“Henry, la octava maravilla del mundo. Y esta película… la maravilla de todos los tiempos”, rezaban los afiches de La vida privada de Enrique VIII, enorme éxito del cine británico cosecha 1933 y el gran desembarco en el mercado internacional de London Films, la empresa productora de los hermanos Korda. El modelo estandarizado de film histórico instalado hace ochenta y cinco años por aquella película no ha cambiado demasiado, como lo demuestra cabalmente Las horas más oscuras: atención puntillosa al detalle histórico, un tono moderadamente tongue-in-cheek para describir la vida y la obra de grandes figuras de la historia –aunque serio e incluso grave cuando necesita serlo– y una actuación central de peso específico, aderezada fuertemente por la mímesis física y verbal, al menos en los casos en los que el homenajeado supo dejar rastros concretos a partir de la reproducción tecnológica. Así como Charles Laughton devoraba cada plano del film de Alexander Korda, algo similar ocurre con el nuevo largometraje de Joe Wright: bajo varias capas de maquillaje, Gary Oldman resucita la forma de hablar, moverse y hasta de pestañear de uno de los hombres de estado esenciales del siglo XX, Winston Churchill, aunque en algunas instancias su gesticulación recuerde a la de su célebre encarnación del Conde Drácula.
En la vereda opuesta de las enseñanzas de Roberto Rossellini en cuanto a la puesta en funcionamiento de la reconstrucción fílmica de un retazo de historia (el Luis XIV del gran director italiano estuvo interpretado por un no-actor con serios problemas para memorizar sus líneas), Las horas más oscuras está diseñada a partir de la más precisa réplica física y la recreación de grandes o pequeños momentos de la vida pública e íntima de la figura central. Narrativamente apoyada, a su vez, en un guion de Anthony McCarten (La teoría del todo, otra biopic al uso), la película hace las veces de “grandes éxitos” –aunque también algunos fracasos parciales– de una etapa muy puntual en la carrera política de Winston Churchill: su ascenso al poder como primer ministro del Reino Unido ante el avance nazi en suelo europeo y los pormenores de la operación Dínamo, el extenso y casi milagroso rescate de soldado británicos y de otros orígenes, literalmente atrapados en las playas de Dunquerque.
Y si es cierto, como solía decirse hasta no hace mucho tiempo, que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, allí está Kristin Scott Thomas interpretando en fugaces momentos a su esposa y la joven Lily James como su secretaria y dactilógrafa, mujeres fuertes y comprensivas dispuestas a soportar el enorme peso del centro de gravitación, ya sea en pos de un bien mayor y colectivo o la simple entrega a los designios masculinos. Especialista en el cine histórico –ya sea basado en obras literarias famosas (Anna Karenina, Orgullo y prejuicio), adaptaciones de novelas recientes (Expiación, deseo y pecado) o, como en este caso, figuras históricas– el inglés Joe Wright contó con la ayuda indispensable del experimentado director de fotografía Bruno Delbonnel para lograr un tono visual que parece definir en gran medida a la película: el contraste extremo entre las luces y las sombras de las habitaciones del poder, ya se trate del Parlamento británico, algún salón del Palacio de Buckingham o un simple pasillo del bunker donde Churchill comienza a dar sus famosos discursos radiofónicos.
Esa sintonía fina entre tema y tono ofrece algunos de los momentos más inspirados de Las horas más oscuras. Paradójicamente, teniendo en cuenta que se trata de un film sobre la eficacia y trascendencia de la palabra: “Acaba de movilizar el idioma inglés... y lo envió a batalla”, afirma un vencido vizconde Halifax, su compañero en las filas políticas conservadoras y principal enemigo interno durante esos tiempos aciagos, luego del famoso discurso que pondría al Imperio Británico en franco movimiento bélico. Y es durante los últimos tramos, cuando el primer ministro decide desestimar cualquier negociación con el Tercer Reich, que McCarten y Wright desbarrancan en el lodazal de la ilustración simplista de la Historia: la escena de Churchill rodeado por “el pueblo” durante un viaje en subterráneo es el punto más bajo de una película tan obsesionada con los pelos y señales de la estampa que olvida casi por completo su cualidad esencial de reflejo creativo. Y que en su obsesión por darle brillo al continente termina vaciando su posible contenido.