Los sudafricanos tienen una relación bastante extraña con su continente, rara pero entendible por su experiencia y la de sus vecinos, cercanos y no tanto. Sudáfrica es el país del África subsahariana, esto es negra y no árabe, de lejos más desarrollado. Es un país que siempre le hizo caso al FMI, con apartheid o democracia, con lo que tiene moneda estable, tasas bajas, muy poca inflación y una mayoría que sigue en la pobreza más infame gobierne quien gobierne. ¿Cómo se logra esto? Señalando el desastre entrópico en Zimbabwe, la violencia en el Congo, la miseria general en un barrio rico en dictadores, corruptos olímpicos y masacres. El control social sudafricano consiste en señalar al país que esté en la peor crisis en cualquier momento y agregar “para no terminar así, tenemos que...” (agregar la receta de ajuste).
Con lo que el tema de la corrupción es fundamental, porque es el gran síntoma africano de autoritarismo, el primer paso rumbo a Mugabe o Ruanda. Nelson Mandela fue ejemplar, aunque no cumplió ninguna de sus promesas de revolución social. Su sucesor, el seco Thambo Mbeki, también fue intachable, pese a los primeros escándalos de megacorrupción, dignos de nuestro Menem. Mbeki fue desbancado por Jacob Zuma, un político por lo menos pintoresco, con buenas credenciales revolucionarias, veterano de la lucha armada contra el régimen, compañero de prisión de Mandela, y un pastor de cabras que salió de la miseria más profunda posible. El problema es que Zuma nunca entendió que el dinero público no es una recompensa para sus esfuerzos, algo para repartir entre amigos, parte del premio de llegar al poder.
En África hay un dicho terrible que explica que un presidente se robe sus buenos puntos porcentuales del PIB y los guarde comprando palacios en la Costa Azul. El dicho es “ahora nos toca comer a nosotros”, y comer significa comerse el estado. En la escala africana, Zuma es un moderado, un sudafricano y no un congoleño, un tipo de millones y no de cientos de millones. Pero se las arregló para hacer lo imposible: acusado de violar a la hija de un amigo de toda la vida, de las que te llaman “tío”, polígamo, pagador de cuentas propias con dinero público, mediador de negocios para “amigos” que luego le hacían regalos como casas nuevas… Sudáfrica es un país bastante más puritano de lo que uno espera, y todo esto hizo ruido. El partido de Mandela empezó a perder elecciones y en las últimas municipales perdió todas las ciudades grandes. Todas.
Con lo que la forzada renuncia de Zuma de este miércoles es un golpe anunciado, un gesto de alarma profunda hacia el futuro electoral, una mezcla de cálculo y de intento sincero de salvar algo que era una utopía. Cyril Ramaphosa, el nuevo centro del poder, no es exactamente un santo pero es un político agudo, un cuadro de los viejos que se dedicó a los negocios, se hizo rico y volvió a la política. Es alguien capaz de entender que el ANC puede hasta perder las elecciones, lo que sería un terremoto inimaginable. Es muy probable que demuestre sus credenciales de honestidad permitiendo que Zuma sea investigado a fondo y hasta sea encarcelado, justo a tiempo para las elecciones del invierno que viene. Este miércoles, el apriete final al depuesto presidente fue una serie de allanamientos y la detención de tres de sus socios empresarios más íntimos.