En la peluquería una piba de unos 20 años le cuenta a otra de más o menos la misma edad que tenía ganas de cortarse corto el pelo, pero que el novio no la deja.
Mientras espero en el banco escucho que una mujer se queja con otra porque el hijo, que tiene 27, le lleva un pantalón para coser. La mujer dice que él tiene mujer, que se lo tiene que coser ella.
En la cola del cajero, unas 6 personas adelante, hay un matrimonio joven. Ella, harapienta y extremadamente flaca. No levanta la cabeza. Les llega el turno, saca la plata, él instantáneamente y de forma brusca se la saca. Ella no dice nada. Los dos chiquitos que están con ellos miran.
Mi amiga no puede ir a almorzar con nosotros porque el marido no cocina y a los chicos hay que atenderlos.
Son hechos que presencié en los últimos días, pero, como cualquiera que se haya puesto a pensar en las estructuras de poder de los hombres sobre las mujeres, podría relatar muchos más.
Como la desigualdad estructural –económica– y porque la integra, la desigualdad de género está enquistada en nosotros. Y aunque a veces nuestra endogamia nos haga creer que la igualdad –léase feminismo– está a la vuelta de la esquina, las violencias diarias hacia las mujeres nos devuelven de sopetón a la realidad.
Hay quienes dicen que no es trabajo nuestro –el de las mujeres– ni buscar las razones de las violencias ni dedicarnos de algún modo a la reeducación del/la machista. No pienso de ese modo.
Es bien cierto que nuestra tarea primera es cuidarnos y defendernos. Y así lo venimos haciendo de diferentes formas y en distintos ámbitos, porque el peligro es siempre inminente. Las cifras dicen lo suficiente y asustan. Y aunque siempre los presupuestos para programas de protección y asistencia a las víctimas sean insuficientes por falta de decisión política, en este sentido, las leyes y el trabajo militante de las organizaciones están y se hicieron visibles.
En clave de Araceli (aunque no tengo marido): soy feminista porque tengo dos hijos hermosos, también feministas, aunque no hayan nacido así. Crecieron y se formaron como feministas, en la responsabilidad compartida y en el respeto a las decisiones sin distinción de género.
Ni el novio de la piba de la peluquería ni el pibe que le lleva el pantalón descosido a la madre, ni ella, nacieron machistas. Tampoco la señora del cajero o mi compañera, o esos hombres. Porque las mujeres podemos ser machistas y los hombres, feministas.
Porque lo que importa, para empezar, es tomar conciencia de la opresión y dominación social, económica y política histórica de las mujeres –como grupo humano– por parte de los varones en el seno del patriarcado, que es un modelo de construcción social y no una contestación reactiva de un grupo de mujeres.
Somos construidos como personas en un sistema básicamente injusto, en el que, es innegable, venimos pagando bien caro las mujeres.
Hay que reeducar. Porque ningún pibe nace machista, se forma como tal. Y porque los que están, seguirán educando en la desigualdad, trasmitiendo opresión y violencia.
* Coordinadora del Area Género de la Asociación Pensamiento Penal.