pero Rodríguez piensa que, seguro, a Valentinus le llenaron el corazón de flechas primero y que después se lo rompieron en pedazos a golpe de masa.
DOS Lo que sí se sabe, según los últimos estudios de especialistas, es que –entre la flecha que contagia y el martillazo que cura de la peor manera posible– la enfermedad del amor se “pasa” como mucho en tres años de sordidez y geometría. Unos –como Rajoy– lo niegan y viven convencidos de que lo van a querer siempre sin importarle lo que le dicen los ciudadanos. Otros, conscientes de ello, deciden entender al amor como algo deportivo y se resignan a eso de que, en tenis, love equivalga a cero puntos. Es decir: puedes jugar mucho pero puedes no ganar nada saltando de una cancha a otra en tiempos en que ser un seductor –nunca mejor dicho– amateur puede ser entendido como ser un acosador profesional y en los que aquel gracioso zorrino de los cartoons de la Warner conocido como Pepé Le Pew y perseguidor compulsivo de gatita hoy sería centrifugado hasta la muerte por la versión hembra del Demonio de Tasmania. Lo que permanece, sí, no es otra cosa que el recuerdo de esa gran infección. Y, en ocasiones, ese recuerdo puede llegar a volverse inolvidable durante toda una vida. De ahí que se siga y se permanezca en su nombre y que se lo celebre una vez al año como se celebra algo que ya fue pero aún así...
El neurólogo y psiquiatra francés Jean Didier-Vincent explica que “el amor no es otra cosa que la gestión de la materia. La vida se desarrolló progresivamente a partir de la interacción de moléculas que se fueron reconociendo por afinidad”. ¡Milagro! Tantos milenios después, el amor es una fiesta inflamable de hormonas y dopamina y glándula pituitaria y vasoprecina y oxitocina y la activación del hipocampo y el hipotálamo y el córtex del cíngulo anterior y la desactivación de áreas donde se cuecen las emociones negativas y las críticas hacia el otro como la amígdala y el córtex frontal. Festejo del que –pasadas tres primaveras– queda tan solo humo y ceniceros a vaciar y tatuajes que cuestan tanto borrar y a pedir perdón todo el tiempo y agujero negro cósmico a la altura del pecho y del cerebro y del bajo vientre y si vas por ahí con el corazón roto, las posibilidades de sufrir un ataque cardíaco aumenta dieciséis veces. Y arrastrarse de camino a la cama bajando persianas y apagando las luces una a una y desenchufando el amor “che move il sole e l’altre stelle”. Y, sí, el primero es Big Bang y te lo regalan (o, cortazarianamente, te regalan a él); el segundo y los sucesivos te los revenden mintiéndote resplandores de nova cuando en realidad son estrellas más o menos enanas. Así, empiezas cantando la extática “Sentimiento Nuevo” y “Et Ti Vengo a Cercare” de Franco Battiato o la exultante “Modern Love” de David Bowie (quien cerca de su final compuso la muy pegadiza “Valentine’s Day”; pero allí Valentine es un ametrallador de high school listo para despachar a todos sus maestros y compañeritos tal vez víctima de un desengaño amoroso con cheerleader Barbie inalcanzable). Y continúas tarareando “Love Will Tear Us Apart” de Joy Division y “Jennifer She Said” y “Are You Ready to Be Heartbroken?” de Lloyd Cole and The Commotions para acabar silbando bajito “Love Stinks” de la J. Geils Band (o jurando venganza con algún hit de la reina del despecho Taylor Swift) pero queriendo creer que todo ese Love/The Word al que le cantaron The Beatles nunca –como ellos– pasará de moda insistiendo con que amor es todo lo que necesitas pero que no puedes comprarlo.
TRES Y por cada perfectos Mr. Fitzwilliam Darcy y Elizabeth Bennet de Jane Austen hay unos muy pero muy complicados Heathcliff y Cathy Earnshaw de Emily Brontë. Aunque –se dice Rodríguez– uno nunca esté del todo seguro de quiénes la pasaron y amaron mejor: ¿los orgullosos y prejuiciosos finalmente humildes y abiertos o los eternamente borrascosos y encumbrados de todo corazón? Romeo y Julieta –a quienes se supone el punto más alto del “sentimento popolare” que nace de la mecánica divina y que ellos experimentan luego de verse danzar– no vivieron lo suficiente para sufrir las proustianas “intermitencias del corazón” (ligadas siempre, según el francés a “las perturbaciones de la memoria”). Y, en cualquier caso, todo parecía indicar que los amantes de Verona tenían serios problemas para coordinar sus acciones. Rodríguez piensa en todo esto saliendo de ver las magníficas freak love stories que son The Shape of Water de Guillermo Del Toro y Phantom Thread (lo más parecido a una novela de John Banville en imágenes) de Paul Thomas Anderson. Y piensa también en que las alguna vez muy bien pensadas y cuidadosamente elegidas tarjetas de San Valentín ahora han sido devoradas por descorazonadores emoticons y emojis aptos para todos. Y que ya casi nadie lee las sublimes declaraciones de amor que se escribieron en La montaña mágica o en El gran Gatsby o en La invención de Morel o en –una de las favoritas de Rodríguez– La isla inaudita de Eduardo Mendoza. Allí, el atribulado protagonista Fábregas, desorientado por los canales de Venecia y con María Clara como brújula, no para de hablarle a ella para, razona, “evitar que se produjera un silencio definitivo, del que ya sólo podría sacarlo la confesión de una gran verdad. Si ahora callo, pensaba en estas ocasiones, sólo podré volver a hablar para decirle que la adoro”.
Todos ellos y ellas –mejor algo que nada– han sido suplantados por vampiros estudiantiles o millonarios bondage o enfermos de cáncer. Los bombones permanecen y permanecerán siempre. Llenarse la boca con el excitante chocolate para así disimular el vacío en el alma. Y esperar a que la próxima o el próximo que llegue en/a la estación de los amores sea la vencida y no otro de aquellos que, inevitablemente, vengan para vengarse con fecha de vencimiento.
Y de pronto, casi sin darse cuenta, para Rodríguez ya pasó y salió otro breve Día de los Enamorados a Desenamorarse para que pasen y entren los largos Años del Enamorarse si hay suerte.
Y digámoslo –y por eso se sigue creyendo en lo increíble, por eso se sigue latiendo– siempre estarán lo que tuvieron y tienen y tendrán suerte de todo corazón. Es fácil de reconocerlos por la calle. Son los que caminan a un par de centímetros del suelo.
(In)Felicidades para todos.