--¡Che, viejo! -me llamó el gallego-. Aquel tipo de la mesa de allá -y señaló con la cabeza hacia el fondo del boliche-, me dijo si no vas a contarle la historia de ese malevo que tanto admirás.
El "admirás" lo dijo con sorna.
--Dice que te invita a unas rondas. Vaya uno a saber para qué quiere que le cuentes eso. Cosas de viejo.
No dudé en ir, no por las copas, tampoco por la atención que un desconocido le quisiera prestar a un viejo olvidado como yo, sino porque contar esa historia siempre fue una obligación moral para mí, un encargo que adquirí con orgullo hace un millón de años.
El tipo estaba rodeado por varios en la mesa. Se notaba que era el centro de atención, él era el importante y los otros le hacían la corte. También era el único que tenía un traje claro, como para resaltar más el sesgo de distinción. Posaba su mano sobre un bastón apoyado en el piso. Lo juzgué tan viejo como yo, y recién cuando estuve muy cerca me di cuenta que tenía los ojos muertos.
Me hicieron lugar en una silla al lado de él.
--Pídase lo que guste, yo invito.
Si yo no hubiera vivido tanto, me hubiese intrigado la situación, pero a esta altura ya no hay nada que me pueda sorprender. Pedí una ginebra para ayudar a soltar la lengua.
Sin demasiado preámbulo, el viejo me pidió que le contara la historia del malevo. No me dijo, ni pregunté el motivo.
--Pues verá. Lo llamaban El Coraje, como para que vaya dándose una idea de cómo habrá sido aquel hombre.
El viejo sonrió al instante.
--Créame que la fama de guapo que tenía le quedaba chica.
El viejo escuchaba atento y yo me sentí a gusto, con ganas de explayarme en añoranzas.
--Eran épocas en que los barrios funcionaban como cofradías, existía un sentido de pertenencia que hoy la gente no entendería. Tiempos de honor y lealtades. Todos los pibes del barrio admirábamos a El Coraje, era nuestro símbolo, nuestro orgullo, lo que nos hacía superior a los otros barrios. Nadie se hubiera atrevido en su presencia a burlarse de la admiración que le teníamos -dije eso último alzando un poco la voz con la indisimulada intención de que lo escuchara el gallego que se había acercado a curiosear-, era como nuestro ángel protector, nos daba seguridad. Era alto, hablaba con una voz aguardentosa pero en un tono bajo, neutro, como no queriendo dar señales de lo que pensaba hacer en cada momento. Había que ver el respeto que inspiraba su sola presencia.
--Cuénteme cómo murió. ¿Usted estuvo allí? -preguntó el viejo.
--Sí, fui el único que estuvo ahí, tuve el honor de que muriera en mis brazos. Todo fue raro, muy raro esa noche. Él siempre andaba por las calles solo, no quería compañía, y nosotros nos enterábamos de los duelos siempre después. Descontábamos que jamás caería, era imposible para nosotros, pero esa noche fue distinto desde el vamos. Había uno de otro barrio al que le decían "El Payo" que lo andaba buscando, un compadrito como cualquier otro, como tantos a los que El Coraje hizo pasar para el cuarto. Se rumoreaba que había una cuestión de polleras, pero nunca se supo bien por qué fue el entrevero.
El viejo levantó la cabeza. Se me figuró que fue un reflejo nostálgico de cuando podía alzar la vista y ver. El resto de la mesa se mantenía en silencio. Me sentí como si el viejo y yo estuviésemos actuando en una obra de teatro para ese público insustancial.
--El Coraje se juntaba en una mesa como ésta a jugar a las cartas, y nosotros, los pibes del barrio, mirábamos a cierta distancia. En ese boliche nos dejaban entrar pero teníamos que estar como en misa. No era "la ñata contra el vidrio", pero casi. Como dije antes, era un hombre de honor con mayúscula, pero su cara nunca reflejaba ninguna expresión, no se sabía qué llevaba dentro. Ahora, en retrospectiva o con la memoria quizás corrompida por el tiempo, creo que era un hombre cansado, por ese entonces era un hombre profundamente cansado. Recuerdo que esa noche miró el reloj de la pared, dijo que tenía un compromiso y que se tenía que ir, pero antes de levantarse de la silla vino lo inusual que dejó a todos callados. Me miró y me dijo "vos, pibe, venite conmigo". Por supuesto que para mí fue una sorpresa que me llenó de orgullo, sobre todo que me haya elegido a mí entre los demás pibes que me miraban con envidia. Cometí una pequeña torpeza propia de la edad: abrí la boca y se me escapó una pregunta. Que un mocoso le preguntara algo podría interpretarse como una falta de respeto. "Lo que usted diga, señor, pero ¿por qué quiere que yo lo acompañe?". Por suerte no lo tomó a mal, y ante el silencio y la extrañeza de todos dijo, "porque alguien tendrá que contar la historia".
--Y helo a usted aquí, contándome la historia -acotó el viejo.
--Efectivamente, será el destino.
--Ahh, ¿cree usted en el destino?
--No sé. No me hago esa pregunta, no me interesa si existe o no. ¿Y usted?
--El destino me interesa solo por su valor estético.
El viejo sonreía y asentía con la cabeza, aprobando con gusto, como si lo que yo contaba fuese la confirmación de algo que él ya sabía o sospechaba. Tomé mi último trago de ginebra y continué con la convicción de que no estaba defraudando la expectativa que él había puesto en mi relato.
--El Coraje se levantó, saludó cortés como siempre, se puso el sombrero y salió. Yo atrás. Fuimos en silencio hasta la esquina de Adolfo Alsina y Pasteur. No sé por qué eligieron esa esquina, una esquina cualquiera, supongo. El Payo lo estaba esperando, era una noche bastante fresca pero El Payo traspiraba a mares.
El viejo soltó una pequeña risotada al oír esa parte.
--El Payo estaba muy nervioso, con miedo, con muchísimo miedo. Se le notaba, y lo disimulaba mal. "¿Qué hace él acá?", preguntó señalándome, "viene conmigo", contestó El Coraje y fue suficiente respuesta. El Coraje me apartó con el brazo para que me pusiera a un costado, con la espalda apoyada a la pared. "Terminemos rápido con esto", dijo como quien dice "buen día", y sacó el chuchillo de su cintura. El Payo tardó en reaccionar, y hasta pensé que podría salir corriendo, pero finalmente él también sacó su cuchillo. Duró nada, fue una cosa de segundos, El Coraje cayó. Ni el otro podía creerlo. Me agaché y le acomodé la cara al cielo, todavía estaba vivo. No sabía qué decirle. Él, inexpresivo como siempre, no dio palabra. No mostraba dolor, ni dificultad para respirar, ni pena, ni nada, quizás en sus ojos se vislumbrara el anhelo del descanso, pero yo era muy chico para darme cuenta. Creo que no tuve necesidad de ver que lo que tenía en la mano no era un cuchillo sino un palo cualquiera, porque ya de antes me había dado cuenta que se había dejado matar. Era una noche oscura, un cuchillo de verdad tampoco hubiera brillado.
El viejo seguía con esa sonrisa de aprobación.
--Bueno, eso es todo. Murió en su ley. Espero que lo que le conté haya satisfecho su curiosidad.
--Sí, gracias -atinó a decir escueto y se quedó callado.
Se hizo un silencio embarazoso. En la radio del gallego se escuchaba una milonga que no alcanzaba para mitigarlo. También me incomodaba hablarle solo al viejo, como si los otros estuvieran pintados, por más que ellos mismos se hubieran puesto al margen, así que abrí la boca para decir lo que saliera.
--Conté esta historia miles de veces durante añares con la esperanza de encontrar a personas como ustedes que mostraran verdadero interés en escucharla y valorarla, así que les agradezco a todos también.
--La esperanza nunca es vana -sentenció el viejo.
En ese momento se largó un aguacero sorpresivo que ahogó la milonga de la radio.
--Está lloviendo -dijo el viejo-. Algún día debería escribir sobre la lluvia en este barrio, se escucha distinta que en cualquier otra parte.
--Nunca lo había notado pero tiene razón, la lluvia se escucha distinta en Balvanera.
--Una última cosa -me dijo.
--Cómo no, dígame.
--¿Cómo se llamaba El Coraje?
Le dije y se quedó repitiendo y repitiendo el nombre por lo bajo, para sí mismo.