Querés gritar pero los doscientos cincuenta kilómetros por hora a los que caés sin ataduras te atoran la garganta y no dejan salir el aire. Tenés el pelo más lacio del mundo, en vertical. No importan el peso ni la edad, tenés mofletes que titubean a cada metro más de caída libre. Y al mismo tiempo, ahí arriba no tenés panza ni te estás cagando encima, no debés la factura de internet ni te han engañado nunca, jamás. Ahí arriba sos una lanza que rompe el tiempo.
Pero sin épica: tenés montado encima un teletubbie con mochila que durante cinco o seis minutos es lo único en lo que podés confiar.
Tirarse en paracaídas no es cuestión de valentía. Es un gesto temerario, más vale; no es lo mismo que tomar un subte en hora pico ni que patear en un skate park, ni siquiera tiene mucho que ver con las montañas rusas. Pero no requiere de valentía sino de confianza en la magia. En la magia de volar, más vale, y aunque sea sin dominio: la única verdad es la realidad de que mientras estés en el aire estarás volando, y lo estarás hasta tocar el piso, sea en un hábil y esbelto descenso, o estrolado.
Pero también en la magia general del cuerpo, una maquinaria preparada para afrontar tanto y no quebrarse, y en los trucos particulares de cada sentido: en cómo se ve todo desde ahí, en cuán penetrante puede ser el viento, en qué olor tiene el aire a tres mil metros de distancia de los canteros cagados y la comida pudriéndose.
Cada experiencia es única, pero es posible que cuando se abra la puerta del ultraliviano y tengas que sacar las piernas y dejarlas colgando, unos tres kilómetros por encima de la laguna de Chascomús o donde sea, sólo quieras darte un chapuzón en ese mar de tiempo.
Hay algo cultural: el conocimiento de que no moriremos en esa experiencia, porque estadísticamente es más probable fallecer en un accidente en la ruta. Y hay algo místico: como flashear que ese paracaídas esté hecho de ala de dragón.
Tampoco aporta mucho que te la cuenten, ni que te digan que la hagas (igual, ¡hacela!). Como salto de fe, el del paracaídas implica aceptar lo que no sabemos. No sabemos operar ese instrumental, no sabemos si alguna otra vez volveremos a hacerlo, no sabemos volar. Carajo, ¡si ni siquiera sabemos caer! Pero se abre la puerta...
Todavía no sentimos lo que un instante después de atravesarlo te devela el vacío: que todo va a estar bien. Pero creemos en ello. Así que sacamos las piernas. Y caemos.