El presidente de Sudáfrica Jacob Zuma tiene las horas contadas. Su partido, el Congreso Nacional Africano (CNA), le pidió la renuncia ayer. Tiene mandato hasta 2019, pero su salida se anticipaba desde hacía meses. La decisión política de la fuerza que gobierna el país desde 1994 no es vinculante, aunque parece un tributo simbólico a Nelson Mandela. 2018 es el centenario de su natalicio y la corrupción, desprestigio y medidas contra el pueblo –principalmente la clase trabajadora y los estudiantes– dejaron al CNA en una posición de debilidad camino a las próximas elecciones. El vicepresidente Cyril Ramaphosa, rival interno de Zuma, será el gran beneficiario si renuncia el mandatario, como se presume.
El modo de remover a un presidente sudafricano desde que cayó el régimen del Apartheid no es nuevo. Thabo Mbeki ya lo vivió en septiembre del 2008. En aquel momento, quien le pidió la renuncia fue Zuma. Controlaba el CNA y le pasó factura porque en 2005 lo había apartado de la vicepresidencia del país, envuelto en denuncias de sobornos. Los conflictos políticos en la nación africana se dirimen así, hacia el interior del partido. Todo se resolvió en un hotel de Irene, al sur de la capital Pretoria, durante una larga reunión del CNA. Al cierre de esta edición se sabía que le habían dado al presidente 48 horas para abandonar su cargo. Está en el poder desde 2009. Ganó dos elecciones consecutivas (la segunda en 2014), pero esta vez no llegará al final de su gobierno.
En su página oficial, el Congreso Nacional Africano –la fuerza que con Mandela al frente volteó al Apartheid– publicó un largo anuncio el pasado 8 de enero. Es un resumen de los que considera hitos en su larga lucha contra el colonialismo. Cumple 106 años de vida en 2018, que coincidirán con el centenario del natalicio de su máximo líder, el próximo 18 de julio. Se cumplirán también 55 años del Juicio de Rivonia, durante el cual Nelson Mandela y otros líderes de CNA fueron condenados a cadena perpetua por luchar contra el régimen de segregación racial de los blancos.
Son demasiados aniversarios importantes en la historia del CNA para que siga repiqueteando en las calles el “Zuma must fall” (Zuma debe caer) de la oposición, sus propias bases y sobre todo los estudiantes a los que reprimió en 2016. Pedían por reformas universitarias de fondo como la gratuidad de la enseñanza. El presidente les respondió con un aumento de la matrícula y la represión. Tuvo que ceder finalmente. Pero la gota que rebalsó el vaso fue su intención de promover la candidatura como sucesora de su ex esposa, a principios de 2017. Nkosazana Dlamini-Zuma, con quien tuvo cuatro hijos y se divorció en 1998, fue nombrada por la Liga de Mujeres del CNA como aspirante a la presidencia. Él la apoyó y aunque tiene pergaminos de sobra para el cargo -fue ministra de Mandela, Mbeki y su ex marido - el sector que conduce Ramaphosa se opuso. Daría una imagen de más de lo mismo.
El político que emerge fortalecido con la destitución de Zuma es un ex líder sindical minero que está al frente del partido. Lo más probable es que sea su sucesor. Ramaphosa ancló su discurso para llegar a la conducción del CNA en la lucha contra la corrupción y la revitalización de la economía sudafricana. Datos de su crítica situación serían que en 2017 pagó más de 12.500 millones de dólares en servicios de su deuda pública y que tiene empresas estatales en crisis como South African Airways y la eléctrica Eskom, según The Economist, un vocero del neoliberalismo.
Pero el político de origen gremial tampoco tiene una trayectoria a prueba de manchas. Ha sido acusado por sectores de izquierda de enriquecerse por su complacencia con las grandes mineras y de transformarse en un burócrata millonario. Incluso, recibió una acusación peor. Lo vincularon con la masacre de Marikana, ocurrida el 16 de agosto de 2012, durante el primer mandato de Zuma. Ahí fueron asesinados 34 mineros que estaban en huelga contra la compañía británica Lonmin. Hubo otros 70 heridos de bala y 270 detenidos, varios de ellos torturados.
Todos estos crímenes fueron cometidos por la policía sudafricana, como en los peores tiempos del Apartheid. A Ramaphosa lo tildaron de cómplice por su pasado minero. Aunque pidió disculpas el año pasado en la Universidad de Rhodes ante sus estudiantes por la forma en que calificó en 2012 al paro de los trabajadores. Se le atribuyó haber intercambiado mails con Lonmin donde calificó a la medida de fuerza como “actos criminales evidentemente cobardes y que deben caracterizarse como tales”. Un salvoconducto a la represión.
El vicepresidente sudafricano delegó en el secretario general del CNA, Ace Magashule, el anuncio del pedido de renuncia al primer mandatario. Éste solicitó más tiempo de las 48 horas que le dieron, pero la respuesta fue negativa: “Aunque apreciamos la propuesta del presidente Zuma, el NEC (por el Comité Ejecutivo Nacional) tiene en cuenta que Sudáfrica atraviesa un período de incertidumbre y ansiedad como resultado del irresoluto tema de la transición”, declaró. Si el presidente no aceptara dejar su cargo, según los usos y costumbres de la política local, le quedaría un camino de mayor exposición, con escarnio público incluido. Una moción de censura en el Parlamento que el oficialismo no está dispuesto a concederle a la oposición y menos a un año de las próximas elecciones.